Capítulo 31: Como punto en la nada
Mi regreso a Estados Unidos fue insípido.
A diferencia de la primera vez, no había molestia o algo parecido, era como si me hubiese vuelto incapaz de sentir. Aunque, ahora que lo analizo mejor, quizás era yo forzándome a no expresar mis emociones. Pienso que, de haberlo hecho, habría enloquecido por el dolor, y lo que menos deseaba era acaparar la atención de mi padre y su familia.
Aunque Charles dejó una marca imborrable en mí, no podía compartir mi dolor con ellos; eso solo traería problemas. Por eso a veces dudaba de mi decisión. La soledad no hace bien cuando se atraviesa una pérdida tan grande, así que había momentos en los que se me venía la idea de llamarle a mi madre para pedirle dinero porque deseaba volver a casa, pero luego me arrepentía al pensar que caminaría por los mismos sitios en los que él y yo habíamos dejado marcados nuestros pasos. De hecho, aún ahora se me da por sentir que todos los edificios de Inglaterra tienen grabado en letras rojas el nombre de Charles Stonem.
Sin embargo, a pesar de mis esfuerzos por mantener al margen mis emociones, el entorno continuaba siendo el mismo: había discusiones por las mañanas entre las hijas de mi padre y su mujer solo les pedía que se calmaran, mientras él no hacía más que coger su coche e irse a trabajar. Ya entendía por qué mi padre elegía que ellas se marcharan en el autobús en lugar de llevarlas: ambas son irritantes.
Como no deseaba que mis nuevos amigos me llenaran de preguntas sobre mis vacaciones de verano en Inglaterra, fingía que el cambio de horario me estaba afectando de más. Me quedaba en silencio mientras los observaba vacilar en la cafetería y también cuando viajábamos en el coche de Edward. En algún momento, pensé en proferir mis emociones y desdichas; sin embargo, me aterraba la idea de que supieran quién soy en verdad y acabaran delatándome o dejándome solo.
El primer viernes de esa semana de inicio de clases llegó; y pese a que Mich, Matt y Susana insistieron para que los acompañara a casa de la primera a ver películas, me negué.
—¿Cuánto tiempo tardarás en reponerte de ese cambio de horario? —cuestionó Matt. Se quitó la gorra y se la acomodó al revés.
Encogí los hombros y apreté los labios. Los cuatro caminábamos por los pasillos rumbo a la salida del colegio. Ellos irían con Michelle, yo volvería a casa, y de Edward solo sabíamos que ya tenía planes y que, por lo tanto, no nos acompañaría.
—Vamos, si te quedas dormido no hay problema de que te quedes en mi casa —insistió Mich. Caminó para adelantársenos y dio media vuelta— No nos has contado cómo te fue allá, y necesito que me des detalles por si algún día llego a ir.
—Es que no hay nada para decirles —repliqué, y algo ardió en mi pecho. Metí las manos dentro de mis bolsillos y comencé a jugar con lo que había ahí—. Estuve todo el mes viendo programas de cocina con mamá y limpiando el ático. —Fingí una sonrisa, una de las más dolorosas.
Mentir y aparentar ya no me era tan sencillo.
—Mínimo cuéntanos cómo son los programas de recetas en Inglaterra —terció Susana. Buscó el brazo de su novio y metió su cabeza en el espacio entre su codo y su pecho.
—Tengo tarea que hacer —volví a mentir. Aunque sí había deberes, solo llegaría a casa de mi padre y arrumbaría mi mochila—. Prometo que la próxima semana haremos algo y les contaré los detalles.
Matt me dio un leve empujón, mostrándome que no se encontraba del todo de acuerdo con mi decisión. Mich se limitó a hacer un mohín y seguro que a soltar improperios mentales contra mi persona.
—Me da la impresión de que algo ocultas —acusó Michelle. Dio media vuelta y echó a andar con nosotros.
Tomé una bocanada de aire y me quedé en silencio.
El resto de la caminata siguieron conversando sobre lo que harían. Llevarían algunas cervezas y una botella a la habitación de Michelle y beberían mientras reproducían ridículas cintas de romance. Se suponía que su intención era empinarse un enorme trago de alcohol por cada ridiculez inverosímil que sucediera.
Llegó el momento de separarnos y me fui a la parada de autobuses, mientras que el resto solo se despidió de mí con una seña. No negaré que me vi tentado a ir con ellos, pero sabía que, si me ponía ebrio, la boca comenzaría a aflojárseme y me sería difícil volver a colocarme la máscara de estabilidad.
Aguardé un rato en la parada, de pie, mirando al frente y con la mente en todo y a la vez en nada. No era la única persona en ese sitio, y eso lo supe porque no tardé en hostigarme de cuchicheos. Entre esas voces que compartían chismes estaba la de Caroline. La odiosa de mi hermana que antes de irnos a clases había empezado una discusión sobre lo poco que quedaba de su champú y que había un ladrón de eso en la casa.
Era obvio que se refería a mí. Lo que me ofendía; ¡yo no usaría uno de esa marca!
Además, llevaba tiempo sin cuidar mi cabello o mi apariencia; mi aspecto era desprolijo. Menos mal que nadie nunca me había cuestionado esa reciente desidia.
El vehículo llegó y comenzamos a formarnos con la intención de entrar; sería la primera vez en meses que usaría el autobús. Al cruzar el umbral, pagué la cuota; por suerte ya traía dólares conmigo. Me acomodé en uno de los asientos del fondo. Coloqué los audífonos en mis orejas y cerré los ojos mientras permitía que mi cabeza se recargara en el cristal de la ventana.
No sé si me quedé dormido, solo sé que por fin dejé a mi mente descansar un rato de tanto maquillaje a la verdad sobre mí. Pensé en Charles, en lo que pudo haber sido de nosotros de ser más justo el destino y en cómo podría estar otra vez emocionado ante la idea de volver a casa por las vacaciones de invierno. Me mordí el interior de mi mejilla; necesitaba reprimir mis deseos de llorar. Como no funcionó de la forma que esperaba, abrí los ojos para que las personas me cohibieran de expresar mis emociones.
Cuando el viaje se acabó, me levanté del asiento, me sostuve de una de las barras de la parte trasera y presioné el botón para hacerlo frenar. El vehículo se detuvo de manera violenta, cosa que provocó que más de uno se aferrara a los barandales frente a sus asientos. Bajé del autobús sin importarme que mis hermanas me estuvieran siguiendo.
Iba con la mirada enfocada en el suelo, los oídos tapados y las manos dentro de los bolsillos mientras caminaba para llegar a la casa; no obstante, no tardó en reventarse mi burbuja de calma cuando impacté por accidente mi hombro con la espalda de Megan. Su quejido fue tan alto que me vi en la obligación de retirar los audífonos y apagar la música. Cuando la miré, ella se encontraba en el suelo recogiendo las cosas que habían salido de su bolso. Caroline, en lugar de auxiliarla, estaba de pie, con los brazos cruzados y mirándome con reproche.
—¡¿No la piensas ayudar?! —me preguntó, fastidiada.
—¿Y por qué no lo haces tú también? —ladré. Me puse en cuclillas para levantar sus cuadernos, labiales y lápices de colores.
Ambas me observaron con estupor, no se esperaban que el taciturno extranjero que tienen en casa osara por responder así. Yo también me encontraba sorprendido con mi respuesta, pero es que estaba harto de todo, en el límite de mi paciencia y al borde de estallar en mi dolor.
—Yo no fui el estúpido que la empujó —replicó, y acomodó su cabello detrás de sus orejas, dejando al descubierto sus grandes mejillas.
—Ella se me atravesó a mí —espeté. Junté varios lápices y los deposité en el bolso de Megan—. ¿Es mi culpa que no sepa fijarse por dónde camina o que crea que la acera es toda suya?
—¡Qué grosero saliste! —Megan se levantó del suelo, sacudió sus vaqueros e imitó el gesto altanero de su hermana—. ¡Encima que papá es tan generoso de ofrecerte nuestra casa!
Sabía que esperaban que recogiera todo solo, así que elegí levantarme. Su comentario chirrió en mis oídos.
—Y si es tan generoso, ¿por qué no las lleva en su coche? —De haber sido menos sensato, habría optado por escupirles a ambas nuestro verdadero parentesco—. ¿O será que no las soporta?
Observé cómo Megan abrió los ojos con impresión. En cambio, Caroline se acercó a mí a pasos enfadados.
—¿Crees que puedes venir a invadir mi casa y hablarme de esa manera? —Se elevó en puntas de pie para estar a mi nivel y plantó sus ojos azules en mi cara. El rostro se le enrojeció debido al coraje. Tenía la desgracia de parecerse a mi padre.
—¿Y crees que yo quiero estar en tu puta casa? —repliqué con la misma hostilidad—. Si fuera por mí, yo me encontraría en otro sitio. —Di un paso atrás—. Ustedes son las personas más odiosas que he conocido y eso que he vivido en dos países. Sobre todo tú, Caroline —la apunté—. Por algo Edward me ha dicho que te evade, dice que no te soporta por bruja.
Le pegué en su punto débil, porque ella no fue capaz de rebatírmelo. Llámenme insensible, pero ¡cómo disfruté su expresión! No obstante, sabía que me metería en problemas, así que hice mi gracia y me dispuse a correr para alejarme. No tenía idea de a dónde iría, pero cualquier sitio era mejor, al menos por el momento.
Solo dejé de correr cuando me encontré delante de la parte comercial de la ciudad y la cantidad de personas transitando me impidió continuar con el mismo ritmo. Era mi primera vez en ese sitio iluminado con luces LED de colores y anuncios en tonos neón. Miré el reloj de mi teléfono; eran apenas las cinco con diez. Pensé en volver a casa y disculparme, pero después llegué a la conclusión de que lo más conveniente era aguardar a que el coraje se le pasara a Caroline y rezar en mis adentros para que no le dijera nada a mi padre.
Además, no me arrepentía de haberle dicho esas cosas. Por el contrario, recordar su cara me causaba satisfacción.
Tenía mucho tiempo por matar, así que opté por jugar al vagabundo en esa zona. Caminé a paso lento, observando a la masa de jóvenes universitarios moverse por los bares, fumando cigarrillos y reírse. Admito que me daba algo de celos, y pensé por un rato hablarle a Mich para que me dijera dónde quedaba su casa porque quería ir; pero me contuve, porque no deseaba que me atosigaran con preguntas que el alcohol me haría responder.
El cielo comenzó a teñirse de un suave morado. Todavía estábamos en el limbo entre el verano y el otoño, por eso el clima era fresco, un poco más cálido que aquel que hacía en mi ciudad de origen, en ese tiempo en el que recién me volvía cercano a Charly y comenzaba nuestra trágica historia de amor. Era irrisible, porque hui de Inglaterra para no torturarme con sus recuerdos, pero también solía infligirme dolor al convocarlo en mi memoria a cada momento.
¿Han sentido ese tipo de soledad en el que te encuentras rodeado de personas, pero continúas sintiéndote como un punto en la nada? Yo sí, y muchas veces.
La considero el tipo de soledad más horrible, porque habla de cuánto te cuesta adaptarte con el resto y también de tu incapacidad para relacionarte, tal vez por culpa de un vacío que quizá nunca llegues a llenar.
—¡Joshua! —vociferó una voz masculina y conocida para mí.
Se trataba de Edward.
«¡Lo que faltaba!», me dije.
Para los que no están en el grupo de Facebook, les muestro esta comisión que pedí. Es dolorosa, pero muestra bien el dolor de Joshua.
¿Qué creen que pase con Joshua ahora que se encontró a Edward?
Si ustedes fueran Joshua, ¿le contarían a sus medias hermanas la verdad?
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