𝑪𝒂𝒑𝒊𝒕𝒖𝒍𝒐 𝑽: 𝑻𝒆𝒎𝒑𝒆𝒔𝒕𝒂
Comenzó a llover. Los negros chaparrones pronto se arremolinaron sobre la ciudad, encapotando el cielo y tiñéndolo de sombras, prácticamente como si aquello no fuera obra de la naturaleza sino, más bien, una especie de presagio aterrador. Como si aquellas nubes simbolizaran que algo iba a ocurrir, que el futuro que pesaba sobre Florencia se tornaría tormentoso de una forma u otra, aprisionándoles en un túnel sin salida del que no conseguirían huir. Pero el futuro no está escrito aún.
¿O tal vez sí?
Simonetta asomó levemente la cabeza fuera del carro, aspirando aquel olor a tierra mojada que tanto le gustaba. No olía como la humedad de Portovenere, pero siempre había sentido en la lluvia algo tranquilizador y relajante. A menos que te encontraras en el exterior, claro.
- Espero que lleguemos pronto, Giovanni y Giuliano deben de estar empapándose – susurró Arabela.
- Cierto, no contábamos con este imprevisto – respondió Lorenzo.
Simonetta sentía aquella mirada castaña clavada en ella y cuando se giró, pudo comprobar que no se equivocaba.
- Discúlpeme, signorina, no me gustaría que pensara que me he olvidado de vos. Estas últimas semanas los asuntos del banco han requerido toda mi atención, pero ahora, de vuelta a Florencia, prometo centrarme en usted.
Su voz aterciopelada y sus ojos certificaron a la genovesa que no mentía. Cuando Lorenzo sonreía, un pequeño hoyuelo aparecía en su mejilla derecha y, prácticamente, resultaba imposible no responderle de igual forma. Como si su gentileza, su gesto y su belleza impidieran que alguien pudiera molestarse con aquel hombre carismático y de áureas facciones. La mirada de la genovesa pasó, inmediatamente, a Arabela, que había tornado el gesto hacia el exterior. Ella no se lo había dicho nunca abiertamente, pero estaba clara la devoción que sentía por el mayor de los Médici, y aunque a Simonetta le agradara, sucumbir a sus encantos no podía ser siquiera una opción si aquello dañaba a su amiga. Su madre se lo había advertido; "las amistades son también amor, il mio fiore, perjudicarlas por anteponerte a ti es un error que ennegrece tu alma". Por ello, sonrió ante aquel halago, pero más con cariño que complacida por el interés que parecía mostrar en ella.
- No se preocupe, messer, es comprensible; pero por favor, llámeme Simonetta, así lo hacen mis amistades, más aún cuando nuestros padres trabajan tan estrechamente.
Sus palabras parecieron calar en Arabela, que tornó el rostro para mirarlos. Quizás había comprendido que su interés hacia Lorenzo no era el mismo que la florentina sentía. Él, por su parte, asintió, sin dejar de sonreír en ningún momento.
- Tienes toda la razón, Simonetta; te ruego que conmigo hagas lo mismo. Bueno, ¿y qué te ha parecido Florencia? Recuerdo que la primera y última vez que nos vimos apenas acababas de llegar.
- Lo poco que he conocido me resulta maravilloso, y cuanto más me cuenta Arabela sobre la historia de la ciudad me parece fascinante. ¿Es cierto que la cúpula fue construida gracias a tu familia? – preguntó la joven, con cierta curiosidad.
En aquel momento, el rostro de Lorenzo se iluminó por completo. Era como si un rayo de luz se hubiera conseguido colar por el encapotado cielo y hubiera ido a parar al gesto del Médici.
- Así es. Mi abuelo, Cosme, realizó un concurso para que los arquitectos más afamados de toda Florencia llevaran ante él sus propuestas de la cúpula del duomo – sus ojos parecieron dirigirse al techo del carro, como si estuviera imaginando ese preciso instante –. Fue una difícil elección; artistas de gran renombre como Lorenzo Ghiberti, el maestro que realizó las preciosas puertas del baptisterio, concursaron con fantásticas ideas, pero ¿sabes a quién eligió mi abuelo?
- A Filippo Brunnelleschi – respondió Simonetta; le había sorprendido tanto aquella estructura que en cuanto la vio, tuvo que preguntar el nombre de su constructor.
- Exacto – los ojos de Lorenzo refulgían, encantados por la narración –. Nadie creía que fuera capaz de ello, incluso se burlaron de Cosme; era una idea nefasta, una cúpula de proporciones desmedidas que colapsaría sin lugar a dudas...
- Pero funcionó. – murmuró Arabela.
Los ojos de Lorenzo se tornaron hacia ella, aunque Simonetta no supo si realmente la miraba o se encontraba sumido en sus más internos pensamientos.
- Sí, lo hizo. Es por ello por lo que creo que, en ocasiones, arriesgar resulta ser la mejor de las opciones.
No tardaron en llegar al palazzo. La tormenta no amainaba, de hecho, comenzaba a soplar un fuerte viento que hacía bambolear ligeramente el carro y alertaba del inicio de la temporada de lluvias propia del mes de mayo. Por ello, en cuanto pusieron sus pies en el patio de entrada, el carro dio media vuelta y acudió presto a recoger a Giuliano y a Giovanni que, en aquellos momentos, debían encontrarse calados hasta los huesos.
- Venid por aquí, por favor, hace frío fuera. - Lorenzo las guió a través del patio de entrada, hacia unas grandes puertas de suntuosa madera, pero antes de empujar el pomo, se giró hacia sus acompañantes con gesto algo severo –. Disculpad que padre no os reciba, pero se encuentra...
- Indispuesto – añadió Arabela rápidamente.
Lorenzo cabeceó, y no dijo más, como si aquella respuesta fuera un resumen bastante explícito del estado natural de su progenitor. Posó sus manos sobre la superficie de la puerta y empujó, entrando así en una sala algo oscura, alumbrada mayormente por una gran chimenea pétrea que aportaba calidez al ambiente.
- Oh, Lorenzo, cuánto has tardado... ¿Dónde está Giuliano? – escuchó preguntar a una voz femenina que Simonetta no logró identificar.
- Está de camino, madre.
- ¿De camino? ¿Y eso por qué?
No obstante, la mujer no tuvo que hacerse más preguntas, pues detrás de su hijo aparecieron las dos jóvenes, que agradecieron internamente el calor que emanaba de las llamas. Sus vestidos resultaban ser demasiado primaverales para cómo había terminado por convertirse aquel día.
- ¡Arabela Pitti! Qué alegría tenerte aquí, querida, ¿cómo estás?
Lucrezia Tornabuoni, la madre de los jóvenes Médici, era una mujer notablemente alta, casi tanto como Lorenzo, seguramente de quien había heredado aquella estatura. Su porte resultaba ser muy elegante, de cuerpo estilizado, pero nada frágil, con aquel cabello castaño oscuro como su hijo mayor que ya comenzaba a encanecer y que le aportaba un aura de edad indefinida. No parecía ser ni demasiado joven ni demasiado mayor. Era bella, por supuesto, de sonrisa amable, pero sus ojos verdes destilaban carácter; asemejaba ser una de aquellas mujeres que, de haber nacido hombres, habrían sido capaces de gobernar grandes ciudades al toque de su voz. No obstante, incluso habiendo llegado al mundo con el sexo femenino, Simonetta sabía con certeza a través de su padre que ella dominaba el banco Médici casi tanto como su marido. Su anciano y enfermo marido.
Lucrezia se acercó a ellas, con la misma sonrisa acogedora de Lorenzo, aunque había algo en aquellos ojos esmeralda que incomodaban a Simonetta. Parecían encontrarse analizando absolutamente todo.
- Muy bien, gracias a Dios, madonna, ¿y vos? – respondió Arabela tiernamente.
Cuando la signora Tornabuoni llegó al lugar donde se encontraban los tres jóvenes, Simonetta pudo verla con mayor claridad gracias a las crepitantes llamas del fuego. Era muy bella, sin duda alguna.
- Muy atareada, cara, el banco no da más que dolores de cabeza, tu padre Luca bien lo sabe.
- Madre, a ese respecto, tengo noticias de Milán que deberíamos comentar cuanto antes, ya que ... - comenzó a decir Lorenzo, aunque sólo hizo falta que ella negara con la cabeza para que el joven interrumpiera la frase.
- Ahora no, Lorenzo, tenemos visita; ya lo discutiremos más adelante. – dijo con voz suave, aunque Simonetta creyó advertir un gesto serio por parte de Lucrezia.
- ¿Es cierto lo que dicen del duque de Milán? ¿Es tan cruel y tiránico como aseguran los Pazzi? – preguntó de pronto Arabela, frunciendo el ceño.
La sorpresiva pregunta hizo que madre e hijo intercalaran miradas. Lorenzo esbozó una sonrisa, intentando mantener aquella pulcra compostura, como siempre.
- Bueno, los Pazzi no han tratado demasiado con él. Galeazzo Sforza es un hombre... criado en el frente de batalla. Adora el poder y quizás sus métodos no los comparta, pero tiene madera de líder. – respondió el joven, intentando ser lo más cuidadoso que podía al escoger sus palabras para hablar de su aliado.
- En ocasiones saber liderar no significa que se haga correctamente – soltó de pronto Simonetta.
Ella había pretendido que fuera un murmullo, pero su inconsciente había vuelto a hacer de las suyas y prácticamente había expulsado aquellas palabras por su boca. Los tres pares de ojos se posaron en su persona, que había quedado en un segundo plano desde el inicio de la conversación.
- Muy cierto... Simonetta. Muy cierto. – murmuró Lorenzo.
Lucrezia la observó con curiosidad durante un segundo, para después esbozar de nuevo aquella sonrisa apaciguadora que compartía con su carismático vástago.
- Disculpad, signorina, pero no tengo el placer de conoceros. – dijo con dulce voz, acercándose hacia ella.
- Mi nombre es Simonetta Cattaneo, madonna, soy la hija de Gaspare Cattaneo – respondió la genovesa.
Un brillo de reconocimiento pasó por el rostro de Lucrezia, que inmediatamente agachó de forma leve la cabeza a modo de saludo.
- ¡Oh, por supuesto! No tuvimos ocasión de presentarnos en la fiesta posterior a il Calcio, pero me alegro de conocerla por fin, joven Cattaneo. Bienvenida de nuevo al palazzo Médici. Vuestro padre es muy buen hombre, sin duda, y muy talentoso con las finanzas. Piero y yo estamos muy agradecidos de contar con su ayuda.
- Grazie mille, signora, sé de buena mano que él también se encuentra igualmente agradecido por concederle esta oportunidad.
La sonrisa de Lucrezia pareció acrecentarse ante las palabras de la muchacha.
- Que delicia de joven. A quien tampoco tengo el gusto de conocer es a vuestra madre, Cattochia, ¿no es cierto? Gaspare nos habló de ella pero no creo recordarla en la fiesta.
En aquel momento, toda la alegría y vitalidad pareció esfumarse del rostro de Simonetta. Arabela la miró, compungida; sabía cómo hablar de su madre la afectaba. Incluso Lorenzo se dio cuenta del cambio en su expresión, pues la observaba con el ceño fruncido. Intentó aplacar aquellos pensamientos, volviendo a esbozar una sonrisa, aunque esta pareció ser algo forzada.
- Sí, madonna, mi madre se es... Era Cattochia Spinola de Candia. Falleció hace casi un año. – Contestó, con un nudo en la garganta, intentando en vano controlar la aprehensión que sentía.
Al oír aquello, la mujer asintió, frunciendo el ceño ante la noticia.
- Cuánto lo lamento, querida.
- Lo siento mucho, Simonetta, no tenía idea de tu pesar. – murmuró Lorenzo, mirándola con ojos tristes.
Ella cabeceó, como si buscara apartar los recuerdos de su mente.
- Gracias, pero no importa, al fin y al cabo, es la ley de la vida; nacer para morir.
- Sabias palabras – alabó el joven.
- Disculpa, querida – pronunció de pronto Lucrezia, observándola con ojos entrecerrados, pensativa -. Yo conocí a una mujer que se llamaba así, Spinola de Candia; era la esposa del dux de Génova, Battista Campofregoso. Fue nuestro cliente por algún tiempo, pero a los políticos genoveses no pareció agradarles demasiado la idea de que el dux firmara letras de cambio con bancos florentinos.
- Debe estar usted refiriéndose a mi tía Violante. – confesó Simonetta, algo sorprendida con la casualidad.
- Oh, ¡qué coincidencia! – la mujer ensanchó su sonrisa, a la par que su mirada rasgada parecía poner mayor atención en la joven –. Hace muchos años que no sé nada de ella. Tuvo que huir, ¿no es cierto? Después de la deposición de su hijo cuando se erigió dux.
En aquel momento, Simonetta frunció levemente el ceño. Algo dentro de ella asociaba los curiosos ojos de Lucrezia a su hijo Giuliano y, por ello, sentía que toda aquella conversación guardaba un doble sentido. Tardó unos segundos en contestar, pero cuando lo hizo, intentó que la mujer no notara la desconfianza que comenzaba a embargarla.
- Sí. Cuando la facción contraria a mi primo le echó del poder, Violante marchó con mi prima Battistina hasta la ciudad de Piombino. Allí se encuentran ahora.
- ¿Piombino? – esta vez fue Lorenzo quien preguntó, con tono de interés.
- Sí, Battistina se desposó con el señor de Piombino, Jacopo IV Appiani. Él también acogió a mi tía, dadas las circunstancias.
Lo cierto es que apenas sabía mucho más, pero aquella información pareció suficiente para que tanto Lucrezia como Lorenzo intercambiasen una rápida mirada.
- Oh... Imagino que fue un duro golpe para vuestra familia, signorina, ¿no es cierto? – cuestionó de nuevo la mujer, volviendo a clavar sus iris verdosos en ella. Por algún motivo, la joven sintió que aquella simple pregunta ocultaba mucho más de lo que, en apariencia, la Tornabuoni quisiera aparentar.
- Sí. La familia, por muy distanciada que se encuentre, siempre es la familia - respondió Simonetta, achicando levemente los ojos, pero con su tono de voz aún dulce. No se fiaba de que aquello fuera solo mera curiosidad.
Lorenzo pareció, sin embargo, captar la seriedad de su mirada.
- Madre, dejaremos que sigas trabajando. Voy a mostrar a Simonetta mi biblioteca antes de la hora de la comida. – dijo Lorenzo, esbozando abiertamente una sonrisa.
Lucrezia asintió.
- Encantada de conocerte, joven Simonetta.
- Igualmente, madonna.
Y es que, a pesar de la dulce voz que poseía Lucrezia Tornabuoni, sentía que algo planeaba y que ella, por algún motivo, sería la figura central de su tablero de ajedrez.
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