𝑮𝒊𝒐𝒄𝒐 𝒅𝒆𝒍 𝒄𝒂𝒍𝒄𝒊𝒐 𝒇𝒊𝒐𝒓𝒆𝒏𝒕𝒊𝒏𝒐
- Simonetta - llamó una voz a la muchacha, sin que ella moviese ni un músculo de su cuerpo - ¡Simonetta! Hay mucha gente, cuidado...
Pero ella no escuchaba, su mente se había quedado en blanco, aún observando algo en la lejanía que Arabela no lograba vislumbrar. Suavemente tomó la mano de su acompañante y tiró de ella, consiguiendo finalmente captar su atención. Cuando giró el rostro hacia la morena, Simonetta seguía aún sin responder, y aún miró varias veces por encima de su hombro mientras Arabela la conducía entre el gentío. "Qué chica tan extraña", pensó con ternura para sí, aunque en el fondo comprendía que quizás para alguien que viniera de un lugar tan pequeño aquella urbe frenética le pareciera sacada de algún relato fantástico. Arabela seguía a su vez a María, intentando abrirse paso delicadamente entre los grupos de hombres y mujeres cuyas ropas manifestaban un estatus medio; eran, sin duda, comerciantes adinerados que veían la posibilidad de visibilidad en aquellas celebraciones. A medida que se internaban en la piazza de la Santa Croce, las personas se agolpaban cada vez más, a lo que María tuvo que comenzar a agitar el brazo por encima de su cabeza para asegurar la integridad de las jóvenes a su cargo.
- ¡Abran paso! ¡Abran paso a la familia Pitti! ¡Apártese!
Aunque fuera menuda, María lograba hacerse camino entre el tumulto, con férreas sacudidas, hasta que consiguió por fin llegar hasta la estructura de madera que había sido montada especialmente para la celebración y donde se encontraban los asientos de las personalidades más importantes de Florencia.
- Como invitada de honor de la familia Pitti podrás sentarte en el palco - dijo Arabela, girándose hacia Simonetta, con una enorme sonrisa -. Ven, sube conmigo.
María se apeó a un lado, pues ella no podía sentarse con la clase alta, de modo que rodeó la estructura y se situó en un lugar en el que pudiera observar a las jóvenes, cuidándolas desde la distancia como siempre hacía. Arabela tomó de nuevo la mano de Simonetta y ambas subieron los peldaños de madera hasta llegar al lugar donde se encontraban reunidos Luca y Gaspare, quienes hablaban a su vez con otros hombres. Concetta las observaba, sin expresión alguna en aquel bello rostro, sentada en la tercera fila de aquel graderío improvisado.
- Venid, niñas - dijo por fin, con voz dulce pero sin una pizca de cariño destilando por sus oscuros ojos -. Sentaos a mi lado.
Simonetta pudo ver un atisbo de mueca en el rostro de su amiga, pero fue prudente y sonrió amablemente ante la invitación, situándose a la derecha de Arabela. A pesar de que se encontraban en una parte no demasiado alta de la grada, veía con claridad toda la plaza, sin que nadie ni nada perturbase su visión de aquel escenario; vallas de madera engalanadas con telas de llamativos colores y escudos bordados limitaban un espacio oval en el centro de la plaza, en la cual, tapando el suelo terroso habían echado una gran cantidad de arena clara. Frente a ellas, la basílica de la Santa Croce con sus blancos mármoles hacía repicar las campanas, llamando a todo aquel rezagado a reunirse, pero no en una misa dominical, si no en aquel juego que iba a dar lugar en pocos minutos.
- Cubren la superficie para evitar que esta sea demasiado dura - le aclaró Arabela, echando su cuerpo hacia ella y hablando prácticamente en su oído, aunque el ruido de la plaza no fuera para tanto. Simonetta supuso entonces que realmente lo que pretendía es que Concetta no las escuchara, por muy banal que resultara la conversación.
- ¿Qué has visto al bajar del carruaje que tanto te ha llamado la atención? - preguntó de pronto la joven, con una pequeña sonrisa pícara en los labios, según pudo atisbar la rubia por el rabillo del ojo.
Sin saber muy bien el por qué, al escucharlo Simonetta volvió a quedarse callada y miró disimuladamente a su alrededor, esperando que nadie la escuchase. Ni que aquel joven se encontrara cerca, por supuesto.
- No lo sé - respondió tras unos segundos, en un susurro.
- ¿Cómo que no lo sabes?
- Realmente, no lo sé - repitió en un suspiro, sin dejar de mirar alrededor, aunque no sabía si era simple curiosidad o con cierta esperanza.
Arabela frunció el ceño, pero no pudo realizar más preguntas al respecto cuando el sonido de una corneta cortó el cielo y la plaza, antes bulliciosa, calló por completo. Simonetta se irguió en su asiento. El espectáculo iba a comenzar.
- Damas y caballeros, ¡que dé comienzo il Calcio! - vociferó un hombre a sus espaldas, provocando que la multitud volviera a estallar en vítores y la banda de música, situada a la derecha del graderío, comenzase a tocar una animada melodía.
Simonetta giró la cabeza para observar al hombre que había derrochado aquel torrente de voz y comprobó que, contrario a lo que pudiera haber creído, resultaba ser un señor bastante envejecido, algo enclenque, quien para conservarse de pie debía utilizar un garrote en su mano derecha. Poco aguantó de pie saludando al pueblo que le había ovacionado con aplausos, pues tuvo que sentarse prestamente, algo sudoroso por el esfuerzo. A su lado, una mujer también madura pero con mejor presencia y, aparentemente, buen estado de salud, le cogió del brazo para ayudarle en todo momento.
- Él es messer Piero de Médici - le aclaró Arabela al oído, mientras ambas aplaudían.
- Me lo había imaginado de otra manera... - dijo casi sin querer Simonetta, en un arrebato de sinceridad al ver al anciano. Ciertamente, se había esperado a un hombre de aura poderosa y arrebatadora.
- ¿Menos viejo? - inquirió Arabela a la vez que dejó de aplaudir, pues en ese preciso momento una gran cantidad de hombres empezaron a entrar al campo de juego -. Te aseguro que esto sí que no te defraudará, Simonetta.
En poco tiempo la plaza se llenó de varones de edades muy diferentes; desde jóvenes que apenas habían acabado de madurar y aún sus rostros permanecían imberbes y sus cuerpos delgados, hasta hombres de edad semejante a la de su padre, algo que le resultó tanto extraño como curioso. Todos ellos vestían únicamente de cintura para abajo, con originales pantalones de llamativos colores; por lo que pudo comprobar Simonetta, había de dos tipos, unos rojos y morados mientras que otros eran azules y también morados, todos a rayas, anchos, que les conferían un aspecto similar a los actores de teatro, pensó la joven. Sin embargo, sus rostros serios e incluso fieros provocaban una sensación de temeridad que consiguió aplacar incluso la vergüenza que sentía al comprobarse observando con deleite aquellos torsos desnudos.
- Llevan pocas prendas - soltó en un arrebato espontáneo de pudor, a lo que Arabela comenzó a reír ligeramente. Simonetta, por el contrario, se encontraba colorada.
- Cierto, aunque aquí nos encontramos acostumbradas, debe ser algo muy extraño para ti.
Simonetta asintió, pero pronto su rostro pasó del recato a la sorpresa. Con un toque de corneta, el equipo azul se echó encima de los hombres de pantalones rojizos, y viceversa, en una lucha cuerpo a cuerpo sin aparente orden ni concierto. A pesar de que por las cartas que Luca enviaba a su padre ella ya sabía que aquel iba a ser un deporte violento, nunca se hubiera imaginado que lo fuera tanto; mirase dónde mirase volaban puñetazos, golpes y patadas, tanto en grupos como individuales. En ocasiones, conjuntos de varios hombres se ensañaban con una sola persona, algo que horrorizaba a Simonetta, ¿se suponía que esto era un deporte de signores?
- ¿Qué pretenden? - preguntó en un susurro, sin comprender aquella algarabía y convenciéndose de que los hombres no eran más que un puñado de bestias sin amaestrar.
- Intentan robar la pelota - respondió Arabela como si resultara algo obvio, muy concentrada en el terreno de juego - ¡Ahora la tiene Lorenzo de Médici, el de pantalones rojos! Oh, ya no...
- ¿La pelota? - Simonetta intentó volver la vista al juego, pero fue incapaz; un jugador del equipo azul había caído al suelo apenas a cinco metros de ellas, al lado de la valla, con la cara toda ensangrentada y aparentemente inconsciente.
- Sí, ese objeto redondo que... ¡Ha anotado Giuliano!
En ese momento un gran número de espectadores vitorearon frente a la otra mitad de la plaza, que abucheaba por los puntos obtenidos por el equipo rojo. Aquel joven había conseguido atravesar el campo de juego y, aparentemente, colar esa tal "pelota" en un agujero en el suelo, según lo que le había dicho Arabela, en el lugar del equipo contrario. Los restantes veintiséis varones del equipo rojo se agolparon frente al anotador, felicitándole con palmadas en la espalda y abrazos, por lo que Simonetta no pudo ver quién era aquel afortunado que había hecho levantarse a la mitad del graderío. Poco después, el juego se restableció y los golpes volvieron a producirse, solo que ahora Simonetta era capaz de mirar y comprender, aunque mínimamente, el transcurso de aquel salvaje divertimento aristocrático. El equipo rojo marcó dos puntos más, otro obtenido por aquel tal Giuliano y otro de un corpulento señor de edad ya madura. Por el otro lado, el equipo azul consiguió romper dos veces la defensa escarlata y anotó dos puntos, uno Francesco de Pazzi, a quien por lo bajo Arabela había maldecido cuando lo hizo, y, según escuchó, el hijo menor de los Strozzi. Simonetta aplaudía cada vez que esto ocurría, sin saber a quién animar, confusa por todos los datos que Arabela le proporcionaba junto con los nombres y habladurías de cada uno de aquellos varones. ¿Eran los Strozzi los que habían intentado hundir el negocio de los Pitti cuando este se alió con los Médici o habían sido los Pazzi cuando los Médici junto con los Pitti...? Daba igual, Simonetta ya no entendía absolutamente nada, por lo que se limitaba a asentir a Arabela, quien no dejaba de hablar ni por un segundo, frente a la extrañeza y aparente molestia de Concetta. Aún así, no podía decir que se lo hubiera pasado mal, de modo que cuando acabó, se incorporó como la mayoría del graderío y aplaudió ante la victoria del equipo rojo, al que se suponía que ellas debían haber estado animando durante todo el juego. Cuando hubo finalizado la ovación, los músicos volvieron a tocar animosas marchas que llevaron al público menos selecto a bailar y disfrutar de aquel festejo. Esa escena sí que le agradaba a Simonetta; la gente reía, disfrutaba, bebía y brindaba por doquier, todos mezclados y sin aparente diferencia de clase salvo por el hecho de que ellas, como signorinas respetadas y respetables, no debían separarse de sus progenitores, quienes empezaban a abandonar el graderío junto con el resto de nobles. El campo de juego parecía dispersarse a la vez, según dijo Arabela, para engalanarse y disfrutar de un espléndido día en la villa Médici, a la que habían sido invitados todos los participantes del noble deporte. Se encontraban abandonando sus asientos cuando Arabela se percató de la mirada ausente de Simonetta, quien recorría con los ojos toda la plaza, pensó la joven que por efecto de la belleza de la basílica, pero sus pesquisas nunca habían estado tan alejadas de la realidad. Simonetta buscaba algo. O más bien, a alguien.
- Cuidado, si sigues mirando atrás te caerás - susurró socarronamente la morena -. Sígueme, no te pierdas, después de Il Calcio la gente se alborota.
Simonetta cabeceó, no sin antes tropezarse ligeramente por la dispersión. Se encontraba enfrascada en una búsqueda inútil de alguien a quien, muy seguramente, no volvería a ver nunca. Sin saber muy bien por qué, aquella mirada le había cautivado y por algún extraño motivo, inquietado, pero lo más asombroso es que no se acordaba del rostro del misterioso joven, tan sólo de sus ojos color esmeralda. Bajaron las escaleras con sumo cuidado, levantando sus largos vestidos para procurar no tropezar con los escalones, siguiendo a sus padres y a Concetta; fueron, prácticamente, las últimas en abandonar el graderío. Ya a pie de calle, Simonetta pudo comprobar a qué se refería su amiga con gente "alborotada", o mejor dicho, "borracha" sería la palabra más correcta; el gentío que tan risueñamente había admirado desde su alto y seguro asiento resultaba ahora asfixiante. Los grupos eran tan numerosos como escandalosos, olía a vino agrio y el sudor provocado tanto por el caluroso día como por la falta de higiene de ciertas personas ofrecía a Simonetta la parte menos idílica de Florencia, a pesar de ser la más real. Al no resultar ser demasiado altas ninguna de las dos, la muchacha sólo podía confiar en que su compañera la guiara entre aquella marabunta; delante de ella, la morena cabellera de Arabela se movía rítmicamente, marcando su paso en busca de Luca y Gaspare, cuando de pronto, algo detuvo a aquella chica de cabellos dorados.
- Signorina - pronunció una voz a su espalda, de una forma tan clara y vibrante que Simonetta pudo escucharla por encima del bullicio - Signorina Cattaneo.
La mención de su apellido la hizo frenar en seco, extrañada, ¿quién podría conocerla allí entre tanta gente? Se giró lentamente y fue entonces cuando su extrañeza pasó a la sorpresa más absoluta; unos ojos verdes la miraban intensamente, con un halo de misterio y una piza de curiosidad brillando en las pupilas. Por fin pudo poner rostro a aquella mirada que había estado buscando incesantemente durante el juego; un joven de cabello castaño claro desordenado y de facciones tan duras como dulces, propias del fin de la pubertad e inicio de la edad adulta, la observaban con gesto serio. Su mandíbula cuadrada le aportaba un aire bastante varonil y permanecía tensa bajo una tez suavemente bronceada; o bien parecía enfadado o se encontraba reprimiendo una sonrisa. No obstante, no fue su gesto enigmático lo que más asombró a Simonetta, si no ver que aquel joven llevaba puesta una camisa blanca de algodón, impoluta, mientras que su rostro se encontraba lleno de arañazos, de sangre y estaba manchado por la arena y el sudor. Justo entonces el destello de sus pantalones rojos y morados advirtieron a la joven que era uno de aquellos agresivos jugadores del espectáculo que acababa de presenciar.
- ¿Sí? - obligó a articular a sus labios, intentando esconder el estupor que sentía en aquel momento - ¿Qué desea?
El joven entrecerró los ojos y apretó los labios en una sonrisa torcida. No lograba saber si se encontraba divertido o molesto por la simple contestación de la muchacha.
- Comprobar una teoría - respondió tras unos segundos, sin dejar de mirar a Simonetta con aquella mirada felina que parecía traspasarla.
- ¿Qué teoría? - preguntó ella, sosteniendo con firmeza el contacto visual.
El joven no respondió, sino que se limitó a sonreír burlonamente cuando Simonetta frunció el ceño, molesta por que su eterna curiosidad no hubiera sido saciada.
- ¿Quién eres? - su voz sonó a acusación, hecho que divirtió aún más a su misterioso acompañante. Este, hizo una pequeña reverencia con la cabeza.
- Encantado de conocerla, signorina - fue todo lo que respondió.
La joven entreabrió los labios, dispuesta a contestar, pero una voz a su espalda se lo impidió.
- ¡Simonetta! Simonetta, ¿dónde estás?
La voz de Arabela se alzó sobre el ruido de la plaza y la joven miró hacia atrás instintivamente. Cuando volvió el rosto para preguntar de nuevo al chico, este había desaparecido.
Il Calcio fiorentino fue un juego propio de los aristócratas florentinos (¡incluso los Papas jugaban!), notablemente violento, que sería una mezcla entre fútbol, rugby y lucha grecorromana. Consistía en dos equipos de veintisiete hombres, cinco de cada equipo con la posición de porteros, y cuyo única meta resultaba meter el balón en el hoyo, "portería", contraria.
Lo cierto es que las reglas no se estipularon hasta 1580, osea, un siglo más tarde que la ambientación de esta historia, pero me he permitido la licencia por varios motivos: quería hablar de este juego tan curioso y, aparte, debemos pensar que el que se conforme un reglamento no quiere decir que antes no se hubiera jugado, si no que adquiere mayor público y se institucionaliza y deben aparecer unas reglas, por tanto, puede haberse creado mucho tiempo antes. A parte de esta pequeña licencia histórica, encontramos a un misterioso joven que se acerca a Simonetta. ¿Quién será? ¿Le verá más veces a lo largo de la historia? Lo veremos en los próximos capítulos...
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