ENRIQUE


Habían partido poco antes del amanecer. Ocultaban sus extrañas facciones con ropas similares a túnicas, diseñadas por Valeria. Ahora era casi el mediodía. Lo supo tanto por la posición de la estrella principal de aquel sistema en el firmamento, como por los gruñidos de su estómago. El plan podría haber sido muy bueno, pero mientras lo pensaban no habían tenido en cuenta el tema del almuerzo. O del desayuno.

— ¿Podemos parar a comer algo? — Preguntó. Fue Culbert quien respondió.

— No tenemos tiempo. Según el último informe de Raúl, entre el descenso y la utilización de los brazos de aprendizaje hemos gastado la energía necesaria para volver a despegar. Si no conseguimos pronto el deuterio, quedaremos varados en este mundo primitivo para siempre.

Culbert siguió caminando, sin prestar atención a si Enrique había o no había entendido.

No había entendido.

— ¿Pero eso qué tiene que ver eso con nuestro almuerzo?

— Tiene que ver, porque debemos volver a la Libertad antes de que se agote por completo la energía, para que pueda volar hasta la ciudad. De lo contrario no tendremos los medios necesarios para minar el gas, ni la capacidad de construir un envase que pueda transportarlo por tierra hasta la nave. Y tiene que ver porque no podemos perder un segundo.

— ¿Ni siquiera en comer?

Culbert le clavó la mirada. Él tenía ese problema. No sabía callarse a veces.

Ocupó su mente en el ritmo de sus pasos. Sin quererlo, se encontró tarareando una canción, surgida de la propia marcha de aquel grupo de forasteros. Aquello funcionó durante bastante tiempo.

Hasta que recordó la existencia de los alfajores y casi se desboca.

— ¡Tengo tanto hambre que me comería un caballo! — Exclamó. Realmente se sentía famélico. Nunca había pasado hambre de verdad, siendo lo más cercano a aquella sensación el bajón que solía tener después de fumar algo. Allá lejos y hacía tiempo, en la vieja Tierra, en su otra vida.

Y pensando en aquella otra vida recordó esas noches en las que DJ Keeke, su alter ego nocturno, era ovacionado por la gente, cada vez que mezclaba algún beat de tempo selecto con alguna frase de película, lo que constituía su firma, su movimiento típico. Y lo aplaudían porque su gente lo sabía: al terminar dicha frase iba a tirarles el techo encima a base de ritmos y sonidos. Recordó las madrugadas de faso, pastillas o keta. Y también algún cartón. Nunca en exceso, claro. Sólo lo suficiente como para ampliar la percepción de la realidad.

Y así había sido, hasta la muerte del Turco.

Nunca había sido demasiado cercano al Turco. Ni siquiera sabía su nombre. Era el amigo de una amiga. Pero tenía un gusto musical que cuando se ponía a hablar (cuando podía hablar) era un deleite. Y tocaba la guitarra como un Orfeo del rock. Era bastante mayor que el resto de sus amigos. Bastante más culto, también. Y consumía bastante más que los demás, también. Ya habían querido hacerlo entrar en razón, pero había sido en vano. Y cuando uno de los chicos llegó con la triste noticia de que habían encontrado al Turco ahorcado en su casa, completamente pasado de merca, a nadie le sorprendió demasiado.

Sin embargo aquel evento había sido decisivo en su elección de irse de mochilero. "A descubrirse", le dijo a los demás. "A limpiarme", se dijo a sí mismo. Salió sólo, de la estación de Gerli. Pero ya para cuando había llegado a Rosario había hecho nuevos amigos. Y uno de esos amigos le había hablado del festival del Uritorco, donde se había terminado topando con la nave Libertad.

Sin la muerte del Turco, él nunca hubiera llegado a aquel planeta que ahora recorría, muerto de hambre y bastante cansado ya de caminar.

— Estamos llegando a las afueras de Gutara-Er-Goragan-Er-Dowe — Comentó su guía. — Podría pedir alimento para caminantes en algún puesto de ayuda.

— ¿Qué es alimento para caminantes? ¿Y qué son los puestos de ayuda? — Preguntó Melina.

— Los puestos de ayuda son centros de asistencia para aquellos viajeros que hacen travesías largas, ya sea por asuntos laborales o familiares. Se aprobaron durante el gobierno de Dowe-Er-Mazora-Er-Gutara-Er-Goragan-Er-Dowe, el padre de nuestro actual gobernante, Faerig-Er-Dowe-Er-Gutara-Er-Goragan-Er-Dowe. Es lo que le dio su notoriedad.

— ¡Qué nombres más largos! — Quique suspiró. — ¿No podemos acortarlos aunque sea un poco?

El concepto pareció ser algo inconcebible para la muchacha, quien se detuvo de improviso, haciendo que sus compañeros de marcha la imitaran.

— ¿ Por qué alguien va a hacer algo así? ¡Nuestros nombres nos ubican en el tiempo y el espacio! Al presentarnos estamos diciendo quiénes somos, cuál es nuestro ancestro más notorio, nuestra ciudad de origen, nuestro país y en qué época vivimos. Obviar alguno de los segmentos de nuestros nombres sería olvidar a un antepasado, a nuestra patria, o al gobernante que le da nombre a la época que vivimos. ¡Sería algo impensable!

— Bueno, perdón. — Se disculpó Enrique. — ¡Pero siempre fui malísimo para recordar nombres!

Tomás le palmeó la espalda e intercambiaron una sonrisa rápida. Y mientras siguieron caminando, Enrique no pudo evitar pensar en lo afortunado que era de tener amigos incluso allí, a años luz del lugar donde había fallecido el Turco, en un planeta diferente.

No podía esperar para conocer la música nativa.

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