DIANA


 Dejó todo lo que estaba haciendo y corrió hacia ellos. El chico estaba bien. Agotado, pero bien. Florencia no tenía signos de estar lastimada. Pero tampoco podía decirse que estaba bien. Decir que estaba espantada era quedarse corto. La veía desorientada e inmóvil. Casi como apagada. Y entonces lo entendió. Estaba teniendo lo que en la vieja Tierra se llamaba "Shutdown", o colapso. Para superar la sobrecarga de estímulos que había tenido a su alrededor (los gritos, las corridas y hasta los sonidos mismos de la naturaleza) su cerebro se había "apagado", desconectandose literalmente de la percepción de sus alrededores. Y Diana supo lo que tenía que hacer.

— ¡Vó'! — Dijo, hablándole a Enrique. — ¿Estás lastimado otra vez, o con algún síntoma de toda esta locura de miércole'?

— No... ¡Pero tampoco me puedo quedar! ¡Mi novia está allá afuera! ¡Tengo que ir a buscarla!

— Mirá, nene. Yo no sé quién será tu novia, ¡Pero acá te necesitamo'! ¡Así que de acá no te me vas!— No lo dijo gritando, y eso lo hacía aún más imposible de desobedecer. — ¡Agarrá a la nena, te la llevá' a un lugar bien tranquilo, y le das esta manta y estos coso' para las orejas. ¿Entendistes?

El chico miró los objetos que ella le estaba dando. Aquellos que habían preparado juntas con Florencia, ante una eventual crisis.

— ¿Protectores auditivos? ¿Para qué?

La doctora se lo quedó mirando.

— ¡Para las oreja', nene! ¿Para qué otra cosa va a ser?

Enrique mostraba aún un poco de ansiedad. No estaba seguro de obedecer. Seguía pensando en su novia.

Noelia y la otra chica, la "mosquita muerta", llegaron. Habían estado ayudando, en la medida que podían. Cuando la "mosquita muerta" vio a Enrique, corrió a abrazarlo.

— ¡Estas bien! — exclamó ella. Él asintió.

— Sí. Ahora que sé que estás acá a salvo, sí, mi amor.

El abrazo duró lo suficiente como para impacientar a la doctora, quien rompió la dulzura de aquel reencuentro.

— ¡Bué, bué bué! ¡Yastá! ¡Ya saben que están los dó' bien! ¿Saben quiene' no están bien? ¡Todas esta' persona'! ¡Así que menos abrazos y más acción! ¡Vá, vá, vá! ¡Vó', seguí ayudando acá! ¡Y vó', llevate a la nena a una habitación tranquila y hacé lo que te dije! ¿Estamo'?

La joven pareja se miró a los ojos. Más tarde hablarían sobre el uso de la palabra "amor" durante aquelbbreve e interrumpido reencuentro. Pero ahora tenía razón la doctora. Ahora era el momento de ayudar a los demás. Ya tendrían tiempo para hablar de sus sentimientos.


Los análisis de los tripulantes humanos seguían siendo infructuosos. Pero ahora, pensó, tenía también un paciente Graahrknut. Quizás su biología diferente le diera alguna pista de lo que estaba sucediendo. Aunque la verdad era, como ella solía decir, que aquel bicho le daba un miedo bárbaro.

Lo encontró sentado en el suelo, cerca de la camilla donde descansaba Tomás, a quien finalmente había sedado para que la dejara trabajar en paz. El "bicho", Caz, tenía aún el brazo con una enorme herida. Una mordida, pudo ver, hecha por dientes que coincidían con los suyos propios.

— ¿Y ahí qué te pasó a vó'? ¿Te mordistes?

El alienígena la miró. Tenía sangre en los labios.

— Así desarrrolla anticuerrrpos mi especie. Comiendo tejidos infectados.

— Ah, mirá. — Fue todo lo que pudo articular. Todavía no había estudiado lo suficiente sobre el organismo de los Graahrknut. Tampoco era que Caz fuese a colaborar al respecto. ¡Era tan distinto a ellos!

Y entonces tuvo una revelación. Una fugaz epifanía, nacida más desde la desesperación que por otra cosa.

— ¡No te mueva' de acá! ¿Escuchastes? ¡Órdene' de la doctora!

Y corrió hacia Culbert, que aún se encontraba allí, listo para irse a continuar con su trabajo.

— ¡Pará! ¡Pará! ¡Vó', el policía! — Con ella, las palabras "Silencio, hospital" parecían no aplicar. Culbert se detuvo, inquieto. El noventa por ciento de su cuerpo parecía querer salir de allí y buscar un lugar donde fuese más útil. Pero ese lugar, había decidido Diana, estaba allí.

— ¿Doctora? — Preguntó, extrañado.

— ¡Traeme ya mismo al gato de la nena! — Culbert la miró sin entender. — ¡El creído! ¿Cómo se llama? ¡Toblerone!

El agente comprendió.

— ¿El felino púrpura del buffet?

— ¡Sí, ése! ¡Traélo, que es importante!

La mirada de Culbert rebozaba escepticismo.

— ¿Y cómo puede ayudar?

—¿Vas a traerlo, o tenemo' tiempo para que te explique toda la teoría que se me acaba de ocurrir para encontrarle la cura a esta locura?

El hombre abrió bien grandes sus ojos. En otra situación, es decir si no estuviesen en juego las vidas de casi todos los tripulantes, hubiera sido una expresión de lo más graciosa.

— ¿Está segura, señora?

— ¡A Segura se lo llevaron preso! ¡Y a mí también me van a tener que encerrar de los golpe' que te voy a dar si volvé' a decirme "señora"! ¿Entendistes?

Culbert asintió en silencio y salió corriendo del Hospital.

Alguien gritó, muy cerca suyo. Era un joven rabioso, que había despertado. Se sacudía, intentando soltarse. Ella se le acercó. Le acarició la frente y mientras preparaba otra dosis de sedante le susurró.

— Tranquilo. Relajate. ¡Creo que estoy por descular lo que te está haciendo mal!

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