Infección religiosa

—Señor Martínez, ¿es usted consciente de que existe la posibilidad de que el sujeto en cuestión pueda ser extremadamente peligroso?

—Sí..., sí señor.

La grave voz del Doctor García, nuestro jefe de sección, aún rebota en mis oídos ahogando el chirrido de mis pasos sobre las blancas baldosas asépticas del pasillo. Tengo la cabeza espesa, tal vez sea por la intensa luz del sol que se cuela por los elevados ventanales sumado al hecho de que apenas he dormido; tal vez sea el olor penetrante de la lejía; o tal vez sea porque sé que a ambos lados del pasillo hay cámaras que siguen todos mis movimientos, como también habrá cámaras en la sala en la que estoy a punto de entrar. Cámaras tras las que puede que no haya nadie, o también puede que haya decenas de ojos ansiosos de pillarme en algún desliz con el que poder acusarme de falta de profesionalidad y ocupar mi puesto. Me detengo un segundo ante el portón rojo cerrado. "Área restringida, solo personal autorizado". Sudor frío me resbala por la nuca. Tomo un par de inspiraciones profundas y bajo el picaporte.

Mis ojos tardan unos segundos en acostumbrarse a la fría luz blanquecina de los fluorescentes titilantes y descubrir a mi paciente acurrucada en una esquina tras una gruesa pared de metacrilato. Una mujer de unos veinte o veinticinco años, escasa estatura y bracitos de porcelana que parecen tan frágiles que cualquiera temería partirlos con un simple roce. Levanta la mirada y clava sus profundos ojos azules rodeados de oscuras ojeras en mí. Me tambaleo del susto y se me eriza el vello de los brazos. Tengo la sensación de estar viendo un fantasma. ¿Laia? ¡Maldita sea! ¿Puede verme? A quién se le ocurrió atenuar la opacidad de la pared sin avisarme. Debe ser alguna clase de novatada.

La joven se arrastra a través de la sala de observación y pega sus manos contra el plástico transparente. No, no es Laia, pero se parece.

—¿Quién eres? ¿Qué hago aquí? —se escucha su débil susurro a través de los altavoces—. ¡Dejadme salir!

Me dejo caer en uno de los sillones de mi parte de la sala intentando lucir mi mejor cara de póker que oculte mi agitación. Los reposabrazos aún están cálidos y pringosos, como si se negaran a dejar marchar el suduroso recuerdo de su anterior ocupante.

—Por favor tome asiento señora... —Busco el nombre entre el desorden de la carpeta cuyo contenido se halla esparcido sobre la mesita delante de mí—. Señora Avilés.

La joven se mantiene unos segundos de pie, desafiante, pero luego colapsa y se deja caer en la silla de su lado. La luz del foco arranca reflejos metálicos de su oscura cabellera que contrastan con su tez blanquecina. Amante de la luna que se refugia en su cueva al alba tras persianas selladas, tal vez.

—¿Qué queréis? ¡Yo no he hecho nada!

Su voz aguda se me clava en los tímpanos, decido disminuir un poco la intensidad girando uno de los mandos sobre el panel que tengo enfrente antes de proseguir.

—Tranquila, solo está aquí por precaución. Hemos detectado varios individuos infectados por Islam en su área de residencia. Deberá permanecer en cuarentena bajo observación hasta que podamos asegurarnos de que no se halla usted afectada.

—¿Infectados por qué? —Su voz parece denotar sorpresa, pero tengo la sensación de que hay algo extraño; su expresión facial es tan perfecta, cincelada en mármol, como si hubiera sido ensayada durante años, pero sus ojos no acompañan, ¿o sí? ¿Me está tomando el pelo o soy yo el que me imagino cosas debido al estrés de mi primer día?

—Es una enfermedad mental contagiosa de tipo religioso —aclaro mientras intento no perderme ningún detalle de su reacción y a la vez aparentar estar relajado y distraído para que mi paciente no se sienta abrumada por mi presencia. Parecía más fácil en los simulacros de la Universidad. La joven sigue pareciendo confusa—. Es parecida al catolicismo, se creía que se había conseguido erradicarla, pero hace poco se descubrió que hubo algunos brotes sin detectar que sobrevivieron en los suburbios y ahora que la gente se confía y se ha vuelto reacia a vacunarse mentalmente, están volviendo a proliferar.

—¿La tontería esa de las cruces? —murmura la joven al fin tras un largo silencio—. Te juro que yo no he dibujado cruces en mi vida.

—No, eso es un síntoma específico que presentaban los infectados por catolicismo. De hecho, es el síntoma específico que permite diferenciar una enfermedad de la otra sin lugar a dudas.

—¿Entonces qué?

—¿Alguna vez ha dudado de la ciencia? ¿Alguna vez ha creído que hay cosas que la ciencia nunca podrá explicar?

—No, a ver sí, no sé. A ver, la velocidad con la que la ciencia descifra los misterios del universo es increíble, pero no sé, continuamente se montan nuevas y se desmienten viejas hipótesis, pero hay días en los que me pregunto si habrá campos en los que el conocimiento esté construido sobre una mentira que nadie osa derrumbar porque implicaría que alguien importante pierda su sillón, ya sabes. Y además cada vez que se descifra un nuevo misterio surgen más y más preguntas. No estoy del todo segura de que seamos capaces de hallar todas las respuestas algún día. ¿Eso es malo?

"Buena respuesta, pero parece sacada de manual," anoto en mi cuaderno de apuntes.

—Para nada, de hecho, tener una mente crítica y poner en duda viejos paradigmas es uno de los pilares sobre los que se fundamenta la ciencia. Es precisamente la fe ciega la que caracteriza a las EMR, las enfermedades mentales religiosas.

Cambio de opinión. "Posible vulnerabilidad a ser infectada debido a dudas sobre las capacidades del razonamiento lógico científico". Apunto en mi libreta. Me miro lo que he escrito y vuelvo a tacharlo todo. Mierda, no estoy seguro.

—¿Entonces?

—Cuénteme, ha percibido usted algo extraño en su entorno en los últimos meses. Gente que no actúa de forma lógica, que cambia de hábitos, que mantiene conversaciones raras. —Estoy casi seguro de que dirá que no, que se pasa las noches demasiado colocada como para darse cuenta de algo.

—No.

—Pregúntale por un tal Enrique Álvarez —me ordena una voz por el pinganillo.

—¿Qué me puede decir sobre Enrique Álvarez?

—¿Cómo? ¿Mi cuñado? ¿Está enfermo? ¡Joder! Le dije a mi hermana que esas grabaciones de audio que escucha su marido son raras. Ella no está infectada, ¿verdad?

—Me consta que está en observación al igual que usted. No sé nada más. ¿De qué grabaciones estamos hablando?

—¡Joder! Le dije que no era normal que su marido intentara adueñarse de su vida, sabes. Que eso es muy de los años cuarenta, pero ella está encoñada, es su primer emparejamiento, es tan joven y vulnerable, no es consciente de que ese tipo es malo para ella.

—¿Y el tal Enrique se comporta diferente desde que escucha esas grabaciones?

—Sí, no sé, a ver, siempre fue un poco chapado a la antigua, ya me entiendes. Pero, ahora que lo dices, creo que en el último año empeoró, ya me entiendes. Creo que incluso usa violencia física contra mi hermana, un día la vi con moretones en el cuello, otro con un ojo morado. Está ciega, la pobre. No se da cuenta de cómo es, pero yo sí.

—Enrique Álvarez sostiene que las grabaciones que se encontraron en uno de los ordenadores de su casa no son suyos, sino de tu paciente, la señorita Silvia Avilés —me informa la voz de mi pinganillo—. Uno de los dos está mintiendo. Aborta el interrogatorio, vamos a cambiar la estrategia de diagnóstico.

—Entiendo.

—Entonces, ¿puedo irme a casa? —pregunta la joven. Supongo que creía que me dirigía a ella.

—Me temo que aún no, pero no se preocupe, no creo que tardemos mucho en aclarar este asunto. Acuérdese de tomar su medicación, la ayudará a pensar de forma racional.

Recojo mi cuaderno de apuntes y me dirijo a la salida a toda prisa, pero por alguna razón me detengo en la puerta y echo un último vistazo a la joven, parece tan inocente, tan vulnerable. Un pajarillo enjaulado. No, mejor, un pez en aguas extrañas atrapado tras el cristal del plexiglas. Igual que Laia, joder. Nadie diría que podría ser portadora de uno de los virus más mortíferos de la historia, el mismo que contribuyó a desatar la última guerra mundial.

—Señor Martínez, se le espera en la sala quince dentro de diez minutos —me avisa la voz del pinganillo.

¡Mierda! Tengo la imperiosa necesidad de ir al baño y el más próximo está en la otra punta del pabellón. Camino con paso enérgico, lo más rápido posible que puedo sin que parezca que estoy en un apuro ante los ojos de los enfermeros con los que me cruzo. Encima hay cola y, bajo los portones repletos de grafitis y rayadas de las cabinas, rezuma un líquido amarillento de aspecto pegajoso, ¡mierda!

—Llega usted tarde, señor Martínez —me reprocha el jefe de sección delante de una sala repleta de mis colegas cuando al fin estoy de vuelta.

Se escuchan murmullos ahogados. Varios pares de ojos parecen juzgar el sudor de mi frente, saco mi pañuelo e intento limpiármelo con disimulo. Tengo la sensación de que lo que hay ante mí es un nido de avispas que me miran ansiosas por detectar un movimiento en falso. Vuelven a ignorarme. Sus ojos cazadores se clavan en la pared de metacrilato que tenemos enfrente tras la que se pueden observar varios recintos de estudio. En todos hay personas que no parecen conscientes de nuestra presencia. En el recinto más grande situado en el centro se encuentra sentado un tipo alto y fornido de ojos oscuros con los brazos atados a la silla. La piel más clara en su barbilla revela que antes de ser ingresado llevaba una tupida barba, al fin lo reconozco, parece otro sin ella. Es Víctor de Toledo, uno de los primeros diagnosticados con Islam que descubrimos.

Las puertas se abren y enfermeros tapados de pies a cabeza y la cara cubierta por máscaras verdes conducen a varios pacientes a la sala, entre ellos a Silvia Avilés, la mía.

—¿Qué estáis haciendo? —pregunto atónito. —Ese hombre está infectado, es peligroso.

Las avispas zumban molestas por la interrupción.

—Lo sabemos —responde mi jefe—. Somos conscientes del riesgo, pero es la manera más rápida de descubrir con quién ha tenido relación. Estamos ante una posible epidemia.

—¿Pero por qué la traéis a ella? Parece claro que el infectado en su familia es el tal Enrique y tal vez su hermana. Según Linnecker y Ohandi el machismo es tanto un factor de vulnerabilidad ante la infección por EMR como también un síntoma.

—Se le ha interrogado al respecto, sostiene que no es machista, que a su mujer y a él le gustan las prácticas sexuales extremas y desde que su cuñada los descubrió, la tiene tomada contra él. La represión sexual y la condena a las prácticas sexuales de terceros también es un síntoma de las EMR según Van Bergen y Eichling.

—¿Y le creéis? Obviamente está mintiendo para encubrirse.

—No, justo es eso lo que intentamos descubrir. Si el paciente de Toledo reconoce a alguno de ellos, quedará probado quién de los dos miente.

Los zumbidos se extinguen, solo la respiración agitada de varias gargantas interrumpe el silencio de la sala. Tras el metacrilato se han juntado a todos los pacientes en el mismo recinto y los enfermeros se retiran. Por unos tensos segundos, no pasa nada digno de mencionar. De vez en cuando algún paciente dirige una mirada nerviosa al hombre atado sobre la silla del centro y la vuelve a desviar. Nadie se le acerca.

—¿Quién es ese? —pregunta un sujeto joven de piel morena—. ¿Por qué lo tienen así?

Mi paciente le lanza miradas asesinas a un hombre reclinado contra la otra pared de la sala. Sospecho que será el tal Enrique.

Bismi-llāhi r-raḥmāni r-raḥīm —comienza a recitar la figura atada con voz grave.

—¿Qué?

—¿Qué le pasa? —pregunta una anciana con voz aguda—.

—¡Está enfermo!

Varios dedos acusadores señalan hacia la silla. Todos los presentes intentan pegarse contra las paredes más lejanas. Difícil discernir quién lo hace movido por el pánico, quién por disimular.

—Está infectado del Islam ese. ¿Por qué nos han metido aquí con él? ¿Están locos?

—Y la verdad es que locos están los infieles que siguen al Dajjal y se desvían del camino —afirma Víctor de Toledo con los ojos desorbitados—. Pero llegará el día en el que llegue el Mahdi Aleyhisselam y su imperio caerá. Y con él caerán todos los falsos profetas que niegan a Alá e intentan suplantarle. Más nunca sucederán pues Alá es más grande que todos ellos. Y en el juicio final cada uno será juzgado por sus hechos. Al Hamdulilah.

—¡Sacadnos de aquí! —grita alguien—. Sacadnos de aquí —repiten decenas de gargantas histéricas. Otra vez parece imposible discernir quién grita convencido y quién lo hace por pasar desapercibido.

—Abrid los ojos, ¿no creéis que el hecho de usar a otros seres humanos como cobayas es algo verdaderamente diabólico? El diablo ha corrompido a los científicos. Pero no temáis, aún estáis a tiempo para abrazar la verdadera fe. Dios es misericordioso. Cualquier sufrimiento padecido en esta vida por los seguidores del Dios verdadero será recompensado en la siguiente. Mashalah.

Miro a mi alrededor atónito por la situación, pero solo veo a decenas de médicos absorbidos por el espectáculo tras la pantalla, como si de verdad solo hubiera allí objetos de estudio y no seres humanos, tal como sugiere Víctor de Toledo. Un escalofrío me sacude. Me están entrando ganas de vomitar.

—¿Cuánto tiempo tenemos que tenerlos expuestos a su influencia? —El sonido de mi voz parece fuera de lugar en el silencio de la sala—. ¿No existe riesgo de que se contagien?

El riesgo es mínimo si no están contagiados ya, usted debería saberlo —afirma el jefe de sección—. Se sabe que las EMR no se transmiten de golpe, sino que es un proceso gradual. Linnecker sostiene que tal vez se deba a que son varios los virus implicados. Un primer virus que ataca el lóbulo frontal del cerebro y restringe el correcto funcionamiento del pensamiento crítico de forma temporal con lo que el paciente se vuelve susceptible al ataque del segundo virus que provoca daños ya permanentes. El proceso de infección completo varia de un paciente a otro, pero suele tardar entre dos y seis semanas.

—Aun así...

—¿No se da cuenta de la oportunidad histórica que tenemos? Hace años que el estudio de las EMR estaba estancado por falta de pacientes afectados con los que investigar —exclama mi jefe exaltado—. En estos precisos instantes nuestro equipo de microbiología está analizando muestras de sangre del sujeto Víctor de Toledo para intentar identificar el virus responsable de las EMR de una vez por todas. Señores, ¿estáis preparados para entrar en la historia de la ciencia?

—Eso es, ¡haremos historia!

La sala estalla en vítores y aplausos. Mis náuseas continúan. Estoy seguro de que mi tez está blanca como la tiza. Entre el júbilo, mis colegas tardan en darse cuenta de que, tras el metacrilato, Victor de Toledo se ha callado. El resto de los pacientes siguen acurrucados contra las paredes como ovejas que tratan de mantener la mayor distancia posible con el lobo. Al fin el jefe de sección se fija en ellos.

—Sacadlos de allí. Luego que los analistas de vídeos revisen todas las grabaciones de la sala. Buscad señales de reconocimiento de los pacientes hacia el paciente de Toledo; o del paciente de Toledo hacia alguien del resto de los pacientes. Y también cualquier cosa que se salga de lo normal. Quiero los informes mañana a primera hora.


Aún abrumado por todo lo que ha pasado esta tarde, contemplo el espectáculo de luces de la ciudad que se extiende como un mar de candiles a mis pies bajo la ventana del décimo piso en el que reside Jaime, uno de mis colegas de mis tiempos de estudiante universitario. Los suaves acordes de neo-jazz que resuenan por el piso no logran relajarme y por alguna razón cada sorbo de la copa de bourbon que tengo entre manos se empecina en abrasarme el esófago.

—¿Todo bien? —pregunta Jaime a mis espaldas.

—Sí.

—Va, puedo notar cuando estás rumiando sobre algo.

—No es nada, solo una paciente de mi nuevo trabajo —digo. Me callo unos segundos temeroso de meter la pata, pero luego prosigo con cautela—. Se parece a Laia.

—Oh, vaya —la voz de Jaime se pierde entre la melodía melancólica de piano que brota de los altavoces. Lo miro de reojo, pero soy incapaz de descifrar su expresión sombría ante la mención de su hermana. ¿Lo habrá superado al fin? Parece estar distante, encerrado en la burbuja de sus propias emociones—. ¿Qué tiene?

—Mi jefe sospecha que es una de las afectadas por el caso este del EMR, pero creo que se equivoca. Esa mujer está más cuerda que todos nosotros, no le pasa nada.

—Vaya, esa mierda es chunga —susurra Jaime—. ¿Estás seguro de que la estás juzgando de forma racional y que no te están nublando tus emociones?

—Completamente, no se merece estar allí encerrada. Todo el mundo está perdiendo el norte, están tan obsesionados con entrar en la historia que ni se cuestionan la ética de sus métodos. No sé ni lo que estoy haciendo con ellos, no es que las EMR sean mi especialidad.

La música se detiene. En el repentino silencio se escucha borboteo del bourbon al ser absorbido por nuestras gargantas.

—Bueno, hoy en día no son la especialidad de nadie, hace tiempo que nadie escoge esa rama de la medicina por el hecho de que no hay casos. Las enfermedades extinguidas no nos dan de comer. Pero ahora entiendo por qué me has venido a ver después de tanto tiempo. Eh, pillín. No es por Laia. Es porque te has acordado de mi trabajo de historia de la medicina de tercero de carrera. El con el que saqué matrícula.

—Sí —reconozco—. No entiendo cómo es que no te han llamado para consultarte, debes ser de los médicos en activo que más sepan sobre el tema.

—Ya, bueno, quizá quieran quedarse la gloria de posibles nuevos descubrimientos para ellos, no hay nada como que tu nombre quede eclipsado por el de tu colega. Ya sabes.

—¿Eichmann y Pirizola? Así es la vida. —Me encojo de hombros.

—Exacto, ¿quién es Pirizola?

Fuerzo una sonrisa.

—Entonces, vas a ayudarme o no.

—Qué remedio, ¿de qué EMR se trata?

—Islam.

Se escucha un silbido.

—Jugoso, ese tiene mala fama.

Ya..., tengo entendido que hay varias cepas.

—Sí... En realidad, hay varias cepas de cualquier EMR, la mayoría bastante inofensivas. Hubo una época antes de la tercera guerra mundial en la que la mayoría de la población estaba infectada por alguna de ellas. De vez en cuando surgía una cepa más chunga, como la variación esa que provocaba las llamadas cruzadas del catolicismo. El caso es que provocaban actitudes temerarias en los afectados con lo que tarde o temprano se extinguían por ellos mismos y la cepa con ellos, claro.

—Interesante.

—Sí. Hasta finales del siglo XX ni siquiera se consideraba una enfermedad. Luego apareció en escena un joven llamado Linnecker.

—Dicen que fue capaz de aislar el virus responsable, ¿verdad?

—Sí. El problema es que estaban en plena guerra fría entre el imperio de los Estados Unidos Americanos y los soviéticos. Y bueno, lo que pasó exactamente no está claro, pero se dice que la CIA se interesó por sus investigaciones y le proporcionó financiación para proseguirlas. Pero, en vez de buscar una cura, lo que hicieron fue crear una cepa modificada justamente de la cepa del Islam con el fin de crear un ejército de soldados lunáticos que desestabilizara zonas controladas por los soviéticos sin levantar sospechas. El primer experimento a gran escala se llevó a cabo en las regiones montañosas del Afganistán allá a finales de los ochenta del siglo pasado. Y bueno, fue un éxito.

—Espera, ¿en Afganistán? —En mi cabeza empiezan a encajar algunas piezas de un rompecabezas que lleva años pendiente de ser resuelto.

—Sí. Ya sabes que los Soviéticos cayeron poco después. El caso es que nadie se aseguró de realizar un seguimiento adecuado de la proliferación de la cepa y el experimento se les acabó yendo de las manos. Y así nació la famosa enfermedad de los extremistas islámicos.

—Vaya. Los que desataron la tercera guerra mundial en los años veinte.

—Exacto. Se dice que Linnecker se dio cuenta de su error y desarrolló la famosa cura por la que lo mencionaron al Nobel por segunda vez en 2028, pero por desgracia toda su investigación desapareció junto con él cuando estallaron las bombas atómicas de Denver y Washington DC. Se ha intentado recomponer sus hallazgos a partir de los retazos sueltos que han quedado por ahí, pero hay muchísimas lagunas. Nadie ha logrado volver a aislar el Virus responsable y ante la falta de tratamientos eficaces se optó por aislar a todos los afectados en centros de internamiento especializados hasta que el último de ellos se murió de viejo. O eso se creía hasta hace unas semanas, claro.

Siento el frío cristal de la ventana sobre la nuca. Debí apoyarme contra ella en algún instante mientras estaba distraído.

—De hecho, parece ciencia ficción tal como lo cuentas. ¿Qué pruebas hay de que realmente el causante de la enfermedad fuera un virus?

Jaime toma otro sorbo de su vaso y se frota la sien.

—Archivos históricos más que nada. Además, ya sabes que Linnecker fue uno de los microbiólogos más brillantes de la historia. Pocos se atreven a ponerle en duda. —Vuelve a tomar otro sorbo de su bourbon—. Aunque, ahora que pienso, no eres el primero en preguntárselo. Hubo un tío, un tal Keldermann. No era un científico de verdad, sino antropólogo, creo. O tal vez psicólogo, no me acuerdo. Sostenía que todo era un montaje de Linnecker para volver a llevarse otro Nobel. Pero vamos, acabó un poco mal de la olla el Keldermann ese. Decía cosas tan disparatadas como que la fe ciega en la ciencia moderna puede ser tan irracional y peligrosa como la fe religiosa. Y cosas por el estilo.

—Vaya.


He vuelto a mi piso y estoy deambulando por internet en busca de más información. El aire acondicionado chirría sobre mi cabeza y siento el pelo suave de mi gata que se acurruca entre mis piernas. Vuelvo a reproducir el mismo archivo de audio que encontré hace un rato por enésima vez.

"Entonces usted sigue sosteniendo que el descubrimiento del virus de las enfermedades mentales religiosas es una farsa."

La primera voz es claramente de mujer, en mi mente tiene veinte años y se parece a Laia, o a Silvia Avilés, tal vez.

"Absolutamente, parece mentira que hasta ahora no se haya cuestionado seriamente que hay algo extraño en el hecho de que, tras cinco años de investigaciones con miles de pacientes, nadie haya sido capaz de volver a aislarlo. Es claramente un montaje para desacreditar a ciertos sectores políticos y líderes sociales, ¿no le parece?"

"Algo extraño sí es, desde luego, pero también es cierto que mucho se perdió en la guerra."

"Uff, ni se lo imagina, por perder, se podría decir que muchos hasta perdieron el juicio."

"Tengo entendido que usted tiene una visión poco ortodoxa sobre los fenómenos religiosos, señor Keldermann."

"Sí, verás, lo chocante es que hoy en día incluso se hable de ciencia ortodoxa cuando históricamente una de las cosas que ha servido para distinguir a lo que es religión de lo que es ciencia es precisamente que esta última se ha caracterizado por cuestionarse a sí misma continuamente. En la ciencia nunca existen verdades absolutas, se establecen hipótesis y modelos capaces de reproducirse y dar una explicación a un fenómeno que se aceptan como válidos hasta que llega alguien capaz de demostrar que están equivocados y de proporcionar una explicación mejor que rellene aquellos huecos que con los conocimientos anteriores no se llegaban a explicar. Se podría afirmar que cuando la ciencia se olvida de esto y empieza a establecer prácticas por pura tradición, deja de ser ciencia y se convierte en religión."

"Entonces, ¿todos los religiosos fueron un día científicos?"

"Sí y no, en el fondo nacen de lo mismo, de la curiosidad propia de nuestra especie. La necesidad humana de intentar explicarse aquello que no comprende. La diferencia es que antiguamente se desconocía tanto que las conclusiones a las que se llegaba se impregnaban de misticismo, lo que no se podía explicar era algo sobrenatural, divino. Proliferaban aquellas historias cuyos inventores tenían mayor capacidad de sugestionar a otra gente. Con el tiempo la mitología se fue afinando hasta derivar en la ciencia moderna, claro está, pero ello no significa que dejar caer el conocimiento de las religiones antiguas en el olvido sea una tragedia. Tienen un valor cultural enorme, nos acompañaron durante siglos y forjaron nuestra manera de pensar actual. A pesar de que hoy en día hayamos aprendido a afinar nuestras teorías a grados insospechados hace pocos siglos, las religiones forman parte de nuestra historia."

"Me ha llamado la atención eso que dijo usted sobre la sugestión. ¿Diría usted entonces que las religiones se expanden mediante ese mecanismo y no debido a una infección vírica?"

"Absolutamente. Verás, es más un fenómeno psicológico y social que algo biológico. Se podría decir que los últimos avances en biología y medicina han distorsionado nuestra visión de la realidad. Subestimamos la influencia de la educación, del arte, y de todo aquello que nace fruto de las relaciones interpersonales, la imaginación individual, colectiva, de las emociones. Nos hemos vuelto tan racionales, que hemos empezado a actuar de forma irracional."

Contemplo en silencio las penumbras de mi habitación durante varios minutos hasta que mi gata vuelve a hacer notar su presencia entre mis piernas con un ronroneo.

—Vaya.

Me dirijo a la cocina en busca de un vaso de agua con la minina pegada a los talones, luego regreso ante la pantalla titilante de mi ordenador. La noche acaba de empezar.

Tras mi cortina semicorrida se comienza a iluminar el horizonte. ¡Mierda! Hoy tengo turno por la mañana.

Recorro los pasillos del hospital con paso apresurado en busca del jefe de sección. Otra vez apenas he dormido, otra vez tengo jaqueca, pero me siento vivo por primera vez en mucho tiempo. Al fin lo descubro saliendo de una sala.

—¡Doctor García! ¡Eh! ¡Doctor! —Me da la espalda y comienza a caminar pasillo arriba aparentando no haberme escuchado—. ¡Eh! ¡Doctor García! ¡Espere! Sé que mi paciente está sana, ¡tengo pruebas!

Al fin se detiene y se gira.

—¿Martínez? ¿Qué hace él aún aquí?

Uno de los asistentes que lo acompañan encoge los hombros. Doy otro paso en su dirección, ya casi estoy a su altura. Pero antes de lograr dar otro paso más siento algo caliente en el cuello y las figuras ante mí se difuminan, sus sombras bailan bajo la luz de los ventanales hasta que mis piernas se derriten como la mantequilla, siento como colapso y todo a mi alrededor desaparece en la oscuridad.

Me despierto ante la conocida pared de metacrilato de una de las salas de cuarentena. me incorporo de golpe asustado y confuso. ¿Estaba tan cansado que me dormí en el trabajo?¿Ya es hora de seguir con los interrogatorios? La luz de un foco que me apunta a la cara es tan brillante que todos los contornos de mis alrededores se funden con el blanco aséptico de las paredes. Algo está mal. Ante mi vista perezosa cobra forma un cuaderno de apuntes sobre una mesita al otro lado de la barrera transparente. ¿Por qué estoy en el lado de los pacientes?

—Lo siento señor Martínez —brama alguien en los altavoces. Pego un vistazo a la sala, nadie a la vista al otro lado, pero he reconocido la voz, es mi jefe—. Me temo que ha resultado usted infectado de Islam por el contacto con la señora Avilés.

—¿Qué?

—En breve llegará su terapeuta a diagnosticar el alcance de su enfermedad y diseñar el mejor tratamiento que podamos ofrecerle. Me parece que ya se conocen. Tiene usted suerte.

Espera, ¿qué?

Contemplo como la puerta del pasillo se abre. Sí que conozco al que entra, si acabo de beber bourbon con él anoche, es Jaime.

—¿Qué haces tú aquí?

—Hola Arturo, también me alegro de verte —me dirige una sonrisa torcida mientras me guiña el ojo izquierdo.

—¿Cómo?

—Tenías razón al decir que era raro que a nadie se le hubiera ocurrido contar conmigo para esta investigación. De hecho, llevo aquí desde el principio y soy uno de los investigadores principales. Entre otras cosas me encargo de supervisar al personal para descubrir y tratar posibles contagios antes de que sea demasiado tarde. Además, ¿cómo crees que acabaste asignado a Silvia Avilés? ¿No te parece que tiene un parecido sorprendente con alguien que tú y yo conocíamos muy bien?

Algo en mi cabeza hace clic.

—Es por ella, verdad, por Laia. Tú y yo sabemos que todo esto del virus religioso es una farsa enorme —Otra sonrisa torcida—. Estás, estás loco.

—Bingo. Será una farsa, pero la investigación tiene una asignación económica enorme, y como puede tirarse años sin llegar a nada, tengo media vida laboral resuelta, matar dos pájaros de un tiro, lo llamo yo.

Golpeo el plástico transparente con ambos puños.

—¡Eh! ¡Eh! ¿Lo habéis escuchado? —Sobre la superficie de plástico inmaculado se dibuja un borrón oscuro. Un hilillo de sangre brota de mis nudillos y recorre el dorso de mi mano derecha—. ¡Ese hombre está loco! Aún cree que tengo la culpa de la muerte de su hermana. ¡Es un psicópata!

En los altavoces reina el silencio, solo me acompaña la sonrisa del lunático tras el metacrilato.

—¿Te crees que soy tonto? He apagado las cámaras y la cinta de grabación. Solo estamos tú y yo, amigo. Será nuestro secreto. —Contemplo impotente como toca un botón y el metacrilato comienza a opacarse—. Hasta pronto.

Vuelvo a golpear los puños contra la pared ahora oscura, con furia, ignorando el dolor.

—¡Eh! ¡eh! ¡Sacadme de aquí! ¡Estoy sano! ¡Joder! ¡Estoy sano!

Mis piernas parecen convertirse en mantequilla que se derrite en el calor artificial de la sala hasta que colapso y quedo tendido sobre el suelo blanco, aséptico e inmaculado.

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