FLORENCIA


 Despertó sin haberse dado cuenta que se había dormido. Supo al instante dónde se encontraba: en el cuarto especial que habían construido con Diana. Aquello significaba que había tenido algún tipo de colapso. No quería levantarse, ya que ello implicaba enfrentar a Diana y contarle lo que le estaba sucediendo. Y es que iba a ser muy difícil, porque ella misma no sabía bien cual era la causa de su estrés. Aunque sí podía hacerse una idea general.

Las ganas de ir al baño fueron más fuertes y finalmente se levantó. Apagó la música, acomodó las sábanas y salió. Allí estaba su amiga la doctora. Se había quedado dormida sentada en su escritorio. Un alma caritativa (probablemente Michael) le había cubierto el cuerpo con una manta.

Corrió en puntas de pie hasta el baño. Cuando salió tuvo un instante de duda. ¿Qué debía hacer? ¿Aprovechar que Diana dormía para volver al buffet y así postergar una conversación que no tenía ganas de tener? ¿O quedarse y enfrentar lo que dicha conversación le terminara revelando?

Se decidió por la primer opción. La que siempre elegía. Huir y evitar las consecuencias. Caminó en silencio hacia la puerta. Entonces escuchó a Diana murmurar. Lloraba en sueños. Aquello le dolió. Uno no llora en sueños cuando está feliz. Y él dolor de aquella mujer había pasado a ser también un poco el suyo, porque así se siente una amistad verdadera.

Supo que no podía irse. No podía dejarla así. Caminó hasta el escritorio y se sentó frente a ella. Diana sollozó unas palabras bastante claras:

— ¡Yo no lo maté, Juli! ¡Te juro que hice todo por salvar al yanqui loco ese! ¡Pero yo no nunca maté, hijita! ¡Vení con mamá, no te vaya'! ¡No me deje' de vuelta, por favor!

Aquello le quebró el corazón. Quería despertarla, pero ¿debía? ¿No sería peor? Estiró su mano hacia ella, pero se detuvo. No supo que hacer. Se quedó allí, con la mano extendida hacia su madre adoptiva, inmóvil, congelada en el tiempo y el espacio.

De repente las manos de la doctora salieron disparadas hacia ella y Florencia, que no se lo esperaba, gritó del susto. Esto despertó a Diana, que a su vez también gritó al oír su grito. El grito de la doctora, entonces, la asustó todavía más, haciéndola gritar de nuevo.

Las dos se quedaron ahí, mirándose entre ellas, con el corazón golpeando el pecho como si quisiera escaparse de aquel lugar. Luego, contra todo pronóstico, Florencia comenzó a reír a carcajadas. Diana se le unió.

— ¡Ay, nena! ¡Qué julepe machazo que me "pegastes"!

Siguieron riendo. Cuando se calmaron, Florencia le preguntó:

— ¿Estabas teniendo una pesadilla?

Diana se enderezó en su silla.

— ¿Pesadilla? ¡No! ¡Para nada!

Sin dudas en la voz Florencia afirmó:

— Estabas teniendo una pesadilla. — Diana comenzó a negarlo. — Te escuché hablando dormida.

La doctora dejó de hacer cualquier intento de negación. Ahora era visible su preocupación. Florencia divagó un instante, recordando aquella canción que había escuchado hacía mucho: "I hear the secrets that you keep, when you're talking into sleep". Sonrió, aunque no era precisamente el momento de sonreír.

— ¿De qué te reí', nena? ¿Dije algo gracioso mientras dormía? — No lo preguntó al pasar. Lo preguntó con doble intención, le pareció.

— ¡Perdón! ¡No me reía de vos! — Hacía tiempo que se había dado cuenta que Diana no siempre se levantaba del mejor humor. En esos casos lo mejor era cuidarse de lo que se hablaba.

La doctora sacudió su cabeza para despejarse.

— ¡Pero che! ¡Qué caripela! ¡Tranquila, que 'toy medio abombada todavía, pero no me olvidé de todo lo que te quiero! ¿Eh?

Aquello relajó a Florencia. Al verla más tranquila, la doctora le preguntó cómo se sentía. Respondió que mucho mejor, aunque aquella era una verdad a medias.

Diana lo notó:

— Vos tené' un problema, corazón. Y no es uno de los que se solucionan con una siesta. ¿Qué te pasó? Contame.

No supo qué responder. No tenía una respuesta. Ni para la doctora ni para ella misma. Y lo peor es que lo que la estaba devorando por dentro estaba allí, oculto en el mismo rincón de su cabeza que las palabras que se esconden en la punta de la lengua, o los fugaces movimientos que uno capta con el rabillo del ojo. Era algo que estaba, pero a la vez no, como el gato cuántico de Schrödinger.

— No. Estoy bien. — Y refutó: — No. No estoy bien. Creo.

Diana abrió grandes los ojos. Luego los entrecerró, suspicaz, mientras inclinaba la cabeza hacia un costado.

— ¿Todo bien con Tomás?

Florencia asintió con énfasis pero en silencio. Luego disminuyó la velocidad de los movimientos, asintiendo lentamente. Finalmente bajó la mirada al piso mientras negaba.

— ¿Qué pasó, corazón? ¿Te hizo algo mal?

Florencia levantó la mirada. Estaba llorando.

— ¡No! ¡No me golpeó, ni nada de eso! Es respetuoso, tierno, me escucha cuando le cuento algo. ¡Incluso me pregunta cosas sobre el autismo, para tratar de entenderme mejor! ¡Tomás el novio es todo lo que siempre quise, en cierta forma!

— ¿Y entonce'? — Diana juntó las yemas de sus dedos apuntando hacia arriba, haciendo el gesto que Florencia había bautizado "el ademán italiano". Aquello siempre la hacía reír. Casi siempre. Ahora no.

— ¡No sé! — Se quedó pensativa. — Me molestó que me quisiera ocultar qué estaba pasando con los Gaudiros y los Gorems. Que me tratara como una más de la tripulación. ¡Me molestó mucho!

Diana le aferró una mano con fuerza. Ya había aprendido que para su hija adoptiva aquel contacto era lo más cercano a una caricia que podía tolerar.

— Nena, corazón, no es fácil ser jefe. Tenele paciencia, por favor. Yo no voy a estar acá para siempre, y quiero quedarme tranquila sabiendo que cuando me vaya vas a tener a tu lado a alguien bueno. ¿Sabé'? Y el Tomy tendrá mil bardo', pero es un buen tipo.

Florencia se levantó. Rodeó el escritorio hasta quedar a su lado y la abrazó con fuerza. Para sorpresa de Diana, hasta se dejó acariciar la cabeza.

— ¡No vuelvas a decir nunca eso! ¡Vos nos vas a terminar enterrando a todos! ¿Sabés?

Sin dejar de acariciarla, la doctora respondió:

— ¡Yo 'toy llena de achaques, nena! ¡Ya me curé como tres tumore' desde que estoy acá! ¡Por suerte el cáncer es más inofensivo que un resfriado, con la tecnología que tenemo' en el hospital!

Florencia se apartó. Haciendo un esfuerzo tremendo la miró a los ojos. No mentía.

— ¿Segura?

— Segura. Ni siquiera necesité ayuda. ¡Imaginate!

Florencia meditó sus palabras.

— ¿Y no me pueden curar a mí?

Diana la miró sin entender, preocupada.

— ¿Por qué lo decí'? ¿Qué te anda pasando?

— Por lo mío. — Seguía sin comprender. — ¡El autismo!

El rostro de Diana se convirtió en el de una madre viendo cómo sus hijos se desengañan al descubrir que ella le compraba los regalos en Navidad.

— ¡No, corazón! ¡No se puede! Te puedo seguir dando las pastilla' que te doy, para mantenerte enfocada y frenar la hipersensibilidá', pero no puedo hacer mucho má'.

La decepción de Florencia era tangible.

— ¿Por qué?

Diana volvió a aferrarle la mano.

— Porque lo tuyo no es una enfermedad. Es un trastorno.

— No entiendo.

— Simplificando, la enfermedad tiene un causante. Un viru', una bacteria, una sustancia. Un trastorno no. Es parte de quién sos, como el color de pelo, la altura o la forma de tu cara. La medicación que te doy no te va a "curar", porque no tené' nada que curar. Pero te va a ayudar a sobrellevar mejor las consecuencia' del trastorno. ¿Me entendés?

Florencia respondió afirmativamente con un movimiento de la cabeza. Estaba triste, aunque ya no lloraba.

— ¿Por qué nací así, Má? — era la primera vez que la llamaba así. Ni lo había pensado. El término salió de su boca sin anunciarse ni pedir permiso. Ambas se quedaron estupefactas. Luego intercambiaron una sonrisa repleta de ternura.

— ¿Por qué nacimo' todos como nacimo', hijita querida?

Tenía razón. Aquella pregunta la acompañó el resto del día.

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