FLORENCIA


 Contemplaba su más reciente logro culinario: una especie de tofu, creado mediante extractos de proteínas vegetales resecuenciadas extraídas de las plantas del invernadero, que podía tomar el sabor y color prácticamente de cualquier otro alimento. Así, aquella noche había conseguido hacer una pila de esponjosos cubos de varios colores y diversos sabores. Iba a ser una cena divertida.

Salió de la cocina y vio a Diana en una de las mesas. Aquello la alegró, como solía pasar. En cierto sentido, la doctora había terminado siendo una especie de "madre" para los tripulantes, pero ella sabía que entre ellas dos el vínculo era aún más fuerte. Algo así como que se habían adoptado mutuamente.

Incluso se llevaba mejor con ella que con sus verdaderos padres. Ellos nunca se habían sentido del todo cómodos con ella. El diagnóstico no había mejorado las cosas, tampoco. Habían minado su ya de por sí frágil autoestima con inseguridades que ella nunca había considerado posibles. Inseguridades que en realidad pertenecían a ellos. ¿Sería que aquellos traumas eran contagiosos? ¿O era otro de aquellos rasgos de su personalidad que ella misma no terminaba de entender, el hacer propias las dudas ajenas?

Entonces cayó en la cuenta de que se había quedado allí, frente a la puerta de la cocina, mirando hacia la nada. Tobermory estaba descansando y Diana conversaba con Michael Parrish, así que nadie había notado su momento de abstracción.

Se dirigió a la mesa de Diana. Algo había cambiado en su estado de ánimo. Podía sentir la ansiedad trepando por la parte interna de la nuca, como una cruel araña dispuesta a devorar su fugaz felicidad. ¡No! ¡No podía permitirlo! ¡Ella tenía tanto derecho como todos los demás a ser feliz! ¿Por qué justo ahora tenía que pensar en sus padres? ¿Y ahora qué podía...?

— ¿Nena, estás bien vó? ¡'Tas muy pálida!

Otro episodio de ausencia. ¿Pero por qué? ¿Por qué justo ahora?

— No estoy bien. — Las palabras salieron en un hilo apenas audible de voz. Comenzó a temblar.

Diana saltó de la silla. Quizás habría pensado que estaba por desmayarse, pero ella sabía que no. Se quedó allí, con sus ojos pasando de Diana a Michael, de Michael a Diana. Pensó que no iba a poder hablar, pero lo consiguió:

— Estoy teniendo un ataque de ansiedad. No te preocupes.

— ¡Ansiedad las tarlipes! — La escuchó decir y sonrió. Por eso le gustaba compartir tiempo con ella. Porque incluso cuando peor se sentía, Diana podía hacerla sonreír. — ¡Vó' te venís conmigo para el hospital! ¡A ver, nene, ayudame. ¿Queré'?

Alcanzó a percibir cómo entre ambos se repartían el peso de su cuerpo. Odiaba ser una carga. Siempre lo había odiado, lo que la había llevado a buscar conseguir la mayor autosuficiencia posible. Aunque en aquel momento en particular comprendió que quizás lo mejor iba a ser dejarse ayudar.

Y se dejó arrastrar hasta el hospital.

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