TOMÁS


Luego de dejar atrás un cinturón de fábricas, la expedición llegó a Gutara-Er-Goragan-Er-Dowe a primera hora de la tarde. El día parecía durar prácticamente lo mismo que en la Tierra, lo que les simplificaba el adaptarse al horario. De todas formas estaban muy cansados. No habían encontrado ninguno de los puestos de ayuda de los que había hablado Zowedo-Er-Alawa-Er-Gutara-Er-Goragan-Er-Dowe.

La arquitectura del lugar era impresionante. Funcional, pero con ribetes artísticos que hacían que las construcciones fuesen sumamente agradables a la vista. Se notaba que había edificios de distintos períodos históricos, porque los edificios viejos se mezclaban con los nuevos.

Culbert le hizo una observación interesante:

— No hay murallas, ni guardias, ni policías. Y algunos edificios son realmente muy viejos. Me da la sensación de que la guerra no llegó nunca a esta ciudad. O hace siglos que no hay una, al menos.

Tomás miró alrededor. Era verdad. Y confirmaron aquello que habían observado desde el aire: no había pobreza. Aquel planeta realmente parecía ser una utopía. Pero se reservó el comentario, al recordar lo sucedido en Olimpo.

Pasaron por un mercado, en donde podía verse toda clase de comidas. Quique se llevó una mano al abdomen, intentando mitigar la sensación de hambre, pero nadie le hizo caso. A lo lejos distinguieron a unos trabajadores en una obra en construcción. Parecían llevar abrigos de piel, lo que sin duda era extraño, teniendo en cuenta que la temperatura del lugar era bastante agradable. Tomás quiso preguntarle el porqué a su guía, pero ella lo interrumpió señalando hacia un enorme edificio que se veía cerca de allí.

Se trataba del lugar donde habitaba el gobernante del lugar. Era una especie de palacio, construido con rocas talladas. A lo largo de la entrada se notaban lo que debían ser los primeros faroles a gas de aquel mundo. Podía verse que se encontraban atravesando lo que en la Tierra había sido el siglo XVIII ó XIX, pero con algunas diferencias, como la existencia de algunos rascacielos en las periferias del palacio.

Entraron directamente. Nadie les detuvo, ni les exigió saber qué estaban haciendo allí. Por lo tanto, no tardaron mucho en llegar frente al gobernante del lugar. Se trataba de un hombre que, de haber sido humano, habría aparentando unos cuarenta años de edad. En su rostro tenía las mismas protuberancias y manchas que la granjera que los había llevado hasta allí. Al ver al grupo de visitantes en su sala, los saludó:

— ¡Agradables tardes, Peregrinos! ¿Han venido a mí con noticias, reclamos o sugerencias?

Zowedo-Er-Alawa-Er-Gutara-Er-Goragan-Er-Dowe se adelantó y respondió:

— ¡Agradables tardes, Gobernante! No traigo ninguna de las mencionadas opciones, sino algo mucho mejor. ¡Le traigo la Notoriedad que le permitirá reemplazar a su padre en la denominación de estos tiempos!

El Gobernante sonrió con tristeza. Había algo demasiado humano en aquel gesto.

— ¡Ay, jovencita! ¡Si tan sólo supieras la cantidad de Peregrinos que han venido a mí a lo largo de mi vida prometiendo una hazaña similar! — Suspiró. — No voy a negarte que durante mi juventud este fue mi mayor anhelo. Pero las matemáticas no mienten. Es altamente improbable que sucedan dos hechos que ameriten semejante honor, a lo largo de dos generaciones y justamente en el mismo país. Ya he hecho las paces con este hecho, así que no tengo esperanzas de ser recordado más que como lo que intento ser: un Gobernante justo.

Zowedo-Er-Alawa-Er-Gutara-Er-Goragan-Er-Dowe sonrió. Se volteó hacia el grupo de humanos y les pidió que se quitaran las capuchas. Cuando estos lo hicieron, el Gobernante no dio crédito a sus ojos.

— ¡Pero...! ¿Qué son ustedes? ¿Grubos?

Tomás se adelantó y habló en representación del grupo.

— No sabemos qué son los Grubos de los que hablan, señor Gobernante. Mi nombre es Tomás, y soy el Capitán de una nave espacial. Somos seres humanos. Venimos del espacio, desde otro mundo.

Faerig-Er-Dowe-Er-Gutara-Er-Goragan-Er-Dowe abrió su boca, intentando hablar, pero no pudo. Había demasiadas preguntas pugnando por salir al mismo tiempo, por lo que se quedaban atoradas en su boca, como si de Los Tres Chiflados se tratase. Tomó aire (y valor) y volvió a intentarlo.

— ¿Entonces hay vida en otros mundos? ¡Se ha teorizado sobre esto durante varias eras, pero nunca antes pudo demostrarse! — Luego se dirigió a su súbdita. — ¡En verdad éste descubrimiento es lo suficientemente notable como para darle mi nombre a una nueva era, jovencita! Dudo que el Comité de Notoriedad se niegue a hacerlo. ¡Y me encargaré personalmente de que recibas tu justa recompensa!

Zowedo-Er-Alawa-Er-Gutara-Er-Goragan-Er-Dowe hizo un gesto con sus manos que evidentemente era una demostración de agradecimiento. Tomás interrumpió.

— Señor... La razón por la que acudimos a usted y no a otro Gobernante es que su territorio tiene algo que necesitamos.

El Gobernante dejó a un lado su alegría. De pronto se había convertido en alguien cauto, alerta y con el peso del destino de su pueblo bajo sus hombros. Estaba preparándose para negociar, comprendió Tomás.

— En nuestro territorio tenemos un dicho, señor Tomás: "Aquel que golpea a tu puerta con un obsequio probablemente quiera algo a cambio."

Tomás sonrió.

— Tenemos un dicho parecido en nuestro planeta: "Nada es gratis en esta vida".

El Gobernante sonrió con beneplácito.

— Me gusta, me gusta. Y dígame, entonces. ¿Qué es lo que necesitan de nosotros?

Tomás había pensado en varias reacciones posibles para su propuesta: que el deuterio fuese algo sagrado para ellos, que no compartieran la idea de comerciar con seres de otros mundos y hasta que el Gobernante decidiera encerrarlos en un zoológico para tenerlos como prueba de su descubrimiento. Ocultó sus inseguridades bajo una máscara de certeza e hizo su propuesta.

— Necesitamos un gas llamado deuterio. Localizamos un yacimiento que se encuentra unos metros debajo de su territorio. Lo que queremos pedirle es su permiso para extraerlo.

Faerig-Er-Dowe-Er-Gutara-Er-Goragan-Er-Dowe se quedó pensativo. Tomás comenzó a temer lo peor, pero logró disimularlo.

— ¿Deuterio? — Preguntó. Tomás recordó al rey espartano en una película, preguntando "¿Agua y tierra?", justo antes de arrojar al mensajero al pozo. Un escalofrío le abrió la espalda a la mitad.

— Deuterio. — Afirmó Tomás.

El Gobernante lo miró fijo. Luego sonrió. Finalmente lanzó una fuerte carcajada. Los humanos cruzaron miradas de estupefacción.

— ¡Perdón, mis amigos! — Faerig-Er-Dowe-Er-Gutara-Er-Goragan-Er-Dowe se obligó a dejar de reír. — ¡Es que realmente me parece un trato poco justo! ¡Cambiarán para siempre a nuestro mundo, y a cambio nos piden un recurso que para nosotros es inútil! ¡Esto no es justo para ustedes! ¡Les propongo conversarlo mientras comemos algo! ¡Seguramente estarán hambrientos, después de semejante travesía!

Tomás estaba a punto de aceptar, cuando Enrique lo interrumpió.

— ¡Señor Gobernante, esa es la mejor idea que escuché desde que llegamos a su mundo!

Y todos rieron.

Aquella fue la última vez que Enrique rió con ganas en mucho tiempo.

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