Capítulo 30: Nadie sabe despedirse
Charles Stonem falleció en una madrugada de julio de 2009, con diecisiete años, pocas metas alcanzadas y muchos sueños que jamás podrá cumplir.
A veces pienso en su partida como una mala broma del destino o, más bien, como un giro de guion hecho por el sádico titiritero que mueve los hilos de mi vida. Es que el asunto me parece un absurdo, y hasta la fecha continúo pensando que es producto de mi imaginación distorsionada.
Recuerdo que me enteré por Ashley y Archibald; ellos llegaron a mi casa por la mañana, y mientras mi amiga se ahogaba en llanto, él trataba de consolarla. Cuando pude entender las palabras de Ashley, sentí cómo mi corazón saltó, provocando un desbordamiento en mi interior que me hizo correr a encerrarme en mi cuarto. Era un dolor que trascendió lo emocional: lo sentía de manera física. Puedo jurar que hasta había un ardor punzante en cada fibra de mi anatomía.
Dentro de mi habitación comencé a desordenar mis cosas, en busca de la nota que me había dejado Charly aquella vez que nos daríamos a la fuga. La encontré debajo del colchón y, cuando la releí, me fue imposible contener el llanto. Me acosté en el suelo con la hoja en las manos, abracé mis rodillas y me dediqué a hacer eso todo el día. Llegó un momento en el que me la aprendí de memoria y fui capaz de recitar cada una de las palabras escritas por el chico que tanto amé.
Me hallaba absorto en mi mundo; ni siquiera puedo recordar si mamá tocó mi puerta, o si comí o dormí ese día. ¿Alguna vez han sentido que el cerebro se les pone en piloto automático? Algo así me pasó esa mañana en la que me enteré de la muerte de Charles Stonem.
El día siguiente no fue muy distinto; solo le permití la entrada a mi madre. Recuerdo que ordenó un poco la recámara y me pidió que me acostara. La obedecí y me quedé aovillado en mi lecho, llorando hasta caer dormido.
Mi indisposición siguió por varios días, y fue tanta que incluso falté al funeral. Aunque mamá me dijo que me ayudaría a despedirme de él, no mencioné algo al respecto y me dejó solo. Me cubrí el rostro con la sábana y cerré los ojos, obligándome a dormir otra vez.
—Tranquilo, Joshua, es un mal sueño. Solo una pesadilla más. Un simple mal sueño. ¡Vamos, despierta de una vez! —me repetía al mismo tiempo que sostenía los lados de mi cabeza e intentaba reprimir el llanto.
Mi deseo más grande era despertar de esa pesadilla y volver a esos días en los que él y yo corríamos como un par de atarantados por la arboleda. Quería regresar a esas noches en las que nos quedábamos en ropa interior, nos metíamos dentro de su enorme cama y conversábamos de cualquier absurdo mientras nos abrazábamos y sentíamos la piel desnuda del otro.
Por desgracia, la vida no es tan noble, y aquellos instantes, los mejores de mi existencia, jamás volverían.
Me quedé vacío. Y mantuve esa línea de pensamiento por muchos días. Mi mente nada más repetía las palabras: «muerte» y «soledad».
Lo más jodido de perder a alguien por primera vez es que caes en la cuenta de que no hay algo que sea para siempre, que todo tiene un punto final. Además, por mucho que yo echara de menos a Charles Stonem, encontrármelo de nuevo sería imposible.
Si quería continuar viviendo, necesitaba aprender a estar sin su presencia; pero eso me hacía sentir egoísta, así que llegué a la conclusión de que dejaría de vivir mi vida. Por eso me limité por un buen rato a quedarme acostado en mi cama; solo salía para lo más básico, como ir al baño. Hambre no tenía, tampoco sed, y menos deseos de volver a ver el sol.
Aunque por mí hubiese estado perfecto mantener esa rutina, pronto mamá tomó cartas en el asunto. La recuerdo deteniéndose en el marco de la puerta al tiempo que me escrutaba con sus ojos azules.
—Joshua, tienes que parar —me pidió con voz apagada—. Llevas tres semanas así.
Abrí los ojos al reparar en el tiempo que había transcurrido, pero no tardé en volver a cubrirme con la sábana. Escuché los pasos de mamá al aproximarse y después cómo el colchón se hundió cuando se sentó.
—No puedes quedarte así. —Me destapó la cabeza y me acarició los cabellos—. Debes seguir.
—¿Y si no quiero? —respondí con voz trémula—. No puedo vivir después de lo que pasó; o, más bien, no deseo aprender cómo se hace.
Ella metió su mano en la cobija, buscó mis dedos con los suyos y, una vez los encontró, se sujetó de estos para tirar de mi brazo y obligarme a salir del nido.
—Tienes que vivir, Joshua Beckett —expresó con dureza; no dejaba de sujetar mi mano.
Me senté como pude en la cama, y me di cuenta de que la luz estaba prendida, así que al principio me lastimó los ojos.
Bajé la mirada. Mamá soltó mi mano y aferré mis dedos a la sábana.
—Lo extraño mucho, Estella.
De mis ojos volvió a fluir el llanto. Hice el ademán de bajar la cabeza, pero mi madre me abrazó, ejerciendo la suficiente fuerza para que no pudiera soltarme. Me sentía otra vez como un niño pequeño, porque no podía dejar de llorar en sus cálidos brazos.
—Lo sé, Joshua, lo sé —susurró en mi oído, y colocó una mano en mis cabellos sebosos—, pero tienes que continuar.
—Tengo miedo, me dejó solo.
¿Por qué nunca nos preparan para hacerle frente a la muerte del amor de nuestras vidas?
No me dijo nada, solo continuó abrazándome. No la juzgo, fue una situación compleja. Aprender a lidiar con una pérdida de esa magnitud es algo que ni siquiera los adultos pueden hacer bien. Ahora, imagínense un muchacho estúpido de diecisiete años cargando con aquello.
—Joshua, no estás solo —mencionó al mismo tiempo que se separó un poco de mí.
Tomé una bocanada de aire y me limpié la humedad del rostro con la manga del pijama. No me había quitado esa cosa en semanas, era un completo asco.
—Aquí tienes a muchas personas que te adoran. Para empezar, estoy yo y... —Hizo una pausa y me observó con duda.
—¿Y? —Carraspeé.
—No puedo dejar que te vayas otra vez con tu padre.
Fruncí los labios. Me había olvidado de ese detalle.
—No he tenido oportunidad de decírtelo por todo lo que sucedió, pero conseguí un empleo —retomó, y puso su mano encima de la mía—. Hablaré con tu padre para que te quedes aquí.
—No lo sé, mamá... —murmuré.
—Sé que no estás en las mejores condiciones, Joshua, pero necesito que lo pienses.
Volví a tirarme en la cama y a los pocos segundos la escuché marcharse de la habitación. Necesitaba tomar una decisión pronto, y aquello me hizo caer en la cuenta de que debía hacer lo que mamá me dijo y seguir, aunque no tuviese la más remota idea de adónde ir o cómo lo haría, porque mi existencia no se iba a detener por mis necesidades.
Cansado de ser una plasta que solo habitaba en la oscuridad de mi cuarto, me levanté por primera vez en días a tomar un baño y ponerme ropa decente. Saldría a caminar sin rumbo luego de creer que la desesperación me consumiría en vida. Me encontraba incluso mareado; mis piernas estaban laxas por la falta de actividad y mi visión no se acoplaba del todo a la luz solar.
El mundo se sentía diferente ahora que Charly ya no estaba en él.
Cuando cerré la puerta de mi casa, pensé en regresar a mi lecho para no vivir más. No obstante, repetí aquello que me había dicho mi madre y obligué a mis piernas a moverse. Apreté los ojos, escondí las manos en mis bolsillos y anduve a ciegas por la acera; solo me dejaba guiar por los sonidos y por mi instinto.
Por alguna razón, sentía que lo que hacía estaba mal. Se podría decir que salí de casa sin avisarle a mamá, así que era como si me hubiese escapado. Sin querer, comencé a rememorar la última vez que me di a la fuga.
Mi habitación tenía una ventana que daba a un estrecho pasillo, así que solo tuve que abrirla y sacar mi cuerpo por ahí. Luego solo tuve que escabullirme por el patio hasta encontrarme lejos. Una sonrisa amarga se posó en mi rostro. Así había huido cuando Charly y yo habíamos tenido la intención de escapar.
En el camino me dije un montón de veces que, de habernos marchado a Londres, él seguiría con vida.
A pesar de no tener un rumbo fijo, la inercia en mis pasos me llevó hasta la casa de los Stonem. De manera inconsciente alcé la cabeza y miré a la ventana de Charly. Mis ilusiones infantiles me llevaron a pensar que él se asomaría y me diría que todo fue una mala broma, que en realidad se curó y que estaba esperando a que subiese a su habitación para tener nuestro reencuentro.
Solté un largo suspiro. Necesitaba reprimir mis deseos de llorar, así que comencé una carrera contra la vida misma y su avidez en romperme. Tenía que forzarme a avanzar y seguir. Y lo hice, fui adelante sin detenerme, y con todas mis fuerzas. Corrí tan rápido como mis débiles piernas me lo permitieron, y solo me detuve cuando por poco me atropelló un coche al pasar por una avenida.
El sonido del claxon me despertó de mi letargo.
—¡Más cuidado! ¡Mocoso, imbécil! —me gritó con odio el conductor.
Sonreí con amargura y, de ser otra mi condición emocional, me hubiese soltado a reír a carcajadas. Era demasiado irónico cómo ese conductor ignoraba mis problemas y el hecho de que me encontraba roto por dentro. Él solo continuaba con su vida, porque en su mundo nada había cambiado. La muerte de un muchacho de diecisiete años por una neumonía no poco le importaba, así como las penas del resto me eran ajenas.
El dolor no es algo que se extiende y se vuelve universal: a lo mucho un pequeño grupo lo comparte, pero no del mismo modo.
Me encontraba solo con mi pérdida.
Seguí con mi trote de vagabundo, ahora con un objetivo fijo: la arboleda que compartíamos de camino a la escuela. Soy un masoquista de lo peor y un insensato, pero en ese momento solo pensé en revivir todo lo que había pasado con Charly para asegurarme de nunca olvidarlo. Aún no sabía si me marcharía de regreso a Connecticut, pero quería prevenirme, y eso significaba llevarme conmigo cada recuerdo suyo.
Iba atento a los detalles de los sitios que tiempo atrás formaron mi cotidianidad. Me ardía el pecho, porque en todos los lugares veía a un Joshua y a un Charly yendo hacia la escuela o regresando de esta. Era como caminar descalzo por una vereda tapizada de clavos: cada paso dolía más que el anterior, e incluso, si quería regresar, mi sufrimiento no se iría.
Cuando llegué al parque, tenía la respiración agitada y el corazón me palpitaba con una vehemencia anormal. Me recargué en el primer árbol que vi, resbalé en este y pegué mis rodillas al pecho. Le di una mirada general al lugar; continuaba idéntico a como se encontraba la última vez: eran los mismos árboles, bancas y postes de luz. Pero jamás se sentiría igual.
Tomé una bocanada de aire, quería regular mi ritmo cardíaco.
—Joshua, ¿qué haces aquí? —me preguntó una voz femenina. Era la de Ashley.
Su silueta apareció delante de mí, formando una sombra. Le dediqué un mohín que ella me contestó subiendo los hombros; y, sin preguntar nada, se sentó en el pasto.
—Soy un idiota y quería lastimarme —respondí en tono bajo—, ¿y tú?
—Creo que lo mismo. —Resopló—. No quiero preguntarte cómo estás, porque me queda clara cuál es la respuesta que me darás, pero al menos me gustaría saber cómo es que llevas todo.
—Es la primera vez que salgo de casa desde que me lo dijiste. —Abracé mis piernas—. Ashley, esto no podría ser peor. No sé si me encuentro triste por su partida, enojado con el mundo por haberse llevado así a una persona como él, o si solo estoy enloqueciendo. —Alcé el rostro e hice algunos ademanes con las manos para mostrar cuán frustrado estaba, y mis ojos volvieron a cargarse de lágrimas—. No sé qué será de mí ahora.
—Yo tampoco sé qué sucederá conmigo. Y no diré que entiendo lo que sientes. Pero, aunque no sea ni de cerca lo mismo, algo así como lo que estás pasando me sucedió cuando me enteré de que me encuentro embarazada.
Ashley usaba unos vaqueros anchos, zapatillas deportivas y llevaba el cabello amarrado en un moño alto. En definitiva, ya no se veía como mi mejor amiga, y dudaba que esa otra chica fuese a volver en un buen rato.
—Perdona —suspiré—, se me había olvidado. ¿Qué van a hacer Archie y tú ahora? No me he dado la oportunidad de preguntarte.
—Aunque teníamos el romántico plan de dejar la escuela y vivir juntos tras huir de casa, ahora hemos caído en la cuenta de que lo mejor es afrontarlos.
—¿Se lo van a decir a sus padres?
Ella asintió.
—Lo de Charles me hizo notar que debo enfrentar a los míos. Además, en el peor de los escenarios, me obligarán a casarme con él.
—¿Lo amas? —pregunté con interés, mirándola a los ojos.
—Tal vez. Quizá cuando seamos mayores no nos soportemos ni un poquito, pero creo que estaremos bien por un rato.
—Serás igual que mi madre —pensé en voz alta.
—¿Y? —espetó.
—Nada. Sé que mi mamá es una persona maravillosa, pero al parecer a tu familia y al resto no les gusta ni su existencia ni la mía, así que quizá te toque lo mismo.
—¡Me encanta cómo me animas, «mejor amigo»! —Me dio un golpe en el hombro—. Aunque tienes razón y me estoy preparando para eso.
—Dile a Archie que les rompa la cara a todos los que se atrevan a hablar mal de ti y del bebé —vacilé.
—También su tío Joshua va a partir quijadas si algo pasa, ¿verdad?
Sonreí. No obstante, terminé percatándome de que no era del todo seguro que continuase en Inglaterra cuando eso sucediera.
—Aún no sé si me quedaré aquí o volveré a Estados Unidos —confesé.
—¿Te irás otra vez? —preguntó, impresionada.
—Lo estoy considerando. Es complejo, porque cuando me encontraba allá, a pesar de que la gente no era tan mala, solo deseaba volver; pero ahora que estoy aquí... siento como si cada paso que diera fuera una puñalada. Todo está lleno de recuerdos sobre Charly, y duele.
—Haz lo que creas mejor para ti. —Colocó una mano en mi hombro—. A mí me costó muchísimo estar en el funeral, también deseaba encontrarme en un sitio distinto.
—Yo no tuve valor para ir. ¿Crees que Charly me odia por eso?
Ella negó.
—Era mi primo, lo conozco mejor que tú, así que sé que él no quisiera otra cosa más que tu felicidad.
Sonreí con amargura al mismo tiempo que unas lágrimas cayeron de mis ojos y se resbalaron por mis mejillas. No tardé en sentir el abrazo de Ashley, llegó sin que yo se lo pidiera. Ella me acarició el cabello y me susurró al oído que me iba a echar de menos si me marchaba, pero que quisiera que fuese feliz. Le dije lo mismo, aunque creo que mis palabras fueron ineludibles.
Pienso que lo más básico y a la vez valioso que le puedes desear a alguien que aprecias, es su felicidad. No importa de qué forma queremos conseguirla, todos añoramos alcanzarla.
Y a pesar de que no tenía idea de si aquello me iba a hacer feliz, sí sabía que por lo menos estaría más tranquilo huyendo a un sitio no tan cargado de memorias que no podría afrontar.
Así que tomé la decisión de volver a Connecticut.
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