CAPÍTULO 5: EL REINO DEL ESCORPIÓN



CAPÍTULO 5: EL REINO DEL ESCORPIÓN

"The lunatic is on the grass

The lunatic is on the grass

Remembering games and daisy chains and laughs

Got to keep the loonies on the path

The lunatic is in the hall

The lunatics are in my hall

The paper holds their folded faces to the floor

And every day the paperboy brings more

And if the dam breaks open many years too soon

And if there is no room upon the hill

And if your head explodes with dark forebodings too

I'll see you on the dark side of the moon."

Pink Floyd, "Brain Damage".

"The supreme trick of mass insanity is that it persuades you that the only abnormal person is the one who refuses to join in the madness of others, the one who tries vainly to resist. We will never understand totalitarianism if we do not understand that people rarely have the strength to be uncommon."

Eugene Ionesco.


STERN

David sonrió.

Recordaba una película de Mel Brooks que había visto hace mucho tiempo, en otra vida. "¡Es bueno ser el rey!", decía el personaje de la cinta, mientras una mujer se le ofrecía.

Y sí, era bueno ser el rey. O el Capitán, en su caso. Cualquier posición de poder estaba bien, de hecho. Pero no siempre había sido así. Su cuerpo tembló involuntariamente mientras otro recuerdo lo asaltó.


DAVID

Otra noche más en aquel maldito agujero. Otro día de desesperante rutina. De sonreír como un imbécil mientras gente mediocre le pedía cosas que no necesitaban, para cubrir la angustia de su propia mediocridad. David los odiaba, sí. Y muchas veces había pensado en tomar aquel viejo rifle que había encontrado en la basura cuando era joven y descargar sus frustraciones con el público en general. Lo único que lo detenía era la certeza de que si lo hacía, nunca llegaría al cielo. Nunca volvería a ver a Liz, su esposa.

Un cáncer había logrado en un par de meses lo que varios jóvenes nunca pudieron en varios años: quitarla de su lado. Y cuando Liz se fue, no lo había dejado sólo. Mucho peor. Lo había dejado con el niño.

Había nacido para ser muchas cosas: piloto de pruebas, corredor de autos, soldado de élite. En cambio, ahora tenía una casa que se caía a pedazos, un trabajo que apenas alcanzaba para pagar la hipoteca y aquella máquina de devorarle la vida, el niño. Había días en que se decía que el mocoso era su cruz, el castigo que el Señor le había dado por aquella vez que había llegado a su casa con varias copas de más y había descargado sus frustraciones en la pobre Liz. No mucho después ella había quedado embarazada. Y exactamente tres años después de aquella paliza le diagnosticaron la maldita enfermedad. "Si el demonio tomase una forma corpórea, sin dudas sería un tumor", le había dicho una anciana decrépita con la que compartió brevemente una sala de espera, mientras Liz estaba en el quirófano. "Amén, señora", respondió él, ausente. Y sin embargo aquella afirmación se había tatuado en su cerebro. Así que había asumido la obligación de criar a su hijo como lo que era: un castigo de Dios, como lo había sido el trabajo para Adán.

Comenzó a ir a la iglesia, cada vez más seguido. Y a llevar al mocoso, que pronto fue un púber. Y más tarde un adolescente, con todos los problemas que un hijo adolescente significaba: sus inútiles intentos de rebeldía, sus blasfemias al hablar, pero sobre todo sus amistades.

El chico era golpeado habitualmente en el colegio. Era comprensible, eso era parte de la carga de mantenerse activo en su fe, los impuros de corazón siempre lastimaban y se reían de aquellos con un espíritu más elevado. En cierta forma, David celebraba que esto sucediera. "Esto te hará más fuerte, es la prueba que Dios ha puesto en tu camino", solía decirle, cuando llegaba a la casa con algún golpe y los ojos llorosos. Hasta que algo cambió. No podía darse cuenta exactamente qué, pero algo comenzó a ser distinto. Su hijo parecía más alegre, o al menos tranquilo. No supo qué era hasta un Domingo, después de misa. David conversaba con sus compañeros de congregación cuando descubrió al chico charlando alegremente con un muchacho unos años más grande que él. Un joven bastante desarrapado, de cabello largo y unos pocos vellos en el mentón, pretendiendo ser una barba. Su hijo sonreía. ¡Sonreía junto a aquel joven! ¡Algo andaba mal!

Se acercó, disimulando su alarma. Había aprendido, en su juventud, que la mejor manera de cazar una presa era simulando tranquilidad.

— ¿Hijo? ¿Quién es tu amigo?

El peligroso pelilargo interrumpió su charla y lo miró, sonriendo. Una sonrisa pacífica, cautivadora y alarmante.

— ¡Papá! —La sonrisa se le borró del rostro, reemplazada por su nerviosismo habitual. Eso estaba mejor. — ¡Este es un amigo de la escuela! Es unos años más grande que yo, pero conectamos en seguida. ¡Vino a la iglesia porque lo invité!— Dijo esto último con inusual orgullo.

— ¡Qué bien, qué bien!— Exclamó David ocultando su preocupación. — ¿Así que... "conectaron" rápidamente? — Algo en el rostro de aquel neo hippie delató un atisbo de alerta, lo que era bueno también.

— ¡Sí! ¡Él me protegió de unos chicos de tercero que querían golpearme!— David ya no pudo ocultar sus sentimientos. ¡Aquello era catastrófico! Entonces el miserable habló.

— ¡Perdón por los modales, señor Parrish!— Extendió la mano, presentándose— Me llamo Dave. David Stern.

— ¿Has visto, papá? ¡Se llama como tú! ¿No es eso una señal de Dios?— David forzó una sonrisa.

— ¡Ya lo creo que sí, Mike!— Fulminó al joven con una mirada. — ¡Ya lo creo que sí!


NOELIA

De camino hacia el buffet, después de un turno en el timón, Noelia escuchó por los altavoces a Enrique anunciando una nueva misa. Obligatoria para los oficiales superiores como ella. Esta vez, con motivo de rezar por el pronto hallazgo del Planeta Paraíso. Suspiró, agotada. Odiaba aquella pasta verde azulada, pero así y todo era mejor que aquel lavado de cerebro colectivo. Se encontró con Raúl, quien por momentos había llegado a creer que había algo de verdad en lo que el Capitán Stern predicaba. Éste le comentó que comenzaba a tener sus dudas.

—El Movimiento ha crecido mucho en muy poco tiempo— había observado el Ingeniero una tarde, mientras caminaban hacia el mirador— y eso me parece sospechoso. No me gusta cuando una creencia suma adeptos tan rápido. Es lo que pasó con el nazismo.

Ella quiso discutirle que no le parecía tan importante la velocidad a la que crecía una idea, sino más bien las connotaciones que dicha idea podía tener en una comunidad en caso de convertirse en la ideología dominante. Por ejemplo, a partir del crecimiento en el número de adeptos al culto de Stern, se notaba una atmósfera bastante lúgubre en la nave. Quizás algo de música alegrara un poco las cosas, entre discurso y discurso del Capitán. Tendría que hablarlo con Quique, para ver qué le parecía la idea.

— ¿Cómo están las cosas por la Sala de motores?—, había preguntado, intentando cambiar de tema. Raúl torció la boca y murmuró:

—Mejor que en el Puente, eso seguro. Claro que aunque no tengo que soportar a Stern casi todos los días, debo tolerar a sus seguidores. ¡No sé qué es peor!

Ella sonrió con tristeza.

—Es peor Stern, créeme. ¡No termino de entender qué está queriendo hacer, Raulo! ¡Primero nos hace alejar del único espacio mapeado que tenemos! ¡Después le ordenó a Quique apagar los dispositivos SETI! ¿Qué quiere hacer? ¿Se está escapando de algo, o qué?

Los ojos del Ingeniero brillaron con picardía. Noelia conocía aquel brillo, estaba por hacer una broma. Mal que le pesara, casi siempre tenía éxito.

— ¡Vamos, Noe! ¡Lo que a tí te molesta es que aún no te ha aprobado tu nuevo zodíaco!

Ella dejó de caminar. Abrió la boca involuntariamente, una "O" mayúscula en su rostro.

— ¿Y vos cómo sabías eso?

Él la miró, como evaluando si contarle algo o no. Finalmente asintió para sí mismo. Miró a su alrededor, para asegurarse de que estuvieran ellos dos solos.

—Cuando subimos a la nave, allá en la Tierra, no sólo me dieron conocimientos de ingeniería espacial, informática súper avanzada y mecánica de motores FTL. ¡También se me desbloquearon habilidades telepáticas! ¡Puedo leer los pensamientos de todos!— Noelia casi se cae al piso de la impresión. Su amigo agregó— ¡Sé lo que está pensando Stern, por ejemplo! ¡Por qué hace lo que está haciendo!

Y dejó de hablar, misterioso. Ella se quedó esperando la continuación de la frase, pero ésta no llegaba. Finalmente perdió la paciencia.

— ¿Entonces?— Raúl la miró sin comprender— ¿Qué quiere hacer el Capitán?—, casi gritó. Raúl la observó, evaluando una vez más si debía seguir hablando. El brillo en sus ojos lo delató medio segundo antes de que comenzara a hablar.

— ¡Está buscando el mejor ceviche del universo!

Ambos rieron. Aquellas risas, fueron una cantimplora de agua helada en medio del desierto. Un bienvenido alivio.

— ¡Qué salame, nene!— exclamó, mientras le golpeaba el hombro. Luego se quedó pensando. — No, en serio, ¿cómo sabías que estoy diseñando un nuevo zodíaco?

Raúl respondió con una amplia sonrisa, de esas que muestran todos los dientes y parte del alma.

—Me lo has comentado hace unas semanas, mientras almorzábamos. ¿No recuerdas?— Noelia miró hacia arriba, intentando hacer memoria.

— ¡Tenés razón! ¡Qué naba! ¡Tengo que bajar un cambio!— su amigo asintió— ¡No es fácil compartir buena parte del día en la misma habitación que el Capitán! ¡Encima Quique está re raro últimamente!

Y le contó cómo su único compinche en el puente de mando últimamente evitaba aquellas miradas cómplices cada vez que Stern tomaba una decisión extraña. Incluso Culbert parecía haber perdido parte de lo que lo hacía él mismo. Como si todo el tiempo estuviera inseguro o dudando acerca de algo.

—O de alguien, — teorizó el Jefe de Ingeniería.

—O de sí mismo, — finalizó la responsable de Navegación. Raúl asintió repetidas veces, sopesando lo que había dicho su amiga.

— ¡Buen punto!

Y fue lo último que dijeron al respecto. Ya estaban demasiado cerca de la misa y era imprudente seguir hablando libremente.


DAVID

El nuevo amigo de su hijo era el muchacho perfecto: tenía buenos tratos, una sonrisa compradora y lo más importante, desde que se habían hecho amigos, el chico no faltaba nunca a misa. Incluso se lo notaba ansioso por llegar a la Iglesia, cada Domingo. Aquel joven andrajoso había logrado lo que ningún pastor había conseguido. Los padres y madres de la congregación lo felicitaban por haberlo sumado al rebaño, como si la amistad entre su hijo y aquel tipo fuese un logro suyo.

Y sin embargo había algo en aquel muchacho que no le gustaba. No le gustaba nada. Y lo que le mataba era que no podía precisar qué era.

De haber sido alguien que tenía por costumbre desahogarse con un terapeuta, un confidente o incluso el pastor de su iglesia, le habrían dicho que quizá la relación entre su hijo y aquel amigo representaba para él el perder su posición como figura paterna, o ejemplo a seguir. Le habrían recomendado dejar que su hijo siguiera el ciclo natural de crecimiento, aunque sin dejar de estar atento a cualquier influencia que no cayera dentro del consentimiento del chico. Pero David no era esa clase de personas. David incluso despreciaba en silencio a aquel tipo de personas. Lo que hacía David cuando se sentía abrumado por las cosas que la vida le tiraba encima, era ir a hablar con Molly. Porque a Molly podía contarle cualquier problema, pagarle por aquella hora que pasaran juntos, y después de hablar pasaban un buen momento en la cama. Y para él no había loquero en todo el universo que pudiera superar aquello.

Así, cuando él desnudó sus inseguridades y miedos, el consejo de Molly fue breve y directo:

—Si algo no te gusta de cómo se está portando el chico, dale una buena paliza, David. Después de todo, eres su dueño hasta que cumpla dieciocho. ¿Tengo razón?

Tenía razón.

Aquella noche, el chico llegó media hora más tarde a casa. Le estaba dando la excusa perfecta para demostrarle quién era el que mandaba allí.

—Llegas tarde, — dijo, intentando sonar lo más neutro posible. La idea era que el primer golpe lo tomase por sorpresa.

— ¡Perdón, pá! Estuvimos hablando de la tarea que nos dieron en la iglesia el Domingo y se nos pasó el tiempo. ¡Por suerte Dave...

El ataque llegó inesperadamente, como él quería: un jab algo errático, por culpa del alcohol, pero efectivo. El chico terminó sentado en el piso, con cara de estúpido, completamente sorprendido por su reacción.

— ¡Sabes por qué fue eso! ¿No es así?— su hijo lo miró, desde allí abajo. La sorpresa se había convertido en estupor. El estupor se estaba transformando lentamente en miedo. ¡Sí, así era como quería que fueran las cosas!— ¡No lo sabes! ¡Por supuesto que no lo sabes! ¡Estás tan... enamorado de tu novio "Dave", que olvidas lo que se te pide! ¿O no recuerdas cuando te pedí esta mañana que vinieras temprano para organizar la casa?— Era mentira, por supuesto. Nunca le había dicho nada de eso. Y funcionó. El chico buscó algún atisbo de recuerdo de lo hablado aquella mañana, sin éxito. Tuvo que esforzarse para no sonreír.

— ¡P... perdón, pá! ¡Lo olvidé por completo!— ¿Cómo podía semejante pelele ser su hijo?, pensó. Se levantó de la silla, volteando la mesa. Un estruendo a platos quebrados y vasos estallando se mezcló con los hipos y sollozos del chico.

— ¡Castigado! ¡Un mes sin salir de la casa! ¡Ni siquiera a la iglesia!— Se agachó hasta tener su cara a pocos centímetros de la de su hijo— ¡Y no quiero volver a oírte hablar de "Dave"! ¿Está claro?

No se quedó a escuchar la respuesta. Se levantó y se encaminó hacia su cuarto. Antes de irse, tomó una foto familiar de la pared y la arrojó al piso. Sin voltearse a mirarlo, ordenó:

— ¡Y cuando dejes de llorar como un bebé, limpia éste chiquero!— y se fue dando un portazo.

Minutos después, mientras miraba la repetición de un partido en la tele de su cuarto, escuchó el ruido de la mesa volviendo a su posición original y pensó: "¡Es bueno ser padre!".


CULBERT

¿Qué es lo que nos define? ¿Nuestras acciones, nuestras reacciones, o aquello que los demás piensan de nosotros? ¿O un poco de cada una de esas cosas? ¿O ninguna?

Cuando Benjamin se sentía sobrepasado por los problemas cotidianos, acudía a los problemas filosóficos para distraer la mente. Una vez, hacía muchos años, había pasado literalmente semanas debatiendo consigo mismo las reflexiones de Kierkegaard sobre la ética y su relación con la toma de decisiones sólo para evitar pensar que una novia lo estaba engañando y él la había descubierto sólo deduciendo las pruebas que ella había dejado.

Pero ahora era peor. Ahora comenzaba a cuestionarse no sólo su antigua fe sino también la rapidez con que la había abandonado. Aunque por otro lado, seguía admitiéndose a sí mismo que había que considerar el tema de que Stern ciertamente había predicho la llegada del Arca.

—Bien, tienes razón en eso, Ben—le dijo Culbert-el-Racional, aquella parte de sí mismo que generalmente iba al volante allá en la Tierra, pero ahora disfrutaba de su jubilación en el exilio— ¿Sabes en qué más tienes razón? ¡En nada más!

Benjamin-el-Neutro, aquel punto intermedio que siempre cuestionaba a sus dos mitades, se sorprendió al oír esto.

— ¿Qué quieres decir?

Y entró en acción Culbert-el-Creyente, aquel que había pasado toda su vida en la Tierra leyendo la Biblia y odiando a aquellos que se burlaban de sus enseñanzas y toda su vida en el espacio creyendo a ciegas en aquel tipo al que había odiado durante su vida en la Tierra.

—Quiere decir que, si dejamos de lado el hecho de la aparición de ésta nave, poco más ha sido lo que ha cambiado de Stern. ¿No te parece?

En verdad seguían aflorando en el auto proclamado Capitán de la nave costumbres y situaciones cuando menos dudosas, como la muerte de Tomás, o el testimonio de Diana. O el auto proclamarse Capitán de la nave. Y su deber como investigador siempre había sido el permanecer escéptico. Dudar de ambas versiones, la de la doctora y la de Stern. Y ahí había fallado. Había permitido que su fe fuera más fuerte que su razón.

—La fe debe permitirte refugiarte en ella cuando los problemas del mundo te agobian, pero si por obedecerla permites que aquellos problemas dañen a otros, hay algo que no estás haciendo bien.

Culbert-el-Racional tenía razón, como siempre. Y por eso era la parte que había llevado la voz de mando la mayor parte de su vida.

—Todos cometemos errores en nuestro breve paso por la existencia. Y cuando miramos hacia atrás y nos vemos a nosotros mismos como estúpidos... ahí es cuando nos damos cuenta de que aquella decisión estuvo mal. — Era Benjamin-el-Neutro quien le hablaba ahora, con la impersonal voz de una grabación de mensaje de espera. ¡Y también tenía razón!

Pero entonces, ¿Qué hacer?

Despertó sabiendo la respuesta. Debía hacer lo mismo que había hecho toda su vida.

Dudar. Dudar e investigar.

Poco después se encontró con el Capitán. Era aquel momento en que se reunían para tratar los temas de Seguridad. Culbert le daba su reporte y Stern le indicaba qué debía hacer. Al terminar, decidió poner en marcha su nuevo plan. Se le acercó a hablar.

—Agente, si tiene que ver con algo que no haya estado en el reporte, no me interesa. Ya tenemos todo cubierto, creo yo.

—No es sobre eso, señor. Es otra cosa. Sin relación a mis funciones aquí. — Stern lo miró, intrigado. Le indicó con un gesto de su mano que continuara. Culbert suspiró, juntando valor. Y habló. — ¿Me está castigando, señor? ¿Por mi falta de fe en nuestro pasado?

Stern inclinó la cabeza, algo afligido. Todos sus gestos estaban ensayados, pensó Culbert. Ni el más ínfimo movimiento de una ceja era dejado al azar. O quizás no. Quizás realmente lo estaba engañando. O realmente se había redimido. Ése era el punto de aquel plan. Descubrir el verdadero rostro de aquel hombre.

— ¿Y por qué voy a castigarte, mi fiel discípulo? ¡Si en mi ausencia has cuidado de mi rebaño como si lo hubiera hecho yo! ¡Y hasta permitiste que Valeria y Mike continuaran evangelizando a aquellos que aún no confiaban en mí! —Culbert bajó la mirada — ¡Incluso encerraste a esa doctora! ¡Elegiste creer en mi palabra por sobre la suya!

—Eso fue fácil. Usted predijo la llegada de esta nave. Ella sólo quiere sabotearla. — aquella frase contenía una amalgama de cincuenta por ciento verdad y cincuenta por ciento mentira con respecto a lo que creía sobre aquel asunto.

Stern sonrió. Una sonrisa bonachona, no una malvada. Una sonrisa de Papa.

— Es verdad. Es verdad. — Murmuró Stern, meditando sus palabras.

— ¿Entonces por qué me mantiene al margen? ¿Por qué no formo parte de su círculo de confianza? ¿Por qué no puedo rezar junto a ustedes, salvo en las misas? Que dicho sea de paso, son obligatorias para todos los oficiales, así que tendría que ir aún si no creyera en usted?

Stern lo miró. Luego lo observó. Finalmente lo estudió. Recién entonces respondió:

— Tenemos una historia, tú y yo. Y no es precisamente "Stand by me". Hemos recorrido un largo camino. — Arrastró las sílabas, para alargar la palabra: "laaaargo", mientras hacía uno de sus famosos ademanes de mago de feria. — Y no lo recorrimos exactamente en el mismo carril, salvo en aquella persecución, en Wako, ¿recuerdas?

Culbert bajó la mirada, avergonzado.

—Era otra vida. Otra persona. ¡Otras creencias!

— ¿Y así como si nada decidiste creerme? ¿Sólo porque una nave espacial apareció donde yo dije que iba a hacerlo?

Culbert no podía subir la mirada. Sentía vergüenza, ¿Pero de qué? ¿De haber cambiado su paradigma de fe tan rápido, apenas había subido a aquella nave? ¿O de cuestionar, sospechar e intentar engañar al Profeta elegido por el Señor? Por primera vez en su vida, no supo qué responderse. Así que decidió admitir al menos una verdad ante Stern:

— ¡Sí! — Comenzó a temblar. Sentía el ardor en su garganta de la angustia reprimida. — ¡Cambié mis creencias de toda la vida por aquellas que consideraba blasfemias apenas vi que tenías razón! ¡Necesité ver para creer, como Santo Tomás!

El rostro de Stern perdió por un segundo la compostura al oír aquel nombre.

— ¿Tomás? — murmuró. Luego entendió la referencia y carraspeó, intentando disimular. — Me has dado bastante en qué pensar, Agente. ¿Quieres venir a nuestras reuniones? ¡Bien! ¡Ven a nuestras reuniones! — Su tono cambió, se puso mortalmente serio. Le apuntó con el dedo índice y agregó — ¡Pero deberás llevar puesta la túnica! ¡Al menos en las reuniones! ¡Y si llego a descubrir que éste es otro de tus planes para desconfiar de mí y sembrar la duda entre mis fieles...!

No terminó la frase. Simplemente se marchó, dejándolo solo.

Solo, junto a sus dudas.


DAVID

Algo le preocupaba en la actitud de su hijo. Hacía varios meses que le había prohibido seguir viendo a su amigo. Esperaba algún reproche, un acto de rebeldía o al menos verlo hundido en una densa depresión. Dios sabía que así había reaccionado él cuando su padre le había hecho lo mismo, años atrás. Pero aquel chico... ¡Aquel chico era una ameba! Llegaba del colegio, para ponerse a hacer sus tareas y luego a mirar televisión. Los Domingos se levantaba temprano y preparaba el desayuno para los dos, y antes de que él se marchara a la Iglesia, se sentaba en el sillón a leer un libro sobre las vidas de los santos. Cuando le preguntó por qué lo hacía, le dijo que "no quería atrasarse en la escuela dominical", y que cuando él se lo permitiera, regresaría a la iglesia con gusto.

¡Su hijo era un imbécil! ¡Un imbécil sin carácter! ¡Hubiera estado orgulloso si el chico se hubiera escapado! ¡Y más todavía si hubiese intentado enfrentarlo! ¡Y ni hablar si lo buscara para golpearlo! ¡Una buena pelea padre-hijo como corresponde! Pero no. Aquel chico era una oveja. ¿A quién saldría así? ¿A su madre? Probablemente. Aquellas eran actitudes típicamente femeninas.

Aquel Domingo casi no se aguantó las ganas de golpearlo. Las tostadas le habían salido algo quemadas en los bordes, lo que le daba la excusa perfecta para demostrarle quién era el hombre de la casa. De comprobar si tenía agallas. Pero algo lo detuvo: el pensamiento de llegar a la Iglesia con los nudillos lastimados, las miradas acusatorias de la congregación, los murmullos de los miserables. Así que lo dejó ser. Y aquel Domingo, como cualquier otro, después de terminar su desayuno se marchó a misa.

Pero casi llegando a la iglesia tropezó con unas piedras que había al costado del camino y se cayó. Había llovido la noche anterior y la banquina estaba llena de charcos. David cayó en uno de ellos, arruinando su ropa. ¡No podía mostrarse en público así, pareciendo una especie de monstruo del pantano! Así que volvió a su casa, corriendo. Corriendo, embarrado y furioso.

Al abrir la puerta escuchó risas. Risas de adolescentes. En plural. ¡Y música! Venían del cuarto de su hijo. Caminó sigiloso hasta allí, manchando la alfombra y los sillones con el barro que tenía pegado en sus zapatos y ropas.

Abrió la puerta de una patada. Y allí estaban. Su hijo y aquel mequetrefe pelilargo de sonrisa amable. Sentados en el piso, mirando revistas pornográficas. Aquello fue más de lo que pudo soportar. Dejó que aquella furia que venía conteniendo tomara el volante. Todo se volvió rojo. Y luego negro.

Despertó tiempo después, nunca supo exactamente cuánto. La cabeza le sangraba. La habitación estaba destrozada. Tenía los nudillos lastimados y la camisa rota. Miró alrededor: el fulano se había marchado. Aparentemente, el chico también.

Sonrió. Después de todo parece que tenía algo de agallas, al final de cuentas.


ENRIQUE

Para tratarse de una nave híper avanzada tecnológicamente, el sistema de comunicaciones internas se parecía demasiado a los de la vieja Tierra. Sólo tenía que elegir el archivo de audio, seleccionar en qué partes de la nave debía sonar, y darle Play. Claro que lo único que sonaba eran anuncios de misas o reuniones, avisos para la comunidad en general o para difundir algún discurso del Capitán. No quería admitirlo, pero se estaba cansando. Necesitaba al amor de su vida. Necesitaba su música.

Activó el discurso que el Capitán Stern había grabado horas atrás. Un resumen de algunos pasajes del Antiguo Testamento, a ser difundido en los camarotes de los Drepali. Parte de la rutina diaria de educación para aquellos alienígenas, la Guardia Pretoriana del Capitán. Aquellos seres que sólo hablaban con el Capitán y lo adoraban y protegían con inusual fervor. Se le escapó un suspiro de hastío. Levantó la vista, temiendo que alguien lo hubiera notado.

Alguien lo había notado: Culbert, quien lo estuvo observando incómodamente durante varios minutos. Finalmente se le acercó. No fue algo directo, como solía hacer cuando algo le preocupaba, sino algo al paso, casual. Primero se alejó de su puesto y habló con Noelia, quien le mostró el rumbo proyectado para las próximas semanas. Luego habló con la Sala de motores, haciendo consultas de rutina. Finalmente se le acercó. Le preguntó si había detectado alguna nueva señal. Algo extraño, porque de haberlo hecho lo hubiera comunicado al momento, como siempre había hecho. Pero antes de irse le reveló sus verdaderos motivos para acercársele.

— Cuando termine tu turno te espero en el buffet. — Le dijo. Y se marchó.

Casi una hora después se encontró con el Agente en el lugar pactado.

— ¿Aburrido de tu trabajo, Enrique? — Preguntó Culbert, y el miedo lo asaltó. Estaba siendo interrogado. Stern se había dado cuenta de sus sentimientos hacia Valeria y ahora mandaba a su mejor hombre a amedrentarlo.

— ¡No, señor Culbert! ¡Para nada! ¡Estoy comprometido con la causa ciento diez por ciento!

Culbert sonrió y le apoyó una mano en una de sus muñecas, intentando calmarlo.

— No se puede estar más comprometido que el cien por ciento, Quique. Tranquilo, no te estoy interrogando. Sólo quiero conversar contigo.

—Oh. —, exclamó el joven, un poco más tranquilo.

— ¿Qué hacías en la Tierra? —Enrique lo miró, sorprendido. Pensó que era sabido por todos que había sido DJ. Cuando se lo dijo, Culbert asintió. — ¿Extrañas la música?

— ¡Mal, chabón! — Se soltó inesperadamente— ¡Mal! ¡Hay veces que trato de encontrarle el ritmo a los sonidos de la nave, a los pasos de la gente, hasta a mi propia respiración! ¡Te juro!

Culbert sonrió. Una sonrisa sana, amable. Algo parecida a la del Capitán, pero no mucho. Esa sonrisa sí le agradaba. Y todavía más le agradó lo que le propuso.

— ¿Te gustaría musicalizar la nave? — Quique no pudo responder. Solía desconfiar de aquello que era demasiado bueno para ser verdad.

— Como querer, más vale que quiero! ¿Pero qué voy a pasar? ¿Alguien llegó a subir algún disco antes de abandonar la Tierra? ¿O qué?

Culbert sonrió tan ampliamente que por un segundo su cara ya no parecía ser suya.

— Algo mucho mejor, Enrique. Mucho mejor.

Algunos ingenieros se sobresaltaron al oír el grito que pegó Quique al ver el back up de Internet que había tomado la nave desde la órbita de la Tierra. ¡Allí estaba toda la música que había escuchado y más! Desde grandes éxitos mundiales hasta aquel demo que la banda desconocida de un amigo había subido a Soundcloud hacía varios meses. ¡Ya no había que seguir buscando el paraíso! ¡Estaba allí, en la memoria de la máquina!

— ¡Señor Culbert, esto es genial! ¿Sabe las cosas que puedo hacer con esto? ¡Festivales de música y cine! ¡Bailes sociales! ¡Música en los ascensores! ¡Pero música en serio! ¿Eh? — Se sentía como un niño en Navidad. Porque era un niño en Navidad.

— ¡Shhhh, tranquilo! — susurró el Agente, vigilando con la vista sus alrededores. — Todavía no lo he divulgado. Sólo Caz y nosotros dos sabemos de esto.

Enrique intentó calmarse, pero le temblaban las manos por la emoción. Se obligó a respirar pausadamente. Cuando lo logró, Culbert le habló de nuevo.

— Primero tengo que pedirle al Capitán que te autorice. Vamos a decirle que es música que tienes almacenada en un pen drive, porque todavía no quiero que sepa de la existencia de este archivo. ¿Estás de acuerdo?

Enrique asintió con inusual énfasis.

Al día siguiente, teniendo ya la autorización del Capitán para musicalizar el ambiente, Quique se relajó un poco. Se dejó llevar por los ritmos y por un instante nada más le importó. Finalmente se sentía completo.

— El Capitán te ha puesto algunas restricciones, eso sí. — Le había explicado Culbert — Nada de canciones con palabras, sólo música. Y nada excesivamente movido. Algo tranquilo, para tener música de fondo.

Y a pesar de lo acotado de las opciones que le permitían, disfrutaba lo que estaba haciendo.

De repente tuvo un instante de duda, por todas las cosas que debía ocultar y mentir para lograr aquello que lo hacía feliz. Recién ahora comprendía que gradualmente el Agente Culbert lo había metido en una situación complicada. Ya no podía decir que era "ciento diez por ciento comprometido", porque le estaba mintiendo a su Capitán.

Fue entonces que Caz apareció en el puente, preguntando por él. Enrique nunca había interactuado demasiado con el enorme Graahrknut, así que aquello le extrañó. Mirándolo desde arriba, con aquella boca repleta de afilados colmillos le ladró una pregunta:

— Esa canción que estás pasando, ¿Cuál es su nombrrre y qué significa en tu mundo?

— Se llama "Rosetta", de Vangelis. Es parte de la banda de sonido de una misión espacial que hubo hace un tiempo. ¿Te gusta?

El gigante meditó su respuesta. O tal vez sus sentimientos. Y respondió.

— No estoy segurrro. Crrreo que sí. Pero al mismo tiempo me hace llorrrar. ¡Los Graahrknut no llorrramos después de la infancia!

Enrique sonrió. Le tocó el antebrazo, duro como una columna de mármol y respondió:

— Así es la música, amiguito. Cuando querés acordar, te pega en donde no sabías que podían pegarte. ¡Y te deja esperando más!

El Graahrknut gruñó. Un gruñido de satisfacción. Se quedó allí, oyendo aquel ritmo hipnótico un rato más.

Y las dudas de Enrique desaparecieron.

Poco después sucedió una situación particular. Haciendo escaneos de rutina, Enrique captó unas transmisiones. Como ya se había decidido, comunicó a la tripulación por altavoz que el área de entrada de la nave estaba restringida, para impedir que alguien más fuese teletransportado en caso de recibir nuevas transmisiones. Sin embargo, le llegó el reporte desde la sala de motores de que esta vez no se había activado el proceso de traducción/teletransportación. Un análisis más detallado reveló que aquello se debía a que el idioma que estaban captando ya estaba en la base de datos: se trataba del idioma de los guardias del Conglomerado. Los únicos que hablaban aquel idioma eran los Drepali y el Capitán, así que se les hizo escuchar los audios. Inmediatamente Stern se sobresaltó. Habló con sus custodios extraterrestres en aquel idioma desconocido y le ordenó a Noelia cambiar el rumbo de inmediato y aumentar la velocidad.

Cuando las transmisiones quedaron fuera de rango, Stern y compañía se retiraron del puente. Culbert se acercó a Enrique y le susurró:

— Conozco la actitud de alguien que está huyendo. Y esto que vimos se le pareció bastante. — Enrique asintió, sorprendido. ¿Qué estaba pasando? ¿Qué escondía el Capitán? — ¡Tenemos que averiguarlo, Quique! ¡Por el bien de todos nosotros! ¿Me ayudarás?

Enrique pensó mucho su respuesta. Y las implicaciones de lo que dijera. Finalmente sus dudas se evaporaron como un planeta siendo engullido por una estrella agonizante.

— Acá pasa algo raro, tiene razón. Voy a ayudarlo, señor Culbert.


DAVID

Habían pasado tantos años que ya no pensaba en aquel hijo que lo había abandonado. Que había huido de su casa, eligiendo la salvaje aleatoriedad de la vida en las calles por sobre la seguridad de su hogar.

Nadie sabía nada tampoco del paradero del otro chico, pero después de todo él ya tenía dieciocho años, por lo que sus padres no se preocuparon demasiado. Y al no insistir él tampoco en la comisaría para que encontraran a su hijo, la policía dejó que el caso se enfriara tan rápido como un pastel en la ventana.

Pero los recuerdos son como los fantasmas. Si uno no les da un cierre, éstos vuelven en cualquier noche ventosa y oscura para atormentarte. A veces como pensamientos, otras como un asfixiante sentimiento de culpa. Y otras veces, aún peor. Para David fue ésta tercera opción. Acababa de entrar a su casa, allí al costado del paso elevado, lejos del esnobismo de los ricos, cerca de los bares clandestinos donde uno podía tomarse una cerveza al terminar un día de duro trabajo. Entonces golpearon a la puerta. En aquel vecindario nunca podía ser algo bueno un golpe a la puerta a aquella hora de la noche. "¿Ladrones?", pensó. "¿He envejecido al punto de pasar a ser considerado un blanco fácil para las ratas callejeras y los abandonados del sistema?". Hizo caso omiso a la llamada, esperando que aquel que buscaba llamar la atención finalmente se aburriera y marchara en busca de otra víctima. Pero volvieron a tocar. Tres golpes, seguros y empecinados. De pronto se sintió como aquel hombre acosado por un ave misteriosa, o aquellos sobrevivientes que se escondían de las hordas de cadáveres andantes. Su respiración comenzó a agitarse. Sus manos a temblar. El cuerpo le picaba, por la transpiración que brotaba por sus poros como sangre por una arteria cercenada. Estuvo a punto de preguntar quién era, pero se detuvo. Aquello era como iniciar un trato con el diablo.

Por tercera vez golpearon la puerta. Aquellos no eran gentiles golpes con los nudillos. ¡Eran patadas! ¡Se sentían como patadas! ¡O rodillazos! ¡O...!

La puerta cedió. Dos montañas de músculos, enmascaradas, vistiendo camperas de un vinílico más negro que un pecado mortal taparon la entrada, inundando el recinto con su aura de violencia. Y David, que se había rendido a la vida hacía décadas, volvió a rendirse una vez más. Bajó los brazos, la cabeza y se preparó para la golpiza. Los gigantes se le acercaron. El brillo en sus ojos delataba la sonrisa que la capucha de lana mantenía oculta. ¡Ellos disfrutaban de aquello! ¡Diablos, él también lo disfrutaría, de estar en su lugar! ¿Para qué engañarse? Pero estaba allí, en el extremo de la situación de los que no la pasan bien.

Y no la pasó nada bien.

Despertó en una cama de hospital, con yesos en varias partes del cuerpo. Con un suero conectado al brazo. La luz le dolía, pero alcanzó a distinguir que la habitación en la que se encontraba era bastante lujosa. Había flores al lado de la cama, con una tarjeta de buenos deseos firmada por... alguien. ¿Pero por quién?

Volvió a dormirse. Cuando despertó, una enferma lo estaba atendiendo. Quiso preguntarle dónde estaba. Y lo más importante, quién estaba pagando por aquel trato preferencial. Pero sintió la boca extraña, rígida. La enfermera notó que había despertado y le habló:

— ¡Tranquilo, señor Parrish! ¡Tiene una fractura en la mandíbula! ¡Esos ladrones se ensañaron con usted! ¡Es una suerte que su hijo se haya enterado de lo que le pasó! — David la miró, sin entender lo que le decía. Ella pareció entender y se explicó. — Su hijo Mike es quien ha estado pagando las facturas del hospital. Él y su amigo, el pastor Stern. ¡Dios los bendiga!

Y conociendo los hechos, aunque sin comprenderlos, se dejó llevar por la oscuridad, que le reclamaba su regreso. Volvió a dormir, olvidando aquella extraña realidad alternativa en la que su hijo y aquel roñoso le salvaban la vida y lo amaban.

Despertó, volvió a dormirse. Y una vez más, volvió a despertar y dormir. Y al despertar una vez más, se encontró con un hombre, sentado junto a su cama. Tardó en reconocerlo. No lo identificó hasta que el hombre lo saludó:

— Hola, papá.

Intentó responder, pero el dolor le invadió la cara. Un horrible recordatorio de una de las varias fracturas que lo inmovilizaban. Fue una suerte. No sabía tampoco qué decirle. ¿Que estaba orgulloso de verlo así, adulto, bien vestido, con evidente buen pasar económico? ¿Que se disculpaba por cómo lo había tratado, una vida y media atrás? Pero, después de todo, ¿para qué mentirle? Aquel hombre que le pagaba su tratamiento médico no estaba haciendo otra cosa más que devolverle el dinero que le había sacado durante su infancia, cuando no tenía medios para sobrevivir por su cuenta: Dinero para ropa, para comida, para educarse. Dinero, dinero, dinero. El dinero que él ganaba, matándose en un trabajo que no hacía más que robarle su vida.

El hombre se sirvió agua. Bebió el vaso. Lo miró, desde arriba, devolviéndole la mirada a través de los tiempos. Le sostuvo la mirada, en silencio. Separó los labios, como para hablar. Finalmente se arrepintió. Tomó otro sorbo de agua. Y se marchó.

No pudo dormir, incluso a pesar de la oscuridad que lo llamaba, tentadora. De haber tenido una mejor formación educativa, riqueza de lenguaje o al menos empatía, habría reconocido aquel sentimiento como una intensa culpa.

En los meses que siguieron hasta su externación, solamente tuvo otra visita. Un hombre de pelo largo y algo de barba, con una mirada pacífica y paciente. Los ojos de un Buda, o más bien de alguno de sus hijos. Llevaba un traje caro y un montón de perfume. A él sí lo reconoció de inmediato. Era su tocayo. Aquel que le había robado a su hijo. O más bien se lo había quitado de encima.

— Hola, David. — Había desprecio en su voz, pero amor en su rostro. Eran dos personas distintas, conviviendo en aquel joven cuerpo. Le habían quitado el yeso de la mandíbula, así que pudo responder:

— ¡Tú! ¿Estás pagando por todo esto?

El joven desplegó sus brazos y alzó sus hombros. Por un momento pareció una copia de Jesús en traje de abogado.

— Sólo soy un buen samaritano, David. — Sonrió. No era una sonrisa pura, algo en sus ojos la contaminaba. Un par de gotas de malicia pura. Él disfrutaba de su situación.

— ¿Qué quieres? ¿Qué buscas de mí? —Se agitó. Estaba nervioso y con algo de miedo. Así y todo, iba a sentirse mucho peor apenas un minuto más tarde.

— ¿Qué quiero, David? ¡Por favor, no quiero nada! ¿Qué es una buena obra, si esconde un interés detrás? — Hizo una breve pausa. Su sonrisa aumentó. — En todo caso, sólo quiero que el padre de mi amigo se recupere. ¡Quiero que te sientas bien, viejo! ¡Ya no estás hecho para la vida que llevabas! Y lo que más quiero es que estés tranquilo. Por eso, aunque Mike no quiera, voy a cederte dos personas de mi absoluta confianza para que te cuiden y protejan. Para impedir que otro suceso desagradable como el que te puso aquí se repita. ¡Porque podrías no sobrevivir la próxima vez! — Le guiñó un ojo y llamó con una voz un poco más alta de lo que seguramente estaba permitido en un hospital. - ¡Chicos, pueden pasar!

David los reconoció al instante. No necesitó ver sus rostros para darse cuenta. Aquellas dos montañas humanas tenían el lenguaje corporal de los tipos que lo habían atacado. Se agitó. El monitor de su actividad cardíaca empezó a disparar bips como la mejor ametralladora jamás creada. El joven... no, el Diablo, se le acercó aún más y le puso una mano en la frente.

— ¡Shhhh! ¡Tranquilo, papi! ¡Ese corazón ya no es un bronco! ¡Y ya sabes lo que dicen! Los corazones rotos son para los tontos. ¡Y si hay algo que no eres, es un tonto! ¿Verdad? — David asintió — Vas a comportarte. ¿Verdad? — Asintió de nuevo. Todo el cuerpo le temblaba. — Y si alguna vez alguien llega a tu casa a hacer preguntas extrañas sobre Mike o sobre mí les dirás que no hablas con nosotros desde hace años. ¿Verdad? — Asintió una vez más. Extrañado, porque realmente no los veía desde hacía años. Tampoco sabía qué era de sus vidas.

— ¡Pero no sé nada de ustedes! ¡Nunca me pregunté qué había sido de sus vidas!

Una sonrisa de tiburón apareció en la cara del joven torturador.

— ¡Lo sé, lo sé! ¡Pero alguien debía... "agradecerte" por tratar a tu hijo como lo trataste. Y ese alguien tenía que ser yo. Y al hacerlo, ya sabes al menos que seguimos vivos. ¡Y ahí entran en acción estos ángeles guardianes, mi querido David! — Señaló a los mastodontes demoníacos — ¡Ellos se encargarán de que nada te falte! ¡Escucharán todas tus conversaciones! ¡Y así limpiarán tus pecados! — Lo miró fijo — ¿No es genial? — Al no responder, tuvo un breve ataque de ira y pateó la base de su cama — Dije, ¿No es genial? — David asintió, con un pánico como nunca había sentido en su vida. El joven se llevó una mano a la oreja, en un gesto marcadamente teatral y emulando a una estrella de rock susurró — ¡No los escuuucho!

— ¡S-Sí! ¡E-Es genial!

El dueño de sus pesadillas futuras se le acercó. Le apoyó una mano en el yeso de su pierna izquierda y comentó:

— ¿Verdad que sí, David? ¿Verdad que sí?

El Sol no volvió a entrar en su habitación hasta que sus tres visitantes se fueron. Pero en su vida nunca volvería a tener un día verdaderamente soleado.


FLORENCIA

Otro turno de almuerzos había llegado a su fin. El trato que tenía con Tobermory era que él lavaba los platos en la máquina enjuagadora y ella los acomodaba. La excusa que ponía era que no tenía en su anatomía la capacidad de agarrar bien los platos, ya que no contaba con pulgares opuestos y corrían el riesgo de que se rompieran. Claro que dicho pretexto lo usaba para evitar muchas tareas. Y Florencia tenía aquella característica (no muy buena) de guardar y guardar sus pequeños enojos o frustraciones para finalmente estallar por cualquier ínfimo detonante.

En este caso, el detonante fue la reiterada negativa de Tobermory a guardar los platos limpios. Pero lo que venía acumulando era mucho más.

Estaba a la mitad de su tarea, cuando su compañero de trabajo/mascota/amo bufó, hastiado.

— ¿Te falta mucho para terminar? ¡Hoy fue un día tremendo! ¡Realmente necesito que me rasques la espalda!

— ¡Y-ya termino! ¡Los del equipo de la sala de motores vinieron a comer todos juntos, por eso se juntaron tantas cosas!

El felino la miró, aburrido. Bostezó. No iba a responder, pero finalmente lo hizo:

— ¡Sí, lo sé! ¡Te escuché hablando con aquella bestia con la que te empecinas en conversar! — resopló, indignado — ¡Por favor! ¿Qué beneficio le puedes encontrar al conversar con aquel... monstruo? ¡En lo único que piensa es en lo mala que es nuestra comida! — Florencia asintió, nerviosa. No le gustaba cuando Tobermory hablaba así de Caz. — ¡Si supiera lo que estoy obligado a comer yo, por tener una bioquímica distinta a la de ustedes! ¡Pastillas de nutrición, elaboradas por nuestra querida doctora/criminal! ¡Bah! ¡Cualquier día de estos decidirá matarme y no voy a enterarme hasta estar convulsionando! — Se escuchó el ruido de un plato al romperse. — ¡Con cuidado! ¡Que para romper platos, entonces deja que yo me encargue!

Florencia se giró con tal velocidad que podría haber ocasionado un huracán. Tenía todavía un plato en la mano y lo levantó sobre su cabeza, lista para lanzárselo a su hostigador. Éste, al ver la imprevisible reacción de su compañera/ama/mascota saltó hacia atrás, usando sus dos patas delanteras y las dos centrales para treparse al mostrador y tirarse al otro lado. Se quedó allí, temblando por el susto hasta que no escuchó ningún sonido. Trepó al mostrador y vio a Florencia allí parada, inmovilizada, aún con el plato sobre su cabeza, con la mirada fija en ninguna parte. Cuando lo notó, semi escondido, aterrado, reaccionó y volvió a girarse, lista para seguir lavando. Al terminar, se secó las manos y caminó hacia la salida. Tobermory la siguió con la mirada, todavía asomado, incapaz de seguir hablando. Cuando ella pasó cerca de él, se detuvo y mirándolo fijo anunció, con voz carente de emociones:

— Voy a salir. Si no vuelvo para la hora de la cena empezá a servir la comida, que yo después lavo.

— De acuerdo. — respondió Tobermory, queriendo sonar seguro e imperativo. No le salió.

Llegó a la enfermería. En el camino había perdido aquel empujón de auto confianza como una planta descuidada pierde sus hojas. En su mente pensó varias opciones de lo que le diría a Diana cuando la viera.

Pensó en arrancar la charla pidiendo perdón una vez más. Y se imaginó a su doctora/amiga/madre postiza aceptando sus disculpas. O rechazándolas. O burlándose de su confesión, como ya le había sucedido en la Tierra, varias veces. Incluso escuchó claramente en su cabeza cómo ella le decía "¿Vos, autista? ¡Pero dejá de hacerte la víctima, querida! ¡Lo que vó sos es una mosquita muerta! ¡A mí con pavada' no!"

Miles de simulaciones pasaron por su cabeza. Cientos de líneas temporales cuánticas. Centenares de reacciones. Excepto la que sucedió en realidad:

— ¡Nena, vinistes! — exclamó Diana, con una mezcla homogénea de felicidad y angustia en su voz. Corrió hacia ella y la abrazó. Florencia se quedó unos segundos aturdida, intentando comprender lo que estaba sucediendo. Nunca había sido muy fanática de los abrazos. Y aun así, por alguna extraña razón, ahora no se sentía incómoda. Más bien al contrario. Recién entonces devolvió el abrazo. Y lloraron. Y rieron.

Ya con sus emociones en su lugar, y luego de rechazarse y aceptarse mutuamente sus disculpas, conversaron largamente, poniéndose al día de los hechos, compartiendo y comparando sus puntos de vista sobre la vida actual en la nave. Incluso Florencia sonrió cuando Diana le narró su enfrentamiento con el Capitán. Y lloraron la pérdida de Tomás.

— Era buen pibe. Algo miedoso, pero buen pibe. — Opinó Diana.

— Creo que me gustaba. — Confesó Florencia. Diana la miró con una sonrisa triste. Le acarició la nuca.

Se quedaron allí, en silencio, disfrutando de la compañía que mutua y neciamente se habían negado. Fue la doctora quien rompió el silencio.

— ¿Y tu bicho? ¿El que tiene nombre de chocolate?

Florencia sonrió. Ya no valía la pena corregirla.

— Ahí está, preparando la comida — suspiró. Diana levantó una ceja.

— ¿Todo bien entre ustede'?

— Sí, todo bien. — Se había apresurado a responder. Eso nunca era un buen signo, así que se corrigió. — Es que... ¡Es muy intenso! ¡Re posesivo! ¡Y celoso!

Diana la estudió como si estuviese examinándola en busca de algún síntoma de algún padecimiento, con curiosidad analítica. Finalmente preguntó:

— ¿Me estás hablando del bicho peludo que trajimo' de aquel planeta, o te pusiste de novio con alguien vó'?

Florencia iba a empezar a negar la última opción, hasta que comprendió que era una broma. Normalmente le costaba notar cuando alguien bromeaba, pero justo en ese momento lo logró y aquello la llenó de orgullo.

— Toby no tiene la culpa. ¡Él nunca pidió ser auto consciente! ¡Fue un accidente! ¡Un accidente que yo le provoqué, cuando lo subí a la nave! Así que es mi deber cuidarlo y ayudarlo.

Diana la interrumpió.

— Decime una cosa, nena, ¿Vó pediste nacer? — Florencia negó con la cabeza — ¿Pediste ser autista? — Bajó la cabeza y volvió a negar. — Y así y todo no dependés de los demá' todo el tiempo, ¿No? Es decir, algunas cosa' te cuestan má', pero con los año' aprendiste a sobrellevarla, mal que mal. ¿Nocierto?

— Más o menos, Diana. No te voy a negar que no necesite mis medicamentos. Pero sí, es verdad que hace años que no necesito acompañante.

— ¡Por eso, nena! ¡No es tu culpa que el gato ahora sea inteligente! ¡Tiene que aprender a ser independiente, también! ¡Como vó'! ¡Vó' tené' derecho a divertirte, también! ¡No hagas como yo, que empecé a vivir cuando el padre de Juli se fue! ¡Vó' só' joven, só' re inteligente y encima só' una muñequita! ¡Mirá si vá' a gastarte la vida cuidando a un bicho celoso! ¡Y si no le gusta, que se vaya! ¡No va a ser tu culpa, va a ser de él! ¿Nocierto? — Florencia sonrió tímidamente. Luego asintió. — ¡Bien, piba, bien! ¡Y por tus medicamento' despreocupate! ¡Estás en buena' mano'!

Le palmeó la espalda un poco más fuerte de lo que a ella le hubiera gustado. Pero así y todo, se sintió tranquilizadoramente bien.

De vuelta en el buffet, llegó cuando ya estaba promediando el primer turno de comidas. Se acercó a la barra y lo vio a Tobermory evidentemente saturado. Noelia le estaba ayudando con las cosas que él no podía hacer.

— ¡Viniste! — exclamó el pequeño extraterrestre. Sonó más a una expresión de alivio que a un reproche. Noelia se quitó el delantal, la llevó aparte y le susurró cómo había llegado allí:

— Llegué primera al buffet y lo encontré llorando detrás del mostrador. Le dí una mano con las cosas que no podía hacer, como levantar los platos. ¡Pero no deja de quejarse! — Florencia giró los ojos.

— ¡Nunca deja de quejarse, no te preocupes! ¡Gracias por ayudarlo! Yo me encargo, andá a sentarte que ya te sirvo.

Y cuando se quedaron a solas, detrás del mostrador, juntó todo el coraje que tenía, lo mezcló con el que no, y le dijo:

— Cuando terminemos el turno tenemos que hablar, Toby. — Él la miró, con pánico. Y suplicó:

— ¡Sí, querida! ¡Pero... Por favor, no acortes mi nombre! ¡Y no vuelvas a dejarme sólo durante un turno!

Florencia asintió, sabiendo que una nueva etapa empezaba para ella.


DAVID

La vida de David nunca había podido ser considerada feliz, excepto aquellos breves años en los que Liz había estado a su lado. Pero aquella era otra vida. La vida de alguien más. Los últimos tres años se sentían como tres décadas. Aquel hombre que odiaba su trabajo, ya no iba más a trabajar. Aquel hombre que despreciaba a sus compañeros de iglesia, ya no iba más a misa. Aquel hombre que ahogaba sus penas en los bares y prostíbulos del pueblo, ya no salía de su casa. No lo tenía permitido, le habían dicho los rottweilers que custodiaban el frente de su casa, después del segundo intento de fuga. Y aquello había sido... ¿Hacía cuánto tiempo? ¿Dos años? ¿Cinco? ¿Importaba?

Una noche, recostado en su sucia y solitaria cama, tuvo una revelación. Él no estaba esperando su muerte, como le gustaba pensar durante las noches de tormenta. Su vida ya se había terminado. Apenas era un muerto andante. Porque no encontraba la manera de considerar que aquella existencia podía ser considerada vida.

Todo cambió aquella mañana en que los golpes a su puerta lo despertaron. ¿Quién podía ser? Sus carceleros tenían las llaves de la casa. Aquel era otro de los numerosos métodos para controlarlo que usaban los soldados del amigo de su hijo.

¿Quién, entonces, golpeaba a su puerta? ¿El líder de aquellos monstruos? ¿Su propio hijo? ¿Un cuervo demoníaco? De algo estaba seguro: no iba a ser nada bueno. Porque nada bueno le pasaba a él desde hacía años. Y nunca le volvería a suceder, probablemente.

Abrió la puerta. La luz le acertó un gancho a los ojos que casi lo derribó. No recordaba que el Sol fuese tan intenso. ¿Tanto hacía que no salía al exterior? ¿Cuánto tiempo había estado allí encerrado?

Quien lo había despertado era un hombre de rostro severo, con un buen traje y un arma en la cintura. Supo que era un agente de alguna fuerza de seguridad desde antes que se presentara:

— Señor Parrish soy el agente Benjamin Culbert, del FBI. Investigo las actividades de David Stern y su hijo, Michael Parrish. ¿Puedo pasar?

David se quedó mudo, hipnotizado. ¿Era aquel el tan ansiado sonido de la libertad? ¿Aquel agente con aspecto cuidado y cara de pocos amigos era el arcángel que anunciaba su liberación? No pudo contenerse. Comenzó a sollozar y luego directamente a llorar. Sus piernas se aflojaron y casi terminó sentado en el suelo, pero los reflejos de su visitante actuaron, tomándolo por la cintura y debajo de un hombro. David aprovechó la cercanía y lo abrazó. No entendió por qué, sólo supo que necesitaba hacerlo.

Pasaron al interior de la casa y allí, luego de un vaso de agua que lo ayudó a recuperar su compostura, comenzaron a hablar.

— Dígame, señor Parrish, ¿Cuánto hace que no sale de su hogar?

David sacó cuentas. Era imposible saberlo. Había perdido la cuenta hacía mucho tiempo, cuando cuestiones como su propia supervivencia habían dejado de importarle. Finalmente supo qué decir:

— ¡Desde mi último escape! No recuerdo la fecha. Llegué hasta la esquina y me encontraron. Es por mi pierna, ¿sabe? Desde que me quebré la rodilla ya no soy tan rápido como antes. Recuerdo que era otoño.

Culbert se lo quedó mirando, analizando sus palabras.

— ¿Quién lo mantuvo encerrado? — David comenzó a negar frenéticamente con la cabeza.

— ¡No puedo hablar! ¡No puedo!

Culbert posó una mano en su hombro, intentando calmarlo.

— Tranquilo, señor Parrish. ¡Va a estar todo bien! Estoy aquí porque el hombre que, sospecho, es el responsable de su encierro cometió una serie de errores y se ha escapado. Creemos que abandonó el país, pero necesito saber si usted lo ha visto. A él o a su hijo.

— No veo a mi hijo desde el hospital. ¡Debe haber sido él quien ordenó mi castigo! — Se inclinó hacia adelante, listo para hacer una confesión — Yo no era bueno con él, ¿Me entiende? Le pegaba, lo maltrataba. Tampoco lo dejaba salir de ésta casa, salvo para ir a clases. ¡Tiene que haber sido él quien me encerró!

Culbert meditó la información. Metió la mano en su saco y extrajo unas fotografías. Las puso sobre la pequeña y sucia mesa.

— Lo veo poco probable. Su hijo estaba en el culto, pero no tenía esa clase de poder. Creemos que no tenía un rango tan alto. Yo creo que fue más bien un proyecto de éste hombre. — Le mostró la fotografía del demonio. Aquel ser de rostro amable y pelos largos que había disfrutado de su sufrimiento en el hospital. Y en su casa, cuando lo visitaba. David no pudo responder, pero tampoco hizo falta. El horror reflejado en su rostro fue todo lo que el Agente Culbert necesitó para conocer los hechos.

Tuvo que esconder la fotografía para que David lograra calmarse. Cuando finalmente lo logró, Culbert le hizo una promesa:

— Lo atraparemos, señor Parrish. Y recuperaremos a su hijo.

— No me importa el chico, señor Culbert. ¡Pero asegúrense por favor de que aquel monstruo desaparezca del planeta! ¡Ese hombre sólo puede significar malas noticias!

Meses después, volvía de hacer las compras cuando vio gente amontonada frente a la vidriera de una casa de electrodomésticos. La última vez que había visto algo similar había sido durante los atentados de las torres gemelas, así que algo grande debía estar sucediendo. Se acercó, curioso. Aquellos que lo reconocieron lo dejaron pasar, bajando la mirada con pena. Aquello lo intrigó aún más. Su corazón se aceleró, dejándose llevar por la ansiedad.

Al llegar al frente, las pantallas de los televisores mostraban noticieros con una catástrofe sucedida muy lejos, en Argentina. ¿Dónde era eso? ¿Brasil? ¿Asia? ¿Por qué habría de importarle a aquella gente? ¿O a él? El epígrafe hablaba de un asteroide que había caído en una zona habitada. Nada peligroso a escala global, aclaraban los prolijos presentadores. Pero se estimaba un conteo de muertos superior a quinientas personas. Entre ellos, algunos agentes de la DEA, el FBI y miembros de un culto relacionado con el narcotráfico que habían huido de su granja al sur de Arkansas. Reconoció tres nombres de los que mostraba la lista en aquel instante: Benjamin Culbert, David Stern y su hijo, Michael Parrish.

Una mezcla de sentimientos le inundó el pecho: alarma, por haber perdido a aquel agente que le había prometido seguridad; alivio, porque aquel que le había arruinado la vida finalmente había muerto; y un inesperado dolor, por aquel hijo que amo como mejor le salía, pero nunca supo amar como él lo necesitaba.

Aquello fue demasiado para aquel viejo cuerpo castigado. Sintió su brazo izquierdo adormecerse, el dolor en el corazón germinando como una semilla mortal y supo lo que se le venía encima. Lo esperaba con ansias. Si es que ninguno de los idiotas que tenía alrededor hacía algo para evitarlo, claro está.

Ya era hora de irse.


PUENTE DE MANDO

La idea había surgido de improviso, como suele suceder con las mejores ocurrencias: para develar el misterio del origen de la nave, había que revisar los registros anteriores a su llegada al Uritorco. Así podría saber de dónde venía, quién la había creado y, en una de esas, por qué la habían enviado allí.

Pero fue otro callejón sin salida, como sus anteriores intentos por encontrar una explicación racional a lo que estaba sucediendo. El primer dato que aparecía en la bitácora del sistema eran mediciones de la atmósfera terrestre, mientras establecía automáticamente el rumbo para aterrizar. Antes de eso, nada. Era como si aquella maravilla se hubiese materializado desde la nada, ya en órbita a la Tierra. ¿O significaba que allí se había activado? ¿Entonces era una construcción humana, y no alienígena? Por cada respuesta que pretendía encontrar, terminaba hallando dos o tres incógnitas nuevas. Aquello era agotador.

Otra cosa que le resultaba agotadora era la presencia de Stern en el puente. Si bien casi nunca iba, pues su agenda como jefe de la iglesia local parecía ser su prioridad, en las raras ocasiones en las que se presentaba a su puesto, podía decirse que nadie respiraba tranquilo en la habitación. Enrique ya no era aquel amigo que con una mirada compinche le decía mucho más que con cientos de palabras. Últimamente sólo lo había visto sonreír una vez, mientras pasaba aquella música instrumental que a algunos (no a ella) tanto le gustaba. Ella, mientras tanto, cantaba para sus adentros algún tema de Gilda.

Quique también cuchicheaba mucho con Culbert. ¿Qué estaba pasando ahí? ¿Qué planeaban? No pudo evitar un pensamiento que la llenó de dolor: "¡Si Tomás estuviera acá, por ahí no sabría qué hacer, pero al menos seríamos dos!". Entonces Enrique cortó la música, de repente. Llamó a Culbert y le susurró algo. El Agente le respondió, también en secreto, y la música de fondo volvió a sonar. Un minuto después, Culbert estaba a su lado y le dijo, en voz baja:

— Noelia, ¿Puedo confiar en usted? — ella asintió, preocupada. — Y usted, ¿confía en mí? — Dudó más de lo esperado, evidentemente, porque Culbert reformuló su pregunta. — ¿Confía en mí más que en el Capitán Stern? — No pudo evitar asentir. Fue un reflejo inesperado. — ¡Entonces baje la velocidad de forma tan gradual que no llegue a ser perceptible y esté atenta a cualquier señal de proximidad! En caso de encontrarse con alguna otra nave, no la reporte a nadie, excepto a mí. ¿Comprendido?

— Comprendido. — Susurró ella. Desde que se había subido a la fuerza en aquella nave había estado deseando vivir una aventura digna de los libros que le gustaban. Esto de actuar a espaldas de su Capitán no era lo que tenía en mente, pero algo era algo.

Noelia se fijó que Culbert se fue a hablar con Gonzalo, el chico encargado de los sensores externos. Seguramente iban a tener una charla similar a la que ellos dos acababan de tener. ¿Sabía algo el señor Culbert? ¿Había captado algo Enrique? ¡Qué ansiedad!

Bajó un poco más la velocidad. A lo mejor un poco más de lo aconsejable, pero nadie pareció notarlo. Y entonces pasó lo que nadie quería que pasara.

Stern llegó al puente. Custodiado por su séquito de Drepali, aquellos alienígenas que lo adoraban con la pleitesía que él añoraba recibir. Una simbiosis perfecta, en la cual él se alimentaba de su fe y a cambio les entregaba... ¿Qué cosa? Era algo que sólo Stern y los Drepali sabían. Y nadie más.

Con estratégico disimulo, Culbert se alejó de Gonzalo y volvió a su puesto. Pero Stern lo notó. Con cara de falsa inocencia lo interrogó:

— ¿Todo bien con los sensores externos, Agente?

— Sólo corriendo diagnósticos de rutina, Capitán. Todo normal.

Stern asintió complacido. Si sospechaba algo, no lo demostró.

Normalmente sus visitas al puente eran breves. Aparentemente, aquella no era una ocasión normal.

— ¡Noelia! ¿Está soñando despierta, señorita?

La chica sintió el frío en la sangre. ¿Quién la había obligado a meterse en aquella locura?

— ¡No, señor! ¿Por qué lo dice? — ¡Se le notaban demasiado los nervios! ¡Aquello era una catástrofe!

— ¡Por la velocidad, querida! ¿Quiso tomar la ruta panorámica? ¿Hay algo ahí afuera que merezca examinarse?

Culbert le indicó con disimulo que dijera que no. Así lo hizo. Y aceleró una vez más a máxima potencia. Cruzó miradas fugaces con sus co-conspiradores. Eran miradas de desaliento. Evidentemente algo habían detectado. Nada aparecía en su pantalla, pero tampoco lo necesitaba para saberlo, con aquellas expresiones.

Entonces tuvo una idea.

Era arriesgada. Era una locura. Podía meterse (y a aquellos que la ayudaran) en un problema enorme. Pero quizás valiera la pena.

Abrió la interfaz de mensajería de texto de su consola y le escribió a Raúl:

"Raulo, ¿Estás ahí?"

Un minuto después tuvo su respuesta:

"Acá, Noe. ¿Qué sucedió?"

Dudó tres veces antes de decidirse a responder. Y aun así, comenzó y borró el mensaje otras tres o cuatro ocasiones. Finalmente escribió:

"Raulo, necesito que confíes en mí y hagas una locura".

Ahora todo dependía de cuánto hubiese crecido su amistad a lo largo de aquel viaje.

Un rato después la nave se sacudió con violencia. Noelia tuvo que maniobrar con rapidez inusitada para lograr estabilizar la masa del vehículo e impedir que la inercia los matara a todos. En segundos habían pasado de ir a máxima velocidad a estar en alto total. Varios tripulantes cayeron de sus puestos o se golpearon. Enrique tenía una herida en la sien. Culbert se había lastimado el hombro.

Stern había caído al piso. Se levantó repleto de una furia incontrolable y dirigiéndose a Noelia le gritó una pregunta:

— ¿Qué demonios sucedió aquí? ¿Por qué te detuviste?

Ella empezó a tartamudear su respuesta, nerviosa. Pudo ver el espanto en el rostro de Culbert y Enrique. Entonces se escuchó la voz de Raúl.

— ¿Puente de mando? Aquí sala de motores. ¿Están todos bien? Capitán, no sé qué sucedió, pero perdimos los negadores de inercia. Noelia, ¡Menos mal que estabas atenta! ¡De no estarlo, la propia velocidad del Arca nos habría matado a todos!

Stern la miró, aún furioso. Ella no supo qué responder. Fue Culbert quien activó las comunicaciones y contestó.

— Estamos bien. Algo golpeados y algunos cortes menores, pero sobreviviremos. ¿Reporte de daños?

— Imposible saberlo hasta correr un diagnóstico nivel dos, como mínimo. Pero no debería ser nada muy grave.

Stern habló, visiblemente preocupado:

— ¿Cuánto tiempo llevará ese diagnóstico?

— Una hora, como mucho. Y ya sabe que los mecánicos siempre exageramos los plazos.

Stern no respondió. Se sentó en su silla. Barrió el puente con la mirada, una torre de radar diseñada para buscar disidencias. Algo sospechaba. Pero por otra parte, siempre sospechaba algo, así que no había por qué alarmarse de más. Habló con los Drepali en aquel idioma que sólo ellos entendían. Una larga charla que pronto se convirtió en monólogo. La cara de adoración de aquellos seres era un monumento a la fe ciega.

Cerca de diez minutos después, Noelia captó finalmente algo en su pantalla. ¡Era otra nave! Bastante más pequeña que aquella que ella controlaba, pero aun así bastante más grande que la de los Graahrknut. Intentando pasar desapercibida, buscó con la mirada a Culbert, pero éste estaba enfocado en otros asuntos. Enrique tampoco la había visto. Entonces se encontró con Gonzalo. Éste le sonrió brevemente y volvió a su trabajo. ¡Él también había notado algo!

— ¡Noelia! — Era la voz del Capitán, llamándole la atención una vez más.

— ¿Sí, Capitán? — Dijo, como si nada.

— ¿Novedades de su amigo el Ingeniero en Jefe?

Aquello le molestó. No entendió por qué, pero le molestó.

— ¡Ya lo llamo!

Y entonces Enrique habló. Había entusiasmo en su voz.

— ¡Capitán! ¡Detecto una transmisión! Creo... Creo que está en ese idioma que habla usted con los Drepali.

Stern perdió su máscara de serenidad. Pareció recibir una especie de descarga eléctrica que lo hizo reaccionar de repente. Se levantó del asiento y gritó a sus seguidores:

— ¡Mugga daré fonn! ¡Volka sraboten guraleiga! ¡Mugga srabot fonneculed!

Y aquellos seres emplumados se alejaron de Stern, acercándose a las consolas de Gonzalo, Noelia y Enrique.

— ¡Goffa merid sephuroz toie! — exclamó el Drepali junto a ella. Stern la miró con odio hirviente.

— ¿Tú? ¿Cómo te atreves a traicionarme?

El extraterrestre junto a Gonzalo gritó, asustado:

— ¡Goffa sephur! ¡Sephuroz toie Goffa merid!

Stern lanzó un alarido de furia, interrumpido por la voz de Raúl, que llegó por uno de los altavoces de la consola de Noelia.

— ¡Capitán, tenemos solucionado el problema de los negadores de inercia! ¡Podemos arrancar cuando quieran!

Stern le gritó la orden a Noelia:

— ¡En marcha! ¡A toda velocidad!

No era el momento de discutir, o seguir demorando aquello, consideró la piloto, y obedeció. Sintieron una especie de tirón breve, al iniciar el movimiento. Luego el andar fue tan suave como de costumbre.

Stern permaneció de pie, congelado en el tiempo, estudiando cómo se desarrollaban los acontecimientos con frenesí cuasi científico. Estaba por volver a sentarse, cuando Enrique habló:

— Capitán, capto una transmisión.

— ¡Ignórela!

Quique lo miró, sorprendido. Agregó:

— Capitán... ¡Está en español! — Todos cruzaron miradas de estupor. Que se acentuaron cuando Enrique agregó al informe: — ¡Dicen ser arcángeles! ¡Vienen a escoltarnos al Planeta Paraíso!

Stern suspiró. Su rostro pasó en menos de diez segundos de la furia al escepticismo, a la duda y finalmente a la felicidad.

— ¡Cambio de planes, Noelia! ¡Gire 180 grados! ¡Trace curso para encontrarnos con aquella nave! — Luego de pensar un instante agregó — ¡Señor Culbert, prepare las armas! — Culbert lo miró, extrañado. — Nunca se sabe, Benny. ¡Nunca se sabe!

Cerca de media hora después ambas naves estuvieron casi frente a frente, separadas apenas por un cuarto de unidades astronómicas. Enrique había enviado varios mensajes, tanto de audio como de texto. Sólo habían obtenido dos respuestas: "Vengan a nosotros. El Destino nos espera." y algo después, "Síganme. El paraíso no los va a defraudar". El segundo mensaje le pareció particularmente extraño a Noelia. Familiar. Cuando lo comprendió, casi no pudo reprimir una carcajada. No entendió cómo, y quizás aquella fuese una extraordinaria coincidencia, pero en ese momento comenzó a sospechar que las transmisiones podían tener un origen bastante terrestre. Hasta incluso argentino. Y aquello la llenó de esperanza.

Y ahora, a tan corta distancia, la otra nave solicitó una transmisión visual.

— ¡Muy bien! — Celebró Stern, eufórico — ¡Es hora de conocer el rostro de nuestros ángeles de salvación! ¡Noelia, alto total! ¡Enrique, abre comunicaciones!

El rostro que apareció no era el que muchos esperaban. Se dice en la mitología judeo-cristiana que un demonio es un ángel caído. Así, muchos vieron en aquel rostro un ángel. Otros, un demonio. Pero Noelia lo vio por lo que realmente era: un amigo.

Su amigo.

Tomás.

Stern gritó la orden con furia, antes que cualquiera reaccionara:

— ¡Encienda los motores! ¡A toda marcha en reversa! ¡No hay tiempo para explicaciones!

Noelia se quedó en su puesto, congelada. Cruzó sus brazos. Era el momento de jugarse.

— No.

Stern saltó de su silla. Corrió hacia ella hecho un tornado de fuego y lava.

— ¿Cómo te atreves? ¡Enciende los motores!

— ¡Enciéndalos usted, si tan apurado está! ¡Yo no le voy a dar la espalda a mi amigo! ¡Menos aun cuando usted nos dijo que estaba muerto!

Stern la empujó hacia un costado, derritiéndose de rabia. Se ubicó él mismo frente a los controles... Y no supo qué hacer. Golpeó la consola con sus puños, pero nada sucedió. Levantó la vista. Todos lo observaban, asustados. Incluidos sus fieles Drepali. Y Tomás, quien desde la pantalla estudiaba con cuidado sus reacciones. Finalmente habló.

— Capitán Stern, tranquilo. No quiero problemas.

Stern dejó lo que intentaba hacer. Levantó la cabeza y miró a la pantalla. Era la primera vez que Noelia lo veía verdaderamente asustado. Sonrió para sus adentros.

— ¿No quieres problemas? ¡Me parece bien! ¿Entonces qué es lo que quieres?

Tomás lo miró, una entidad sobrenatural juzgándolo desde lo alto de aquel monitor.

— No, me parece que no me entendiste, o no me expresé bien. Quise decir que quiero que me entregues el mando de la nave. Y que no hagas problemas sobre esto.

Stern gruñó como una fiera herida. Volvió a mirar a Noelia y le gritó:

— ¡Conduce! — Y ante una nueva negativa, el Capitán sacó un arma y le apuntó a la cabeza. — ¡Conduce, te dije!

Culbert reaccionó instintivamente.

— ¡Stern! ¡Tranquilo! ¡Sólo dos personas saben manejar la nave! ¡Noelia y Melina! ¡No puedes matarla! — Comenzó a acercarse, lentamente. Noelia temblaba como si estuviese arriba del Aconcagua en remera — ¡Si lo haces, nunca podremos llegar al Paraíso!

Stern se giró, apuntando ahora a Culbert. Había odio, miedo y locura en su expresión. Tres bombas que debían ser desactivadas.

— ¿Tú me hablas del Paraíso, Agente? ¿Realmente creíste en mí al ingresar a esta nave? ¿O era una estrategia para acercarte a mí y traicionarme desde adentro?

Culbert bajó la mirada, con tristeza. Luego la levantó, con lágrimas en los ojos.

— ¡No soy el mismo que te persiguió allá en la Tierra, si es lo que me preguntas! Sí, desconfié de tí y de tu secta, en nuestra vida anterior. — Stern se mordió un labio al escuchar la palabra "secta". — ¡Pero eso cambió cuando me comprobaste con hechos que decías la verdad! ¡Que Dios te había elegido! — Stern seguía apuntándole. — ¡Eso cambió con las revelaciones que tuve recientemente! — Stern lo miró, sin entender. — ¡Llama a Caz! ¡Él encontró una copia perfecta de Internet, guardada en la memoria de la nave! ¡Allí encontré al menos tres profetas, sin ninguna relación contigo, que anunciaron tu llegada con sorpresiva exactitud! — Hubo un cambio en la expresión de Stern. Parecía sorprendido. — ¡Uno de ellos incluso predijo todo esto! ¡El regreso de Tomás! ¡Su intento por hacerse con el poder! ¡Incluso profetizó mis dudas! Pero también narró que en el momento decisivo, dejaría de lado mis miedos e inseguridades para convertirme en tu ángel protector. ¿O no has notado que no he desenfundado mi arma?

Stern miró a la cintura de Culbert, donde efectivamente se encontraba su arma. Sin dejar de apuntarle, ordenó:

— ¡Enrique! ¡Te dejaré una noche a solas con Valeria si me logras comunicar con el Graahrknut!

El rostro del encargado de las comunicaciones se enrojeció de vergüenza. Una cosa era que le gustara la novia del Capitán, otra muy distinta que éste le hiciera notar adelante de todos que estaba al tanto de sus sentimientos. Encontró a Caz en la sala de motores. Se comunicó con él.

— Caz, ¿Dónde estás ahora? — preguntó Culbert. Las palabras ladradas por el gigante inundaron el puente de mando:

— En la sala de motorrres. Terrrminó mi turrrno, pero me quedé leyendo en Interrrnet sobrrre uno de sus hérrroes. Un profesorrr de arrrqueología llamado Jones. ¡Ha tenido una vida muy interrresante!

Culbert indicó a Enrique que cortara el micrófono y aclaró:

— No le he explicado la diferencia entre ficción y realidad. Creo que es mejor así. — Hizo señas a Quique para que restableciera el micrófono y continuó. — Necesito que busques las profecías de Allamut. ¿Puedes hacerlo?

— ¡Sé cómo buscarrr, Benjamin! — Luego de una breve pausa leyó — "Porque el momento llegarrrá en el que Jehová enviarrrá su nave al Surrr. Y allí el pecadorrr serrrá converrrtido en santo. Y otrrros lo seguirrrán. Y viajando porrr las estrrrellas habrrrá aquellos que aún duden o conspirrren. Mas nunca alguien que ignorrre que es el Prrrofeta quien debe comandarrr aquel viaje. Porrrque sólo a él le serrrá develada la ubicación del Parrraíso. Y su nombrrre es David. Un nombrrre que rrresonarrrá en el univerrrso."

Stern se quedó en silencio. Su mano aún sostenía el arma, pero casi como por reflejo. Culbert habló.

— ¿Cuándo y dónde se escribió ésta profecía?

— Porrr lo que dice aquí, en Jerrrusalén, durrrante el siglo quinto.

Culbert miró fijo al Capitán. Extendió los brazos hacia el costado, ofreciendo su vida.

— Así que, como puedes ver, no tengo dudas al respecto. La profecía de Allamut habla de tí.

— ¡Entonces obliga a ésta necia a obedecerme! — Había lágrimas en sus ojos. Finalmente bajó el arma.

Culbert se acercó a Noelia. Le puso una mano en el hombro.

— Noelia, hemos hablado bastante en éste último tiempo. Le pido que confíe en nuestro Capitán. Y si no, al menos confíe en mí. Sabe que sólo quiero lo mejor para nuestra tripulación.

Miró a la pantalla principal. A su amigo, a quien había dado por muerto varias semanas atrás. Y luego a Culbert. Suspiró. Se ubicó frente a su consola de mando y puso en marcha los motores. Desde la pantalla, Tomás habló:

— ¡Drepali! ¿Khogarath so naru, bothan ugaste?

Los lémures se miraron entre sí. Stern ordenó:

— ¡Cierren las comunicaciones! ¡Ahora!

Enrique obedeció, asustado. Miró a Culbert, pero éste no le hizo caso. Miraba al Capitán con ojos extasiados. ¿Era el mismo hombre que le había propuesto infiltrarse en la secta de Stern y estaba fingiendo? ¿O aquellas profecías le habían lavado el cerebro? Rogaba por que la respuesta fuese la primera opción.

Gonzalo indicó que la nave había comenzado a perseguirlos. Noelia podía verlo también en su pantalla. También calculó que con la diferencia de velocidades entre ambas naves, nunca volverían a ver a Tomás. Si es que quien los había contactado era él, desde luego. Gonzalo le reenvió la información de los sensores externos sobre la otra nave. Apenas tenían armas y motores. Era una nave muy inferior a la de ellos. Era una suerte que Stern no hubiese decidido atacarla.

Cuando la perdieron definitivamente de vista, Stern habló:

— No voy a olvidar sus actitudes de hoy. Ni las de aquellos que ayudaron — Miró a Culbert y a Enrique — Ni a quienes se rebelaron. — Agregó, clavando sus ojos en una asustada Noelia.

Y se puso a predicar a los Drepali en aquel idioma que sólo ellos comprendían. Ellos y Tomás. Miró una vez más a su pantalla, esperando ver la nave de su amigo, pero no hubo caso. Habían perdido aquella oportunidad.

Ahora todo dependía de ellos. 

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