CULBERT
Aún les faltaba una hora para lograr abandonar la zona de exclusión de los Señaleros. Todo seguía tranquilo. Melina había sido capaz de mantener la velocidad alcanzada por la maniobra ideada por Noelia, así que los motores no tenían necesidad de ser forzados. Aquello hacía que el viaje se volviera tan rutinario como podía serlo, así que se permitió un momento de descanso.
Allí, sentado en la silla del Capitán, comenzó a pensar en la extraña actitud de Tomás. ¿Por qué primero le había dicho que quería delegar las obligaciones civiles en un representante elegido por la tripulación y luego se postulaba? ¡Aquello lo había enfurecido demasiado! Primero Stern se había aprovechado de sus creencias para controlarlo como si hubiese sido un pobre novato. Ahora, Tomás parecía estar haciendo algo similar. ¿O no?
Un pensamiento lo tomó por asalto. ¿Qué opinaría su padre de todo aquello? Aquel hombre estricto y religioso, tradicional como el pastel de manzana, con años de servicio en la policía y el ejército. Aquel hombre que lo había preparado desde pequeño para ser lo que había terminado siendo: un custodio del orden público y la seguridad nacional.
Probablemente se sentiría decepcionado. ¿Cómo estaría? ¿Seguiría vivo? ¿Y su madre? Benjamin no había llorado cuando Stern le contó que la Tierra había sido destruida poco después de que su nave hubiese partido, porque a esa altura ya no le creía ciegamente. Pero tampoco los había extrañado.
Hasta aquel momento.
— Señor Culbert... ¿Se siente bien?
Era Melina quien le preguntaba, pero no entendía por qué hasta que sintió una lágrima corriendo por su mejilla. ¡Estaba llorando! Inventó una excusa:
— Cuando tengo la vista cansada me lloran los ojos al bostezar.
La joven piloto sonrió.
— Sí, me pasa lo mismo a veces.
Y volvió a sus tareas, por suerte.
Aquellas emociones en verdad lo habían tomado por sorpresa. De pronto se sintió fatigado. Un agotamiento más allá de lo físico que empeoró cuando las puertas se abrieron y vio que Tomás regresaba de improviso al puente. No tenía ganas de verlo, así que se levantó, listo para cederle el puesto y marcharse.
No pudo hacerlo. Su Capitán lo detuvo.
— Benjamin, tenemos que hablar. A solas.
Alcanzó a percibir cómo se cruzaban miradas de sorpresa y confusión entre el resto de los tripulantes del puente de mando. Él sólo tenía la mirada reservada para los ojos de Tomás, en quienes buscaba algún indicio de una nueva mentira. No lo encontró. Le gustara o no, aquel muchacho era su superior y debía obedecerle. Decidió seguirle el juego.
— Señor Montoya, tiene el puente. ¡Infórmenos al menor indicio de otra nave Canérida!
— ¡Por supuesto, señor Culbert! — Respondió Enrique. Obviando su rebeldía en el planeta de los Gaudiros y los Gorems, aquel joven se había vuelto un oficial confiable y aquello le agradó.
Salieron del puente. Hicieron el trayecto hasta la oficina del Capitán en completo silencio. Fue una marcha eterna e incómoda. Cuando quedaron a solas, Tomás habló.
— ¡No me estaba haciendo el "opa" hoy cuando me agarraste! ¡Y tampoco lo estoy haciendo ahora! Me acabo de enterar de algo. Y creo que es por eso que te enojaste conmigo. Si es por lo que yo creo, tenés razón en calentarte. Pero dejame darte mi versión de los hechos por lo menos. Creo que me debés eso aunque sea. ¿No?
Largó el aire por la boca con la fuerza de una ballena al emerger. Asintió en silencio, sin mirarlo.
— Me acabo de enterar por Noelia de que estoy candidateado. ¡Yo no quiero esto, Benjamin! ¡Y vos lo sabés mejor que nadie! No conozco mucho a los otros candidatos. Bueno, salvando a Enrique, obvio. Pero el que sea que gane, estoy seguro de que va a sacarme un peso enorme de encima. — Y remató con una frase que lo llenó de culpa. — ¡Ojalá te hubieses postulado vos! ¡A vos te conozco y confío! No puedo pensar en nadie mejor para llevar adelante los asuntos civiles de la tripulación.
Culbert lo estudió con detenimiento. Buscaba una mentira. Era bueno para eso, siempre que no dejara que sus sentimientos se interpusiesen, siempre se lo habían dicho. Y no veía falsedad alguna en la expresión de aquel chico.
— ¿Me juras que no has sido tú quien te ha inscripto?
— ¡Te lo juro! ¡Cuando me encaraste en el pasillo no tenía idea de qué me estabas hablando!
Culbert se permitió dudar. Aquello podría tener sentido, si se dejaba de lado el hecho de que alguien con una clave de seguridad de muy alto nivel había estado jugando con la programación de los sistemas de la nave. Y que había sido esa misma clave la que había agregado el nombre de Tomás a la lista de candidatos.
— Tengo pruebas de que alguien con una clave de seguridad de las más altas te inscribió. Sólo podría ser alguien del puente.
Tomás se mostró realmente sorprendido por la revelación. O era un gran actor, o en verdad era inocente.
— ¿Alguien...? ¿Estás seguro de que no fue un error de sistema?
— Caz lo ha estado investigando... — No pudo evitarlo. Volvía a confiar en aquel joven. — La misma clave produjo las fallas que hemos estado teniendo.
— ¡Pero entonces tenías razón! ¡Hay un complot! ¡Y el responsable es alguien... Alguien en quien confío plenamente, Benjamin!
— Lo sé. Incluso podría ser yo.
Tomás se levantó. Lo miró desde arriba, con una seriedad mortal.
— ¿Y fuiste vos?
— ¡Desde luego que no!
Tomás le tomó la mano.
— Es todo lo que necesito. Tu palabra. Te creo, amigo.
Fue Culbert ahora quien se mostró sorprendido. Aquel hombre nunca lo había llamado "amigo" antes.
— ¿Y ahora qué quieres hacer?
Tomás se quedó pensando.
— Ahora vamos a seguirle el juego. Y voy a darte una copia de mi clave, para que la estudies con Caz. Quiero que la usen para tener control total del sistema y encuentren al culpable. Confío en vos, Benjamin. Vos confiás en mí?
— Culbert respondió a aquello con una frase que minutos atrás le habría parecido imposible:
— ¡Por supuesto, Señor!
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