S E I S


Trabajar un domingo en BurgerBoy sí que es complicado. Toda la gente que no viene entre semana se acumula a eso de la una de la tarde sufriendo a voluntad la terrible fila, los gritos de un par de niños pidiendo los muñecos, la (debo admitirlo) lentitud de mi parte comparada con la velocidad que se requiere y el calor humano de todos por estar arrumados. Aunque en mi defensa, hago lo mejor que puedo.

Al menos en esos momentos en que se está extremadamente ocupado, a la querida de Cielo no le queda tiempo ni de sabotearme ni molestar, lo cual es un punto a favor. Incluso Andy se mantiene en diferentes lugares al tiempo así que no puede fijar su energía en una sola empleada.

Los fines de semana Julián está organizando las órdenes –pues entre semana está en la parte de freído– y me ha ayudado bastante al ser mi compañero. Es la experiencia lo que lo ayuda a ser evidentemente mejor que yo: por cada cliente que yo atiendo, él lleva dos y ha estado burlándose disimuladamente de mí lanzándome sonrisitas de burla. Mi concentración tampoco es la mejor por estar imaginando que cada chico que entra al local es el rubio que el destino me puso en el Hogar de San Patricio... bien, exagero con lo del destino, pero sí fue una increíble coincidencia.

Me duelen los pies y con cada persona que le digo «Con gusto, vuelva pronto», mis ánimos bajan y se me hace más difícil mantener la amplia y servicial sonrisa. Esto del servicio al cliente no es tan fácil como parece cuando estás del lado del cliente; veo de otra manera esto y lo pensaré dos veces antes de molestar o reclamar algo la próxima vez.

El punto cumbre de clientes permanece constante por cerca de dos horas y paulatinamente va bajando a menos y menos personas al tiempo hasta que ya es llevable pasar bien los pedidos a dos o máximo tres personas. Los ánimos generales de todos los empleados empiezan a desinflarse para dar paso al cansancio, a arrastrar los pies y forzar más la sonrisa. Es cuando todo se reduce a uno que otro adolescente que compra helado, cuando todos nos relajamos esperando la soledad del lunes al jueves.

Hoy sí me dejaron toda la jornada, es decir, hasta las siete. Mi mamá casi se muere pensando que el mundo luego de las cinco de la tarde me iba a corromper y casi me hace renunciar pero al final quedó en nada su premisa. No obstante, papá me va a venir a recoger a la salida. No sé si estar aliviada por no tener que subir tantos escalones a las tantas o avergonzada por la sobre protección. Creo que ambos al tiempo también es válido.

Como predije, el chico rubio a estado en mis pensamientos desde ese día en que su sonrisa me deslumbró. Todas las sonrisas de chicos lindos me deslumbran pero como Luka es el de turno, lo culpo a él de mis despistes algo aumentados de su rango normal. No sé, de manera wattapiense estaba esperando que Luka llegara mágicamente a mi casa a visitarme y pues... «historia de amor» y eso pero ya que es demasiado improbable el solo hecho de que volvamos a coincidir a menos de que él venga a comer acá, estoy a medio camino de mi desencanto. Aún no, aún es pronto. Pero ya estamos más allá que acá.

—¿Cómo te pareció el primer domingo? —Julián (al igual que otros dos empleados) y yo estamos preparándonos para salir. Estamos en el espacio de "casilleros" y cada uno con la vista en sus cosas.

—Estoy cansadísima —jadeo. Me coloco la chaqueta, una bufanda, unos guantes y un gorro. Julián me mira y de ríe.

—¿Tienes frío? —pregunta con sarcasmo.

—Es por si me desmayo y tienen que cargarme. Si llevo tanta ropa, puedo decir que mi peso se debe a la tela y no a mi sobrepeso. —Me encojo de hombros con seriedad y me abrocho la chaqueta hasta el cuello—. Es estrategia para no quedar mal ni estando inconsciente.

—Si llegaras a estar inconsciente y los paramédicos te encuentran, lo primero que hacen es quitarte todo eso para buscar signos vitales —rebate con la misma seriedad.

—Entonces sí, tengo frío.

Ríe disimuladamente volviendo la vista a su casillero y saca lo último para posteriormente poner el candado. Salgo yo primero con Julián detrás; es la primera vez que son casi las ocho y no estoy en casa o en la iglesia. Me siento temeraria... aunque papá me esté esperando a un par de calles.
Gianella salió hace una hora pues su turno acababa antes que el nuestro. Julián ha estado muy cerca de mí toda la jornada y me parece amable que note que no es que me lleve de maravilla con nadie más y que quiera hacerme compañía aún cuando sé que no soy primera opción de nadie.

Ni siquiera de mi madre: ella prefiere a mi hermano.

El auto de papá –según informó mamá hace dos llamadas–, está a unos metros de la estación de buses y ya que Julián debe tomar uno, caminamos juntos. La calle está bastante concurrida al ser una parte tan comercial de la ciudad y hace un frío tremendo; aún con mis manos en los bolsillos y envueltos en guantes gruesos de lana puedo sentir los dedos como hielos; a cada palabra que pronuncio, mi aliento hace un vaho de neblina añadiendo el aspecto de congelamiento al que lo dude mirando desde lejos. Mis dientes castañean ocasionalmente pero parece que Julián lo tiene controlado pues anda lo más de despreocupado solo con una chaqueta sencilla.

—Parece que fueras una turista —exclama luego de unos pasos—. El frío de la ciudad siempre ha sido el mismo, ¿Qué te sucede?

—No suelo estar tan tarde en la calle —excuso obteniendo una risa y una expresión de sorpresa.

—Son las ocho —aclara con obviedad dando a entender que en realidad no es tarde—. ¿Tienes once años o qué?

Suspiro sin encontrar el chiste pues tristemente, así me siento a veces.

—En cuando a ver la vida, creo que sí —respondo de la manera más deprimente del mundo.

—¿Es en serio? —pregunta atónito y articulando con las manos—. La ciudad es pequeña pero tiene de todo, ¿Y no has visto nada? ¿Qué haces en la vida?

Leer. Dormir. Comer. Leer más. Ir a misa. Cantar el bingo. Ilusionarme con todo el mundo masculino. Tratar de ocultar los gorditos con ropa ancha. Rebatir internamente el machismo de mi familia. Fantasear. Comer más. Leer aún más. Pensar en el rubio.

—Nada realmente.

—Tienes que conocer, Cinthya —sentencia con exagerada emoción—. Si justo en cinco minutos pasa un camión y te mata, no vas a poder decir que viviste.

—No sé qué responder a eso.

—No es una pregunta, muñeca —exclama y enarco una ceja aguantando la risa—. Te estoy asegurando que no has vivido un carajo.

—¿Muñeca? —inquiero. Asiente sonriente como un niño pequeño.

—No es un piropo. —Gracias por recordarme que nadie me da piropos—. Puede ser la muñeca de Chukie. Solo es un apelativo.

—Nunca me habían halagado tanto en la vida.

—Eso dice que no has vivido —replica triunfante.

—Dime algo que no sepa.

—En realidad creo que eres muy bonita y graciosa —responde como si nada; por mi parte, estoy colorada pero más que nada con ganas de reír.

—¿Qué?

—Dijiste que te dijera algo que no sepas —explica—. Creo que no sabes que eres bonita. No te das cuenta y nadie nunca te lo ha recordado. —Sonrío negándome a responder pues no sé qué decir. Hace una pausa de unos segundos y continúa:— Pero si quieres saber algo de cultura general, te diré que el colibrí aletea sesenta veces por segundo. Apuesto a que no sabías eso.

—Interesante. Lo agregaré a la lista de datos inútiles que no usaré en la vida.

—¿Ves? Eres graciosa —replica—. Otra chica me habría encontrado encantador pero tú me sigues la corriente y te ríes de mis bobadas.

—Las bobadas son temas ingeniosos solo aptos para gente ingeniosa. Por eso no aplican con todos.

Si hubiera sido una situación normal, me habría encantado con Julián desde el día que lo conocí pero no lo he hecho por dos razones: uno, Gianella está visiblemente flechada por él y ella me cae super bien y dos... bueno, de cierta manera, mis instintos ilusionistas están enfocados en el chico rubio que he visto dos veces en mi vida y me bloquea cualquier otro desencanto en progreso. Así que... sí, a Julián no lo veo como algo más que un posible amigo. Así como a Kevin.

—¿Cuándo descansas? —pregunta a unos pasos del paradero.

—Creo que el miércoles. —Cierro un ojo para recordar mejor como si alguna vez me hubiera funcionado ese truco—. Debo mirar bien el horario, ¿Por?

—Para cambiar el mío y vamos a hacer algo. Debes conocer la vida... o al menos el Museo de historia.

Son contadas las ocasiones en que una persona me invita a donde sea y es porque mi procedimiento es el siguiente: me invitan una vez, digo que tal vez, me emociono, cuadro todo en mi mente para que salga bien, le pido permiso a mamá, dice que le diga a papá, él dice que no y yo cancelo todo. Esa pequeña rutina ha llevado a que los que ya me conocen se limiten a solo no incluirme y yo me limito a ver a cómo arreglan planes y luego suben fotos a Instagram.

—Sería genial, pero no puedo.

En lugar de pasar por la rutina de las salidas, opto por declinar a la primera. Me ahorro varias palabras y una posible discusión con mamá que terminará en ella diciendo que ore a Dios pidiendo sabiduría y paciencia.

—¿Tu mamá no te deja? —pregunta con todo el tono implícito para una broma. Sin embargo, al ver mi expresión seria y mis ojos que confirman su suposición, abre la boca y los ojos más de la cuenta—. ¡Tu mamá no te deja! ¿Cuántos años tienes?

—Eso no se pregunta a una dama.

—Ya sé. Te lo estoy preguntando a ti —replica.

—Qué gracioso. En mi defensa, ellos solo quieren lo mejor para mí. —Eso no lo creo ni yo.

—Es una muy mala defensa.

—No dije que fuera buena.

Sin darme cuenta nos habíamos detenido en el paradero y yo olvidé por completo que no me iba en bus. Eso hasta que unas farolas de auto empiezan a parpadear en mi dirección y me acuerdo de repente de mi padre. Ya hasta me había sentado así que de un brinco quedo de pie.

—¡Vienen por mí! —explico a la mirada interrogante de Julián—. Nos vemos mañana.

—Tu papi viene por ti —mofa ganándose mi mirada fulminante a lo rayita—. Te veo mañana, Cinthya.

Sobra decir que los interrogantes de mi padre no se hicieron esperar con sus «¿Quién es él?» «¿Por qué le hablabas?» y todo eso a lo que fingí indiferencia diciendo que solo es un compañero más. Lo cual es cierto. Mi padre de por sí es callado y poco expresivo conmigo y apenas y habla para darle la razón a mamá cuando me reprende por algo; sin embargo justo ahora está muy hablador.

—Ya no eres una niña, Cinthya —formula con la vista en el camino—. Y llegará el día en que sea momento de casarte y servir a Dios con un esposo a tu lado.

Me remuevo incómoda en mi asiento imaginando que esto no lleva buen camino: ni la conversación ni el tema. Sí, de acuerdo, quiero enamorarme perdidamente pero no quiero casarme ni ahora ni antes de los cuarenta. Quiero disfrutar y viajar y conocer y hacerlo con alguien a mi lado sin la necesidad de una atadura legal. Pero claro, mis padres no saben eso al igual que todo lo que pasa por mi mente.

—Aún soy joven —objeto.

—Tienes más de veinte —contraataca—. A esa edad, yo ya llevaba más de un año de casado con tu madre.

—No veo porqué hablar de eso justo ahora —murmuro con respeto.

—Solo es un tema —responde—. Solo quiero que lo pienses, Cinthya. Cuando decidas elegir, hazlo bien y pensando en agradar al Señor.

Para elegir a una pareja, sinceramente pienso en todo menos en eso. Dios me libre de conseguir en mi vida a un compañero como papá; los amo a ambos pero no quiero terminar como ellos: cerrados de mente, fanáticos, locos y casi robóticos con todo lo que hacen. La rutina los consume y ellos felices de desmoronarse en ella.
Asiento dando el tema por terminado y fingiendo que lo voy a pensar a fondo cuando en realidad estoy pensando en los ojos del rubio que no he visto de nuevo.

Las calles del barrio a estas horas son más bien desoladas y más hoy domingo. Vivir en la punta del mundo tiene sus desventajas como la inseguridad a las tantas de la noche, igual y nunca salgo, pero me han dicho.
Papá guarda el carro en el garage y salimos para rodear y entrar a la casa. Él nunca me espera, sin embargo ahora va atrás de mí con su mano en mi nuca como si me estuviera guiando. Nada de esto me da buen presagio.

—Tu mamá está en la cocina —informa mientras mete la llave en la cerradura—. Ve con ella primero.

Oficialmente, esto no pinta bien.

Adentro se oyen unas dos o tres voces, entre ellas la de mi hermano y se une la de mi padre al entrar a la sala pero obedeciendo a lo que dijo, camino por el otro pasillo hacia la cocina para ver a mamá. Entro primero la cabeza con algo de temor y saludo en voz baja. Vuelve su mirada y mamá llega de dos pasos a mí con una sonrisa de oreja a oreja.

—¿Qué pasa, mamá?

No responde sino que me descuelga la maleta, me quita mi bufanda y mi chaqueta. Pone su mano en mi cabello acomodándolo como cuando era una niña con la diferencia de que ahora yo le saco un par de centímetros; me dejó hacer estando confundida por sus acciones. Me acomoda la blusa y finalmente pone sus manos en mis mejillas y me sonríe con orgullo. Me estoy perdiendo de algo.

—Te tenemos una sorpresa, Cinthya.

Eso no me ayuda, solo me pone más nerviosa.
Me toma de la mano y me guía hacia la sala; a medida que me acerco empiezo a reconocer el amortiguado sonido de las voces y me tenso de inmediato por la posible presencia indeseada. Todo se confirma cuando arribamos al lugar donde los asistentes se voltean a nosotras.
La señora Beliarna y su esposo me sonríen, la pequeña niña de unos diez años –quien creo que se llama Angie– me saluda con su mano cortésmente y desde atrás de los señores, sale él con su arrogante sonrisa que pinta de ser aturdidora.

—Hola, Cinthya —saluda la señora Yolima Beliarna—. Hace mucho que no te veía, como estás de... —Me ojea de pies a cabeza sin reparo alguno— grande.

—Nos vimos hace unas semanas —replico y mi mamá me da un disimulado codazo—. ¿A qué se debe el honor? —pregunto sonriendo y la señora dirige su mirada a su hijo.

—Pasamos a visitar —responde el señor Alberto Beliarna, su esposo.

Si escasamente quiero verlos en la iglesia, me desagrada tenerlos en la casa.

—Estuvimos hablando todos —agrega papá mirando con devoción y ridícula admiración a esa familia de arrogantes— y notamos algo muy interesante: Dylan está soltero y ya tiene veintidós años, tú estás soltera también...

Oh, no. No van a hacerlo.

—¡Dylan vino a pedir salir contigo, Cinthya! —explota mi madre.

Mierda. Lo hicieron.

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