FLORENCIA


Caz y Florencia llegaron al corral. Ella notó cómo el Graahrknut dedicó un par de segundos a absorber los olores que emanaban las criaturas allí alojadas. Pudo ver con claridad cómo su rostro reflejaba el placer que aquel perfume despertaba en él. A veces envidiaba cómo los demás podían encontrar la felicidad en cosas tan cotidianas.

— ¡Aaahhh! ¡—Rrrealmente necesitaba esto! ¡No deja de sorrrprrrenderrrme cuánto me conoces, mi amiga!

Florencia sonrió. Era la primera vez que Caz se refería a ella como "amiga". ¿Sería que aquella combinación de esencias afectara a su especie como el alcohol lo hacía con los humanos? ¿Liberando restricciones autoimpuestas y soltando la lengua? No importaba, se dijo. Lo único importante era que en aquel ser tenía un amigo. Lo demás era anecdótico.

— Gracias. Pero no te traje acá para eso.

El Graahrknut torció su cabeza. Le recordó a un perro cuando está confundido. Aquello casi la hizo lanzar una carcajada.

— ¿No? ¿Y entonces parrra qué?

En lugar de contestarle, se adentró en el hangar. Su amigo la siguió, intrigado.

— Veo que hay tantos olores distintos que no te das cuenta, ¿no?

— ¿No me doy cuenta de qué? — El gigante estaba tanto intrigado como ansioso. Se le notaba en todo su ser.

— A mí me dolió enterarme, porque la quería mucho. Pero estoy segura de que para vos van a ser buenas noticias. — Caz no hizo ningún comentario. Se limitó a observarla, con genuina desesperación. Su cara era la epítome de la angustia. Se permitió hacerlo sufrir un segundo más, con la perversa satisfacción de aquel que le hace una broma pesada a un amigo. Finalmente le explicó:

— En el accidente, falleció Pirucha, una de las bueyes. Estaba por desechar el cuerpo, pero después pensé si no sería mucho más noble dejar que su cuerpo muerto sirviera para nutrir a un cuerpo vivo.

Caz comenzó a babear. Densos chorros de saliva caían por los costados de su hocico.

— ¿Quierrres decirrr...?

— Es toda tuya, amigo. Honrá su existencia volviéndola parte de la tuya.

— ¡Así lo harrré! — Olisqueó el aire hasta encontrar la fragancia que estaba buscando. Sonrió con todos sus afilados dientes expuestos. — ¡Grrracias!

Y tras lanzar un fuerte rugido, echó a correr hacia su cena.

Florencia hubiera querido quedarse a compartir aquel momento, pero sabía que su estómago no iba a poder soportarlo. Se marchó, dejando a su amigo disfrutar de la más íntima tradición de su propio pueblo, la del saborear un cuerpo muerto.

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