CULBERT
Es un hecho sabido que decir la verdad alivia el alma. Aunque Benjamin podía discutirlo. Lo único bueno que le encontraba al hecho de haber dejado de mentirle a Caz acerca de la verdadera capacidad tecnológica de la humanidad era que ya no tenía que dormir en el suelo. Eso y la relativa tranquilidad que le daba saber que el Graahrknut había aprendido a respetar a los humanos por los logros reales que habían conseguido a través de los siglos. Pero todo lo demás que había resultado como consecuencia de aquella charla le parecía un puñal en el propio núcleo de su ser.
Y si alguna vez se había reprochado el haber abandonado su fé para creer las mentiras de David Stern, el lugar de aquel sentimiento ahora lo ocupaban sus propias mentiras. Se sentía merecedor del desprecio con el que Caz lo miraba en cada oportunidad que se cruzaban. Y si alguien parecía haber sido moldeado para mirar a alguien desde arriba, era aquel gigantezco alienígena.
Claro que incluso a pesar de aquella situación, Culbert no descuidaba sus tareas.
Ya había terminado de redactar las leyes. Le mostraría el borrador a Tomás esa mañana, para discutir si estaba de acuerdo con lo que había escrito. Podía llegar a oponerse en un punto en particular, pero esperaba que no fuera así.
La seguridad interna de la nave, por otra parte, era bastante fácil de mantener. Más allá de alguna eventual discusión entre compañeros de trabajo, o alguna que otra disputa doméstica, los tripulantes en general eran muy buena gente y se llevaban bastante bien. Y aquello era un gran alivio para él.
Los trabajadores de Mantenimiento habían terminado de construir el cine la semana anterior, y ya lo habían inaugurado. Tomás eligió el material de la primera proyección: un episodio de una serie de ciencia ficción, donde dos personajes de especies distintas, que no hablaban en el mismo idioma, eran forzados a convivir en un planeta desierto y a aprender a comunicarse. El mensaje que quiso dar con aquella función fue más que claro: no estaban allí para hacer la guerra, sino para conocer nuevas civilizaciones y hacer amigos. La suya era una misión de exploración y diplomacia. Y con ello silenció cualquier queja que hubiese surgido tras el Choque de Deragh.
Se estaban logrando cosas muy interesantes en aquella nueva etapa del viaje. Y aquello lo deprimía tanto como lo alegraba. Porque todo aquello podría haberse logrado varios meses antes, de no haber sido por Stern. Y si Benjamin culpaba a alguien por haber permitido que los hechos se hubieran dado de aquella forma, era precisamente a él mismo.
Se reunió con Tomás en la Sala de Juntas. Estaban ellos dos sólos. Culbert le había enviado por correo interno el borrador de su proyecto de sistema legal. Ahora todo dependía de lo que Tomás opinara. Aquello iba a servirle a él para definir no sólo la calidad de su trabajo, sino también qué clase de liderazgo quería encarar el nuevo Capitán.
— ¿Cómo es esto de "quitarle las funciones y responsabilidades civiles al Capitán"? Explicamelo mejor, Benjamin. — Le pidió Tomás.
— Básicamente, que tienes a cargo las funciones propias del Capitán, pero no las de líder civil. Lo que intento establecer es una democracia. Quiero que los tripulantes elijan a quien los vaya a gobernar, pero que la nave siga estando a cargo suyo, Señor. La idea es que la gente se sienta tranquila, sabiendo que de ellos depende quién tome las decisiones que afectarán su vida diaria, y que a la vez lo libere a usted de la carga de gobernar. Esto le quitaría por un lado la presión de tener a su cargo todas las responsabilidades, y por el otro, evitaría posibles conflictos ante una eventual crisis social. Para los tripulantes usted pasaría a ser su jefe, y no su presidente.
Tomás se quedó pensando, en silencio. Culbert también. Si aceptaba aquella propuesta, Tomás era el tipo de líder que él esperaba, alguien que no se enceguecía con el poder y no tenía miedo de ceder o delegar un poco. Si se negaba... Si se negaba, iba a tener que vigilarlo de cerca, para evitar que se terminara convirtiendo en alguien como Stern.
Sin embargo, la respuesta de Tomás lo tomó por sorpresa.
— ¿Esto es por el Choque de Deragh? ¿Hay quienes me siguen culpando por aquello? — Preguntó, con una voz oscurecida por la pena.
— ¡Claro que no! ¡Si alguien tuvo la culpa de eso fui yo! ¡Me correspondía a mí el actuar con la suficiente rapidez como para impedir que nos golpeara! ¡Y no pude hacerlo!
Tomás se quedó mirándolo. Entrecerró los ojos.
— Señor Culbert... Benjamin... Acá, entre nosotros, si alguien tiene la culpa de algo, soy yo. Usted hizo todo lo que pudo, desde donde estaba. Pero yo fui el que tomó la decisión de intervenir en el conflicto. Y me enfoqué tanto en encontrar una solución pacífica, que me olvidé de Deragh y su amenaza potencial. No sé qué se comenta en los pasillos, pero sí lo que me pasa en la cabeza. Y acá adentro, la responsabilidad es absolutamente mía. — Culbert quiso responder, pero Tomás lo interrumpió. — Estoy dispuesto a delegar las responsabilidades de liderazgo civil. Desde luego. Pero lo que pasó con los Argarios y los Eghar fue un error mío. ¿Comprendido?
En momentos así, a aquel antiguo agente de seguridad le costaba recordar que frente a él tenía a un joven que aún no cumplía los veinte años. Veía a un Capitán, endurecido por años y años de hacer elecciones de vida o muerte, aún cuando sabía que no era así. Nunca le había preguntado qué sucedió durante su etapa en el exilio de la prisión, pero era claro que quien había regresado no era el mismo joven inexperto e inseguro que había iniciado aquella travesía. Y se sintió repentinamente mucho mejor. Suspiró, estrechó una mano de su Capitán con ambas manos y le agradeció sus palabras.
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