TOMÁS
Despertó. Había sido un largo sueño. O más bien una pesadilla. Miró hacia arriba, hacia el cielo. Levantó un poco la vista. El celeste intenso del cielo quedó interrumpido por una cadena montañosa. "Córdoba", pensó, aliviado. Así que todo había sido un largo sueño. No quería levantarse. Giró la cabeza hacia el costado opuesto. Fue una cachetada de realidad. Allí estaba la columna de humo. A lo lejos, aún podían verse los restos de la nave. El recuerdo de los hechos recientes asomó en su conciencia. Cerró los ojos. No quería recordar.
Pero lo hizo.
Estaban en el puente de mando. ¿Hacía cuánto? ¿Horas? ¿Días? El tiempo que fuese que había estado inconsciente, en todo caso. Los tres: Noelia, él mismo... y el otro. El que se hacía pasar por Stern. Y él había descubierto su engaño.
— ¡Ahora lo entiendo! — había exclamado Tomás. — ¡Noe, éste no es Stern!
Noelia lo había mirado, confundida.
— ¿Cómo que no? ¡Si se ve igual, habla igual y hasta se mueve igual!
— Vos lo dijiste, Noe. Hace todo igual. Pero nada más. ¿Quién sos?
— Supongo que mi imitación del que ustedes llaman David Stern no fue del todo convincente. Al menos no hasta que terminé de indexar los patrones sinápticos de este cuerpo con los datos recogidos por la nave durante su viaje sobre la personalidad del antiguo capitán.
— ¿Y entonces quién sos? — Volvió a preguntar Noelia.
La criatura con forma de Stern se tomó un instante para pensar su respuesta. Finalmente respondió:
— Mi especie se comunica mediante variaciones de patrones luminosos infrarrojos, así que mi nombre no es compatible con ningún sonido que se pueda producir con algún idioma humano. — Sus manos serpenteaban como las del David Stern original. Tomás sintió un escalofrío al notarlo. Ni en la enfermería ni en el calabozo lo había hecho. Su imitación había sido un tanto... acartonada en aquella ocasión. — Si tengo que elegir una denominación acorde a la original, eligiendo palabras de entre todos los idiomas de la Tierra, elijo llamarme Talmud Vetruvio y así pueden llamarme. Al menos durante el tiempo que les quede de vida. — Con una de sus manos corrió un panel de la pared mientras hablaba. Tocó unos controles. Las luces del puente se activaron, revelando que en su otra mano poseía un arma. Tomás dio un respingo. Noelia lo miró, desafiante.
— ¿Entonces vos sos el dueño de la nave?
Talmud Vetruvio pensó mucho su respuesta.
— No. Y a la vez, sí. Estoy por encima del concepto de propiedad. En todo caso, yo soy... era uno con la nave. Pero los verdaderos dueños fueron ustedes, desde el momento en que elegí aterrizar en su planeta. Como antes lo fueron decenas de otras tripulaciones, ya descartadas hace mucho.
Tomás comenzó a comprender una buena parte de su historia reciente.
— ¿Entonces vos fuiste quien nos dotó de los conocimientos necesarios para mantener... mantenerte funcionando?
El humano que no era humano se tocó la punta de la nariz con un dedo índice. Su humor cambió. De pronto se había vuelto más amable.
— ¡Correcto! A aquellos con experiencia en el trabajo manual y la confección de mecanismos, por ejemplo, les di conocimientos de ingeniería. A gente como tú, Noelia, que tenía habilidades relacionadas con la coordinación mano/ojo y las matemáticas las elegí para pilotearme. En tu caso ayudó muchísimo tu fascinación con esa ridícula superstición denominada zodiaco, también. Y a tí, Tomás, que creciste anhelando viajar por las estrellas, que conocías de memoria las vivencias de uno y mil capitanes ficticios, a tí te elegí para trazar los caminos que íbamos a recorrer juntos.
Tomás y Noelia se miraron, extrañados.
— ¿Y Stern? ¿No era él la primera opción para ser el Capitán?
El ser que se hacía llamar Talmud Vetruvio le devolvió una mirada repleta de auténtica pena que contrastaba con el hecho de que en su mano aún sostenía el arma.
— No. A él apenas lo quería como ayudante de cocina. Fuiste tú y tus inseguridades quienes le otorgaron un puesto que era tuyo por derecho. Afortunadamente, pudiste reaccionar a tiempo para recuperarlo.
Tomás resopló, decepcionado.
— ¡Para lo que me sirvió!
— No entiendo. — Interrumpió Noelia. — ¿por qué decís eso, Tomás?
Él la miró.
— Vos sabés por qué. Por estar al mando perdí mi relación con Flor, casi me cuesta mi amistad con Quique... ¡Y encima hay gente que se queja tanto de mí que hasta sabotearon las elecciones para hacerme quedar como un tramposo!
Su secuestrador levantó la mano que tenía libre, sin dejar de apuntarles.
—Creo... Creo que eso último fue mi culpa.
Los ojos de Tomás refulgieron de ira. Aquel hombre no sería Stern, pero si admitía su culpabilidad en el adulteramiento de los resultados de las elecciones, entonces le había quitado casi tanto como el David Stern original.
— ¿Qué querés decir?
— No recuerdo mucho. Mi cuerpo anterior estaba muy enfermo. Y mi cerebro actual aún está ajustándose al espectro emocional humano. Pero creo que al encontrar ese proceso en mi sistema, traté de evitar por todos los medios que alguien te quitara autoridad. Yo te elegí para tu puesto. Y allí quería conservarte. De cualquier forma, aquello fue la reacción de un cerebro colapsando.
Tomás intentaba asimilar aquello, cuando Noelia preguntó:
— ¿Estabas enfermo? ¿Cómo?
— Con el mismo virus que los enfermó a ustedes. Ése que inyectó en mi estructura la criatura conocida como Deragh, al chocar contra nosotros.
Tomás y Noelia se miraron, sorprendidos ante aquella revelación.
— ¿Entonces la epidemia de Quilombo no tuvo su origen en Olimpo? ¿Fue una venganza de Deragh?— Preguntó Noelia, al mismo tiempo que Tomás dijo:
— ¿Entonces todos los supuestos atentados y fallas de sistemas que sufrimos fueron causados por tu enfermedad?
Talmud Vetruvio sonrió levemente ante sus reacciones. Involuntariamente bajó un poco su arma.
— Sí y sí. Luché contra la infección durante meses. Me afectó en todos mis sistemas. ¡Hasta impidió tareas básicas, como reprimirles a ustedes el deseo de regresar a su mundo y volver a ver a los suyos! — Tomás recordó el informe de Culbert en el que le decía que más de una vez había oído a algún tripulante comentar que quería regresar a la Tierra. Si la ausencia de nostalgia había sido provocada artificialmente, entonces aquella había sido la "Nave del Olvido" de la que hablaban las canciones. — Al comprender que ya no tenía cura, opté por clonar un cuerpo utilizando mi archivo de muestras genéticas y trasladar mi conciencia a él. Irónicamente, fue el pueblo de Deragh quien me dio la idea. — Levantó su arma una vez más. — Y ahora, si me disculpan, necesito enviar un mensaje a mi gente. Si bien sentimos una compulsión por recorrer las estrellas sin rumbo fijo, no somos una especie que se caracterice por poseer una naturaleza gregaria, por lo que alguien de mi especie puede tardar siglos en llegar. Y quiero hacerlo antes de quedar irremediablemente varados en aquella roca a la que ustedes nos conducen.
Sin dejar de apuntarles avanzó hasta la consola de comunicaciones. Tomás y Noelia lo observaron, impotentes, mientras el humano que no era humano trabajaba en ella.
— ¿Qué va a pasar con nosotros cuando lleguen los tuyos? — Quiso saber Tomás. Talmud Vetruvio le respondió alzando sus hombros, sin siquiera permitirle una mirada.
Comenzó a preparar el mensaje, pero al tener una sola mano disponible se le complicaba. Comenzó a bufar de frustración cada vez que un pitido anunciaba que había cometido un error. Finalmente abandonó su tarea para enfocarse en sus rehenes.
— ¡Ustedes! ¡Aléjense de la salida! ¡Lo más lejos posible! ¡Los quiero allí, en el extremo más alejado!
Con la punta del arma señaló hacia la consola de Seguridad. Aquella ubicación los dejaba lejos de la puerta de salida, sí. Pero bastante cerca del falso Stern. Tomás lo notó y con disimulo se lo señaló a Noelia, quien asintió. Talmud Vetruvio parecía demasiado concentrado en lo que hacía. Había mencionado que aún tenía problemas para ajustarse al cerebro humano. Quizá su aparente bipolaridad fuese un ejemplo de sus dificultades. Y su concentración también, pensó Tomás.
— Voy a intentar quitarle el arma. —Susurró. Noelia lo miró, seria. Luego asintió.
— ¡Te ayudo! — Respondió, usando una mezcla de susurros y señas.
Tomás pensó en disuadirla, pero supo que de hacerlo se estaba arriesgando a poner en evidencia su plan. Realizó la cuenta regresiva con sus dedos. Tres... Dos... Uno... ¡Ahora!
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