TOMÁS
Despertó con miedo a hablar. Temía descubrir que una vez más su cerebro pensaba una frase pero su boca decía algo completamente diferente. Después de todo, así habían sido sus últimos despertares. Abrió sus ojos. Diana y Culbert lo observaban, como esperando algo. Y supo qué era lo que esperaban. Así que dejó a un lado sus temores y habló.
— ¡Por favor, díganme que me entienden!
Diana gritó un festejo.
— ¡Bien, nene, bien! ¡Ya está! ¡Estás curado!
Tomás sacudió la cabeza.
— ¿Qué pasó? ¿Cómo están todos?
Quiso levantarse, pero Culbert lo obligó a permanecer recostado.
— ¡Tranquilo, Capitán! Todavía debe seguir con el tratamiento, pero ya está fuera de peligro. Están todos bien.
— Sí — Interrumpió la doctora. — Algunos están más golpeado' que otros, pero nadie tuvo heridas fatale'. Van a haber culpas y traumas pá' tirar para arriba, pero vamos a estar todos enterito', que no es poco.
— Bueno, eso tampoco está muy bueno que digamos. — Comentó Tomás.
— ¡Ustede' los pibe' no se conforman con nada, che!
Tomás y Culbert se miraron. El agente levantó sus hombros.
— Lo importante, nene, es que acá el problema era algo parecido a un viru', pero en lugar de infectar las célula' y reproducirse inyectando su ADN, lo que hacía era meterles patrone' de comportamiento a las neurona' y después morir. ¡Por eso no encontraba la causa de los síntoma'!
— ¿Y cómo los encontró?
— Estudié a Toblerone, al bicho grande y a todos los humanos infectado', como esta chica Noelia. Resulta que el Bicho tiene varias células en común con nosotro', pero el gato es completamente diferente. Así que busqué qué proteína' y estructura' celulare' teníamos todos en común. Y así encontré los cadávere' de los viru'. Con esos resto' pude rearmar un viru' completo. ¡A partir de ahí, ya todo lo demá' fue una pavada!
Tomás entendió la mitad de lo que le había explicado. En parte por estar agotado, en parte por la particular manera de hablar de la doctora. Asintió, le ordenó que siguiera atendiendo a los demás y tras escuchar un par de informes breves que le pidió a Benjamin, se dejó llevar por el cansancio.
Despertó algo después. Alguien le acariciaba el rostro con ternura. Abrió los ojos y sonrió al encontrarse con los de Florencia.
— ¿Estás bien? — Preguntó él, desde la camilla. En otro contexto podrían haberse reído. Y hasta incluso ella se hubiese quejado de que él le había robado el parlamento. Pero el alivio de verse mutuamente después de lo vivido en Olimpo fue más fuerte. Aquello no era cariño, ni amor. Era algo más.
Ella no respondió. Simplemente se trepó a la camilla y se recostó con él. Tomás se puso nervioso. La mayoría de los pacientes ya habían sido dados de alta, pero la sala distaba bastante de estar vacía. Y él no estaba acostumbrado a las demostraciones públicas de afecto. Ella debió notar su intranquilidad, porque le susurró:
— Tranquilo. Sólo quiero que me abraces. ¡Lo necesito!
Él se dejó hacer. Florencia se recostó. La camilla era angosta, pero con algo de voluntad pudieron entrar los dos. Aquello se sentía bien. Definitivamente se sentía muy bien. No hablaron. Simplemente se abrazaron, extasiando cada uno de sus sentidos con los estímulos que el otro les brindaba: el perfume de su pelo, la suavidad y el sabor de su piel, el rítmico tamborileo de sus corazones, la visión del ser amado.
Tomás comenzó a acariciarle el cuero cabelludo, jugueteando con sus cabellos. Ella sonrió, cerrando sus ojos.
— Me encanta eso. Mi papá me hacía dormir así, cuando era chiquita, así que me da mucha paz.
Tomás, que ya estaba habituado a los comentarios extraños de Florencia, sólo comentó, gratamente sorprendido:
— ¡Es la primera vez que me decís que te gusta una caricia!
Ella se giró. Quedaron cara a cara, separados por escasos centímetros, o un pequeño puñado de milímetros.
— ¡Perdón! ¡No lo hice a propósito!
Él la miró, confundido. No había intentado quejarse, ni reprocharle nada.
— ¡No, Flor! ¡Vos perdoname! ¡No te lo dije por eso! ¡Al contrario! ¡Me gusta mucho que finalmente esté aprendiendo a conocerte mejor!
Pero aquello, en lugar de hacerla sentir bien, tuvo el efecto contrario. Ya podía ver las nubes negras de tristeza oscurecer el cielo de sus ojos.
— ¿Flor? ¿Estás bien? ¿Qué macana me mandé?
Dijo aquello intentando hacerla sonreír, pero fue peor.
— Yo te dije que era difícil.
Se levantó. Él también. Un mareo casi lo hace caer de la camilla. Sintió las manos de ella evitandole el golpe.
— ¡No te levantes todavía! — lo regañó.
— Bueno, pero entonces no te vayas. ¡Quedate conmigo! ¡Ayudame a entenderte!
Ella bajó la cabeza.
— ¿Cómo vas a hacer para entenderme, si ni siquiera yo me entiendo a veces?
El mareo cedió. Tomás se sentó. Rodeó las manos de Florencia con las suyas. Ambos temblaban.
— Dejame conocerte más. Así, por lo menos, tenés otro punto de vista de lo que te esté pasando. Y por ahí, en una de esas, entre los dos podemos saber más que si intentás entenderte vos sola.
Ella lo pensó. Algo de lógica debió encontrar en el planteo, porque en lugar de intentar alejarse, se le acercó. Lo abrazó fuerte, como despidiéndose. Luego lo miró a los ojos, sin soltarlo del todo. Y se lo dijo:
— Me diagnosticaron TEA hace ocho años. Desde el diagnóstico entendí mejor muchas de las cosas que me pasaban. Y mucho de lo que me hacía tan... "rara" a los ojos de los demás. Entendé que estaba en la secundaria. Una etapa de la vida malísima para ser diferente a la mayoría.
Él la miró, muy serio.
— Perdón, pero no sé que significa TEA. ¿Trastorno...?
— Trastorno del Espectro Autista, — Dijo Florencia, con una seguridad pocas veces demostrada. Y luego, con la expresión aliviada de quien se muestra ante los demás tal cual es, aclaró: — Soy autista.
Tomás se quedó en blanco. Realmente no supo qué decir. Y quizás no hubiera nada que decir. Imaginó lo difícil que era para ella contarle aquello. Y se preguntó por qué tenía que ser difícil. ¿O acaso ser autista no era un rasgo más de su persona? ¿Por qué la gente debía hacer todo un escándalo o ceremonia cuando alguien se abría de aquel modo? ¿Por qué era todo un tema poder contar abiertamente que uno era distinto a los demás? Nunca lo había entendido. Siempre lo había cuestionado, lo que era desencadenante de habituales peleas con su conservador padre.
Y entonces comprendió que en realidad no se había quedado sin palabras para decir. La verdad era que no había que decir nada. Sólo brindarle comprensión, respeto y cariño.
Y se abrazaron.
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