𝑪𝒂𝒑𝒊𝒕𝒖𝒍𝒐 𝑰𝑽 : 𝑴𝒊𝒔𝒂 𝒅𝒆 𝒅𝒐𝒎𝒊𝒏𝒈𝒐
𝟐𝟔 𝒅𝒆 𝒂𝒃𝒓𝒊𝒍 𝒅𝒆 𝟏𝟒𝟔𝟗
Habían transcurrido más de tres semanas desde la celebración del gioco y de la velada en el palazzo Médici, pero a Simonetta le parecía que hubieran pasado apenas unos pocos días. El entretenimiento con Arabela, y en ocasiones con Giovanni cuando este no tenía trabajo, hacía las jornadas muy llevaderas y apenas tenía constancia del tiempo que llevaba habitando en aquella lujosa residencia que comenzaba ya a sentir como un hogar. Aprovechando el buen clima primaveral que se cernía sobre la ciudad, las jóvenes pasaban largos ratos en el extenso jardín, a la sombra de los árboles charlando, riendo, leyendo o escuchando las aventuras que la señora María les contaba sobre su juventud, aunque ciertamente no lograban descifrar si la mujer se inventaba la gran mayoría. El resto del tiempo, su tutor, Gentile Becchi, intentaba hacer de ambas signorinas mujeres cultas y futuras esposas piadosas. Si bien Arabela se encontraba más dispersa que de costumbre, Simonetta disfrutaba de las nociones de oratoria, filosofía y religión que el anciano hombre las impartía durante cuatro días a la semana.
- Molto bene, giovane Simonetta – decía siempre Gentile cuando veía el interés de la joven quien, a pesar de haber comenzado aquellas clases con grandes carencias académicas, su tenacidad ante el estudio estaba provocando una mejora considerable.
Por fin, desde hacía meses, Simonetta Cattaneo se encontraba radiante de felicidad. No obstante, lo cierto era que apenas había podido pasar tiempo con su padre, pues Gaspare se encontraba tremendamente atareado. Aunque su experiencia como procurador del Banco de San Giorgio de Génova antes del nacimiento de su hija y su innata habilidad para los negocios le habían llevado a poseer una cuantiosa cantidad de socios a lo largo del mediterráneo, trabajar codo con codo con Piero de Médici en su banco estaba resultando para el noble genovés una tarea, cuanto menos, ardua.
- Mi fiore – le había dicho el día anterior a aquel domingo veintiséis de abril –. Piero de Médici tenía muchos asuntos olvidados sin resolver y he tenido que representarle en varios pleitos... Me encuentro verdaderamente agotado, mi fiore – susurraba, con gesto cansado, aunque con una sonrisa perenne para su hija –. Sin embargo dentro de poco el volumen de trabajo cesará y podremos asentarnos en una casa para nosotros solos, aquí, en Florencia.
Lo cierto es que Simonetta apenas lo había pensado, pero su padre tenía las ideas claras y más razón que un santo; Luca Pitti era un buen hombre, muy familiar y de noble corazón, pero no podían vivir eternamente en el palazzo. Y la idea de asentarse en Florencia, aunque fuera en otro hogar diferente, le parecía suculenta.
Aquella mañana del veintiséis de abril, dormía plácidamente en su cómodo lecho cuando, de pronto, un rayo de luz impactó en su rostro de improviso y la suave brisa removió sus cabellos, provocando que abriera los ojos con expresión desconcertada.
- ¿Qué ocurre? – preguntó desperezándose, con tono algo malhumorado.
- Es domingo, signorina. – terció María algo seria, hecho que era, ciertamente, extraño.
- ¿Y ya es la hora?
- Sí, signorina, debe vestirse para la misa.
En honor a la verdad, apenas había salido del palazzo, hecho que no le preocupaba demasiado, pero las salidas a la misa del domingo se habían convertido en algo especial para ella. Esos días acudían al centro mismo de la ciudad para visitar el duomo, la casa del Señor, ¡y qué preciosidad de cúpula poseía! Simonetta se encontraba encantada las dos veces que habían asistido, aunque las largas liturgias en latín le acabaran por dar dolores de cabeza terribles; a veces empezaba a sospechar sobre su pérdida de fe católica. Quizás lo que más le gustara de esos domingo de misa y dispersión, más allá de comprobar la grandiosidad de la arquitectura florentina, era ver los rostros del resto de habitantes de la ciudad. Su lugar dentro de la catedral poseía una vista privilegiada, en un banco al lateral izquierdo del altar, desde el cuál podían verse las caras con el resto de la aristocracia y nobleza de Florencia. Mentiría si dijera que las palabras de Giuliano en la fiesta no habían estado dando vueltas en su mente, provocando que la curiosidad se alimentara en su interior. ¿Por qué se veía tan interesado en que aceptara la invitación de su hermano? El primer domingo había esperado encontrárselo para hacerle aquella pregunta, pero ni él ni Lorenzo se encontraban allí. Arabela, siempre preocupada por el mayor de los Médici, le había susurrado que tenía asuntos que tratar en Milán, donde en ocasiones pasaba largas temporadas con Giovanni. No obstante, de Giuliano no dijo nada. Fue entonces, tal y como sospechó Simonetta, que el pequeño de los hermanos era el más disoluto de toda su familia pues, religiosamente, tanto sus padres como sus hermanas pequeñas, acudían a la sacra celebración. El siguiente domingo, había ocurrido lo mismo. Simonetta sospechaba que se quedaría con la intriga, y aquello era algo que le resultaba tremendamente molesto.
Se incorporó de la cama y, volviendo a estirarse, de mala gana se enfundó el vestido; aquel día el sol se escondía parcialmente entre las nubes, aventurando una mañana de claroscuros, por ello agradeció que María hubiese sacado para ella aquel traje ocre para aportar un poco de luz. Especialmente, porque ni la aya ni ella parecían estar de muy buen humor. Tan pronto terminó de vestirse, bajó al comedor del palazzo, donde ya se encontraban Lucca y Gaspare, a quienes escuchaba perfectamente mientras descendía las escaleras.
- ... Es lo mejor a lo que puede aspirar, Lucca, tómalo como una posible opción – oyó cómo decía Concetta.
Inconscientemente, o puede que no tanto, una ligera mueca de desagrado atravesó el rostro de la genovesa. Concetta no era santo de su devoción y, aunque no hubiera podido hablarlo abiertamente con Arabela, sabía que para ella tampoco. Siempre poseía esa mirada analítica, que Simonetta sentía cómo enjuiciadora, sobre ambas jóvenes. Lo curioso es que, para los hombres de la casa, ella resultaba ser bien diferente; algo coqueta, agradable e inteligente, bebía los vientos por Lucca y él la veía casi como una diosa. Por ello, había supuesto la joven, a Arabela no debía agradarle mucho; siempre la escuchaba antes que a nadie y tenía la sensación de que muchas de las acciones de Lucca durante los últimos años, habían sido instigadas por ella. O eso es lo que le dejó caer hacía poco Arabela, aunque cambió completamente de tema cuando vio acercarse a la señora María. Sabía que tenía que preguntarle más sobre ello, pero pensó que tendría tiempo de sobra.
- Concetta, créeme que lo sé, pero entiende que me muestro precavido antes de dar la mano de mi hija en casamiento – contestó Lucca con tono serio.
Aquella frase hizo detenerse completamente a Simonetta en el penúltimo peldaño de la escalera. ¿Lucca acababa de hablar de un posible matrimonio para Arabela? Aguantó la respiración, intentando ser lo más silenciosa posible mientras agudizaba el oído para escuchar aquella conversación.
- Lo comprendo, caro, pero un matrimonio con los Vespucci les pondría de vuestro bando – replicó Concetta, con aquel tono de voz dulce y persuasivo que utilizaba siempre delante de messer Pitti –. Si lo valoras, Piero de Médici podría volver a teneros la estima que te tuvo antaño. ¿Vos que pensáis, messer Cattaneo?
La mención de su apellido casi hizo dar un bote a Simonetta, que puso más atención para oír las palabras que diría su padre.
- Es una situación delicada, Concetta. Siempre he temido el casamiento concertado con mi hija, pero es cierto que es una cuestión ineludible, Lucca – escuchó como Gaspare suspiraba, meditativo o, quizás, apesadumbrado –. Si es un buen hombre y os beneficia, es la mejor opción.
Un nudo en la garganta se apoderó de pronto de Simonetta, prácticamente como si la que fuera centro de aquella conversación fuera ella. ¿Era aquel su padre? ¿Aquel quien le había prometido nunca forzar sus decisiones y que ahora valoraba un matrimonio acordado para una joven de su misma edad? La sensación de malestar se apoderó de ella, y su gesto pareció advertir a Giovanni, quien bajaba las escaleras en ese preciso instante, de que algo no iba bien.
- Simonetta, ¿qué te ocu...? – comenzó a decir el joven Pitti, aunque calló de pronto al ver que la joven se llevaba un dedo a sus carnosos labios.
- Están hablando... - pronunció en un susurro ella, en la oreja de él - ... Están hablando de una petición de matrimonio para Arabela – contestó al fin, con tono preocupado.
Giovanni frunció el ceño de pronto, mirándola a los ojos, con expresión igualmente turbada.
- ¿Qué? ¿Con quién?
- Vespucci – dijo Simonetta, aunque no supiera quién era aquel hombre.
De pronto, el rostro de Giovanni pasó de la preocupación al más puro enfado. Apretó la mandíbula y comenzó a negar con la cabeza, mientras respiraba agitadamente.
- No. No puede ser – Giovanni hizo ademán de bajar las escaleras, dispuesto a irrumpir en la conversación, pero ella le detuvo.
- ¿Qué ocurre? ¿Quién es él?
Y el rostro que se giró a mirarla, no era el del Giovanni Pitti; era la cólera en persona.
- Marco Vespucci es la rata más ingrata de toda Florencia; un mentiroso y un cobarde que sólo sabe esconderse detrás de los Pazzi – contestó él entre dientes, provocando que su rostro enrojeciera, fruto de la ira –. No puedo creer que mi padre esté siquiera sopesándolo.
- He escuchado a Concetta decir que eso le reportaría una mejor amistad con Piero de Médici – respondió Simonetta.
En ese momento, Giovanni pareció comprender algo. Se quedó inmóvil e inexpresivo, mirando los últimos escalones que separaban a ambos del comedor. Su mirada parecía perdida y Simonetta, aunque quisiera saber qué significaba aquello que había oído, no lo preguntó, pues no quería perturbarlo. Sin mediar ninguna palabra más, giró entorno a sí y subió corriendo de nuevo al piso superior, dejando a Simonetta de nuevo sola allí, al pie de las escaleras. Lo que fuera que había comprendido, parecía ser de gran relevancia.
Giovanni había decidido subir en el carruaje con ellas, a pesar de la invitación expresa de su padre para ir con los adultos, pero él se había negado, rotundamente. Miraba a través del vano del carro, ausente, hecho que no parecía preocupar a Arabela, aunque sí a Simonetta.
- Las nubes se están cerrando, parece que va a llover – comentó la joven Pitti, mirando por el ventanuco contrario a su hermano, ignorando la pesadumbre que se cernía sobre sus dos acompañantes.
- Vienen tiempos malos, sí – murmuró Giovanni, provocando que Simonetta girase la cabeza hacia él, encontrándose con su ojos oscuros.
- No seas exagerado, Gio – comentó entre risas Arabela.
Pero ninguno de sus acompañantes reía. Ni siquiera la señora María, que les miraba muy atentos. Los tres lo sabían. Simonetta tragó saliva y miró a ambos. Nadie decía nada, pero ella sentía que sus palabras se encontraban luchando por salir a la superficie, a través de su garganta. Los ojos castaños de Giovanni parecían querer advertirla, los de María la animaban.
- ¿Qué os ocurre hoy? – preguntó la joven, girándose ante sus serios acompañantes con el ceño fruncido – Estáis muy extraños esta mañana.
El ruido del gentío comenzaba a escucharse cada vez más claramente. Se acercaban al ponte Vecchio. Simonetta sentía la garganta seca.
- Arabela... Hay algo que debo decirte.
El traqueteo propio de los adoquines del puente les notificó que se acercaban cada vez más a la catedral de Santa María del Fiore.
- ¿Decirme qué? – Arabela fijó aquellas esferas azules en Simonetta, y el nudo de la garganta de ella, creció.
Las campanas comenzaron a repicar, llamando a la oración a todos los fieles de Florencia.
- Arabela, tu padre ... - comenzó a decir la genovesa, ante la atenta mirada del resto de ocupantes del carro.
- ¿Mi padre, qué? – la voz de su compañera comenzaba a notarse angustiada.
Torcieron la esquina, y allí estaba, irguiéndose sobre el cielo de nuevo, la cúpula del duomo.
- Padre quiere casarte con Marco Vespucci – terció de forma abrupta Giovanni, mirando fijamente a su hermana a los ojos –. Quiere tenerle como aliado para redimirle ante Piero de Médici.
Y el grito ahogado de Arabela fue silenciado por las furiosas campanas de la misa del domingo veintiséis de abril.
Entre Giovanni y Simonetta, ayudaron a bajar a una angustiada Arabela del carruaje. Su rostro se había descompuesto por la noticia. No había pronunciado ninguna palabra, pero resultaba obvio que la idea le horrorizaba y estaba segura de que podría entrar en pánico en cualquier momento.
- Arabela, mírame, debes contenerte – murmuró Simonetta a su compañera, instándola a caminar a través de la plaza para llegar a las puertas abiertas de la catedral, a través de las cuales comenzaban a entrar los fieles en comitiva.
- Para ti es fácil decirlo, no van a casarte con él – respondió Arabela apretando la mandíbula y mirándola como jamás la había mirado: una mezcla de envidia y recelo embargó sus ojos e hizo sentir mal a la genovesa.
Tragó saliva, pero no quiso tenérselo en cuenta, sabía que en aquel momento no era Arabela la que hablaba, si no el miedo y el rechazo hacia su destino. Tomó su brazo y la florentina lo estrechó, consciente de que ella era de sus únicos apoyos en esos momentos.
- Te ayudaré – aseguró la rubia, mientras comenzaban a andar hacia el duomo –. No sé cómo, pero lo haré.
Lucca y Gaspare iban delante de la comparsa Pitti y justo detrás, los tres jóvenes poseían unos rostros que parecían ser más bien propios de un entierro que de una misa de domingo. Justo antes de comenzar a subir los escalones para entrar al recinto sacro, la voz de Giovanni advirtió a las jóvenes en un murmullo.
- Los Vespucci – pronunció con toda la rabia de la que era capaz.
Dos varones se habían acercado a Lucca, quien los recibía con un apretón de manos, bastante formal. El más mayor de ambos, cuyo cabello encanecido y lacio caía en cascada sobre sus hombros, saludó también a su padre, con una sonrisa.
- Soy Piero Vespucci – dijo a Gaspare, mientras tomaba su mano, en forma de saludo –. Y este es mi hijo, Marco Vespucci, futuro heredero del banco familiar.
Con un gesto, señaló al más joven de los dos; un chico de cabello rizado oscuro, de rostro redondo y barba incipiente, que daba más la impresión de suciedad que muestras de una supuesta hombría. Se adelantó para saludar a ambos hombres, pero pronto su mirada se topó con la de las jóvenes y aquella cara infantil se tornó en un oscuro gesto de adulto caprichoso. Sus ojos brillaron al verlas y a Simonetta le repugnó la mueca que hacía su sonrisa al observarlas. Torció el gesto imperceptiblemente, incapaz de reprimirlo.
- Y esta es mi hija, Arabela – Luca se había acercado hasta los tres, señalando con su mano a su hija, cuyo rostro denotaba una aprensión sin límites.
- Bongiorno, signorina Pitti – dijo Piero, con una sonrisa -. Creo que ya conocéis a mi hijo Marco.
El joven Vespucci se adelantó hacia ellas, pero, a pesar de que le estaban presentando a Arabela, su mirada no se encontraba puesta en ella. Sus ojos estaban inexplicablemente clavados en Simonetta. La genovesa le sostuvo la mirada, con un claro disgusto en su semblante.
- Lo conozco, messer Vespucci – pronunció Arabela, en un tono bajo.
- Y vos, ¿quién sois? – preguntó indecorosamente Marco, sin dejar de mirar un segundo a Simonetta.
- Simonetta, Simonetta Cattaneo – respondió ella con tono cortante, sin una pizca de gracia en sus maneras –. Padre, messer Pitti, creo que deberíamos ir entrando en el duomo, la misa está a punto de comenzar y no podemos perdernos el inicio de la liturgia – dijo con tono meloso, mirando a su padre.
- Es cierto, Simonetta, luego nos veremos, signores – añadió Lucca, quien con una sonrisa se despidió de ambos hombres.
Pudo escuchar perfectamente cómo su amiga resoplaba, soltando todo el aire que había contenido. Ninguna de las dos habló, y menos Giovanni, que llevaba apretando la mandíbula y los labios durante toda la conversación, sin haber saludado siquiera a la pareja. La catedral se encontraba hasta los topes, hecho por el cual tardaron más del tiempo habitual hasta llegar a los bancos reservados para la familia Pitti. Gran parte de los asistentes giró el rostro para mirarlos, con una pequeña mueca de desaprobación por haber llegado tarde al sacro evento. Pero lo cierto es que tanto Giovanni como Arabela o Simonetta, tenían cosas más importantes de las que preocuparse. En el caso de la genovesa, el hecho de que, dos banco más allá, el joven Marco Vespucci no apartaba la mirada de ella. Tragó saliva. Había sentido las ganas de lanzarle una bofetada a aquel crío de ojos lascivos.
- In nomine Patris, et filii, et spiritus Sancti – daba comienzo el padre, levantando la manos hacia el cielo y juntándolas delante de su rostro, rogando por Dios.
Simonetta, apartó la mirada del banco Vespucci, y miró al frente. Allí, detrás de la figura del sacerdote, una familia se había reunido al igual que ellos para celebrar la misa de domingo. En aquel banco corrido, dos hombres y tres mujeres oraban, mientras unos ojos de color verde a los que hacía casi tres semanas que no veía, miraban con una sonrisa torcida a la joven Cattaneo.
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