ENRIQUE


El palacio estaba vacío. Toda la ciudad y habitantes de sus suburbios se encontraban en los alrededores de la nave, festejando el acontecimiento histórico y satisfaciendo su curiosidad. Poco les costó a Enrique y Raúl escabullirse en su interior. El carácter confiado de aquel pueblo y la consecuente ausencia de guardias también les ayudó.

Sabiendo que estaban siendo vigilados por Culbert, habían realizado un recorrido en apariencia errático, corriendo y escondiéndose cada vez que habían tenido oportunidad.

— ¿Habremos perdido de vista a Culbert? — Preguntó Enrique.

— Tranquilo. De estar siguiéndonos ya habría intervenido. El mero hecho de estar aquí ya hace peligrar el dichoso acuerdo.

Enrique le dio la razón.

Encontraron los corrales donde se encontraban prisioneros los Gorems antes de lo que habían calculado. Había unos treinta o cuarenta esclavos allí. Abrieron las puertas, pero los seres no parecieron entender lo que aquello significaba. Enrique se lamentó por ellos. Estaban tan acostumbrados a la servidumbre, que ni siquiera tenían un mínimo anhelo de libertad. Aquello iba a cambiar.

Ubicó al Gorem que lo había atendido durante el tétrico banquete.

— ¡Fadis! — Siempre había tenido problemas para recordar nombres, pero aquel se le había grabado a fuego en su memoria. El peludo ser levantó la cabeza. — ¡Vení acá!

Fadis caminó fuera del corral, listo para cumplir con sus órdenes. Aquella actitud servil lastimó un poco a Enrique. Se consoló diciéndose que aquello estaba a punto de cambiar. Tuvieron que insistir bastante para que el resto de los esclavos comprendieran que debían acompañarlos. Una vez afuera, corrieron de vuelta a la nave, procurando evitar las aglomeraciones de gente. Lograron escabullirse al interior de la nave con relativa facilidad. Una vez dentro cerraron las compuertas. Raúl se dirigió a un puesto de control de interfaz del hall de entrada. Enrique, mientras tanto, ordenó a Fadis y los demás que permanecieran quietos donde estaban, mientras él mismo se alejaba de ellos. Cuando Estuvo a suficiente distancia le hizo una seña a su cómplice. Éste activó la subrutina que estaban necesitando. Los brazos metálicos surgieron del techo, ávidos de imbuir sapiencia y conocimientos en aquellos cerebros casi vírgenes. Los Gorems fueron elevados en el aire, mientras sus cuerpos se retorcían, convulsionando. Enrique sintió un estremecimiento al pensar que todos en la nave, él incluido, habían pasado ya por lo mismo.

Al terminar el proceso, los Gorems fueron depositados en el piso con suavidad. Y allí se quedaron, inconscientes, mientras dentro de sus cráneos despertaba la autoconciencia.

Fue en ese momento que Culbert y un grupo de guardias armados los rodearon.

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