Se alejó de aquellos con quienes deseaba permanecer en aquella crisis. Y en aquel acto sintió que estaba personificando una metáfora de lo que había sido su mandato como Capitán de la nave Libertad. Enrique lo había enfrentado, una vez más, antes de ayudarlo a escapar de su celda, aunque esto último había sido por su propia conveniencia, más que un gesto de amistad. Florencia volvía a tratarlo como un mero amigo. Y buena parte de la tripulación creía que era un estafador sediento de poder. Quizá fuera el momento de admitir su fracaso y abandonar el papel de líder, se dijo.

La oscuridad seguía a su alrededor, cada vez más impenetrable. Su mirada se había acostumbrado a la prácticamente nula luminosidad que envolvía los corredores de la nave. Y aún así no alcanzaba a ver sus manos al final de sus brazos extendidos hacia el frente.

Tanteó una pared. Había llegado a la intersección entre los pasillos que se dirigían al puente hacia la izquierda y al hall de entrada a la derecha. Sabía que Stern se dirigía al puente, así que viró hacia la izquierda.

Caminó, dando pasos cortos, afinando el oído en busca de pasos, respiraciones o cualquier sonido que delatara a su presa. ¡Si tan sólo Culbert o Caz estuvieran allí!, pensó. Y entonces vio el chispazo a la distancia. Sus pupilas se contrajeron al instante, provocándole un ligero dolor en sus ojos. Apuró el paso, con sigilo. ¡No estaba tan lejos! ¡Debía evitar que llegara al puente! Supo lo que debía hacer, aunque no quisiera hacerlo. Más tarde afrontaría las consecuencias. Ahora la prioridad era eliminar la amenaza. Eliminar a Stern. Sacó el arma que le había entregado Enrique. Aquella arma que le habían quitado al guardia durante el escape. Suspiró de pena al sentir el anatómico mango en la palma de su mano.

Y entonces sintió un fuerte golpe en la nuca que lo derrumbó. Cayó con todo su peso sobre su pecho. Intentó girarse, pero sintió un fuerte golpe en la cabeza, probablemente una patada. Luego otra. Y otra más.

Y luego ya no sintió nada.