𝑪𝒂𝒑𝒊𝒕𝒖𝒍𝒐 𝑰 : 𝑫𝒆𝒔𝒑𝒆𝒅𝒊𝒅𝒂𝒔
𝟏 𝓭𝓮 𝓪𝓫𝓻𝓲𝓵 𝓭𝓮 𝟏𝟒𝟔𝟗
El traqueteo del carro despertó bruscamente a la muchacha. Esta frunció el ceño y parpadeó un par de veces, antes de reacomodarse en aquel angosto asiento. El sol incidía directamente en sus ojos, cegando por completo aquella mirada tan peculiar; a veces gris, otras, azul celeste, pero siempre con un halo de misterio impreso en ellos. Su padre, sentado a su izquierda, la miraba con curiosidad mientras el haz de luz recorría aquellas blanquecinas y delicadas facciones. Sabía que algo le ocurría, pero imaginó los pensamientos que rondaban por aquella mente tan despierta y ágil. Conocía el motivo de su malestar y, en parte, no pudo culparla. Con cada sacudida, el carruaje les alejaba más de su hogar; por aquel pequeño ventanuco que su hija miraba con nostalgia, el extenso mar se iba haciendo cada vez más pequeño, hasta fundirse con el cielo despejado del luminoso día. Gaspare guardó silencio. Nunca había querido entrometerse en sus sentimientos ni en sus acciones, pero por cada minuto que su fiore mantenía las palabras a buen recaudo dentro de su garganta, Gaspare se sentía una pizca más culpable. El bueno y cándido de Gaspare. Fue entonces cuando decidió hablar.
- Mi fiore, Simonetta ... ¿Qué puedo hacer para que no estés tan triste?
Escuchó cómo la muchacha suspiraba. Como respuesta, ella giró el rostro y sus cabellos, dorados como el sol naciente, ocultaron sus amargas lágrimas. Odiaba que la vieran llorar, la hacía sentir pequeña y frágil, tal y como se sentía últimamente.
- Mi fiore ... - volvió a murmurar su padre, apenado.
Sin saber muy bien cómo actuar, Gaspare hizo lo que tantas veces había visto hacer a su mujer, Cattochia, para calmar a su hija. Con delicadeza, acarició aquella melena rubia, para luego depositar un beso en su cabeza. Como respuesta, Simonetta lloró aún más fuerte, con lastimero dolor. Todo lo que llevaba dentro, salió fuera y, girándose hacia su padre, se echó a sus brazos, protegiéndose de cualquier mal exterior.
- La echo tanto de menos, padre – susurró en su pecho, cuando ya se había calmado un poco -. Y marcharnos de Porto Venere ha sido como dejarla atrás, padre, como si jamás volviéramos a estar juntas de nuevo – su voz se quebró de nuevo, pero no lloró más.
Gaspare, conmovido, la separó cuidadosamente de sí, para mirarla a los ojos. No pudo evitar sonreír con añoranza, era realmente parecida a Cattochia; bella y delicada como una rosa, pero de mirada tan fiera como sus espinas. Le secó las lágrimas y sin borrar en ningún momento su sonrisa, habló:
- Yo también, mi fiore, yo también. Pero ella nunca nos dejará, siempre guiará nuestros corazones, porque es allí donde ella sigue viviendo.
La mirada de Simonetta cambió, aquel brillo pareció volver a ella y la joven asintió. Hacía tan sólo diez meses que un brote de peste había entrado en la ciudad, a través de su concurrido puerto. Pronto, consiguieron evitar que se extendiera en exceso y alcanzase a más ciudades de Italia, pero ya era demasiado tarde: su madre la había contraído y tras unos agónicos días, la muerte negra se la había llevado para siempre. Ese día, Simonetta no lloró; había visto sufrir tanto a su querida madre que incluso fue un alivio para ella. Sabía que ahora, donde quiera que estuviese, al lado del Señor o no, ella estaría tranquila y feliz. Sin embargo, alejarse de su pequeña ciudad, de aquel lugar tranquilo que la había visto crecer y madurar, donde había sido tan feliz al lado de sus padres, pesaba en lo más hondo de su corazón. Ahora, con un futuro incierto, no sabía qué nuevas le depararían en una urbe tan grande y neurálgica como Florencia. En parte, sentía cierto respeto y una pizca de miedo ante lo desconocido.
- Tienes razón, padre. Gracias – murmuró, algo más feliz, Simonetta.
Gaspare amplió su sonrisa, y depositó un delicado beso en la frente de su preciada hija. Gaspare Cattaneo della Volta era un noble genovés, que se había casado con una prima lejana, Cattochia Spinola, natural de Puerto Venere, donde decidieron instalarse para disfrutar tanto de la tranquilidad que aportaba la pequeña ciudad como de los negocios comerciales que podían establecerse con la cercana Florencia y toda la costa mediterránea. Su matrimonio había sido extraño por su afectuosidad, así como por el cariño que se profesaban entre sí, hecho por el cual habían sido la comidilla de bastantes familias aristocráticas y de noble cuna. La forma en la que ambos se miraban reflejaba la admiración que sentían el uno por el otro y la tremenda amistad que les unía. Simonetta sabía que, si tuviera que desposarse algún día, quería ser cómplice y no sierva de su marido, como tantas y tantas mujeres que durante su corta existencia había visto.
Sin embargo, el idilio finalizó con la muerte trágica de Cattochia, sumiéndoles en una gran tristeza. Aunque sabía que a su hija todo aquel cambio le resultaría más costoso que a él, había decidido aceptar el negocio que un familiar le había propuesto para trabajar en la bella Florencia, al servicio de la majestuosa familia Médici. Por aquella época, la ciudad bullía de energía gracias a su potencial económico, en gran parte propiciado por los bancos que florecían al abrigo de la situación, lo que implicaba la ostentación de dicha bonanza en celebraciones y festividades, que eran la envidia del resto de ciudades italianas. De este modo, también la urbe se convirtió en la cuna de los artistas; el mecenazgo de las familias más adineradas fomentaba la expresión artística en forma de pintura o escultura, donde grandes nombres comenzaban a emerger y a valorarse más que como simples artesanos, como creadores de belleza. Los Médici, cuyo linaje era de los más ricos de toda Florencia, se convirtieron en los principales promotores de estos artistas y, según se decía, apreciaban enormemente el estilo clásico que se empezaba a poner de moda frente al oscuro arte sacro. En la ciudad también se estaba viviendo un auténtico renacer de la poesía y el teatro grecolatino, hecho que emocionaba a Simonetta; al igual que a su madre, a la joven le encantaban todas aquellas viejas historias de dioses y héroes que luchaban fieramente, se enamoraban con pasión y morían de forma gloriosa. Le arrebataba la historia de la más bella de las mortales, Helena, y cómo su aventura con el joven Paris había terminado por ser la causante de una guerra que habría durado diez largos años. Admiraba a aquella reina, que había huido de su tiránico marido para ser, por primera vez, libre. En resumidas cuentas, aquella oportunidad que se les brindaba no sólo era un motivo más para dejar atrás la amargura de una tragedia como la de la pérdida de Cattochia, sino que, además, suponía una nueva experiencia para ambos; él, quien sólo quería olvidar, y ella, que sólo quería vivir.
- ¿Cuándo llegaremos, padre? – preguntó Simonetta tiempo después, reacomodándose por décima vez en el asiento de aquel viejo carruaje de madera -. Siento como si hubiéramos partido hace décadas.
- Pronto, mi fiore, calculo que cuando el sol se ponga nos encontraremos entrando en la ciudad.
Simonetta resopló. Nunca había viajado tan lejos y, al principio, pensó que sería estimulante, pero ahora sólo sentía dolor tanto en sus nalgas como en la espalda por los botes de aquel estruendoso carro.
- ¿Dónde viviremos? – volvió a preguntar con curiosidad, mientras miraba a su padre con aquellos grandes ojos grises, ávidos de conocimiento.
- En el Palazzo Pitti, la residencia de mi pariente, Luca Pitti – respondió Gaspare, con la mirada perdida en el horizonte.
- ¿El famoso banquero con el que os carteáis? – Simonetta arqueó una ceja - ¿Acaso empezaréis a llevar las cuentas de toda Florencia?
La pregunta hizo reír al hombre, que negó con la cabeza.
- No, Simonetta, bien sabes lo mucho que detesto esa labor. Seré quien lleve los negocios de un gran amigo suyo; Piero de Médici.
- Oh... - murmuró la joven, sorprendida –. ¿Es él quién nos ha invitado a esa extraña celebración?
Gaspare asintió.
- Sí, por primera vez veré con mis propios ojos el deporte tan extraño que me describe con frecuencia Luca en sus cartas – se quedó pensativo, intentando recordar el nombre de aquel brutal pero entretenido juego que habían comenzado a practicar los nobles florentinos para divertirse y evadirse –. ¿Cómo se llamaba?
- ¿Calcio, tal vez? – respondió su hija, con una sonrisilla de suficiencia. Tenía buena memoria y era tan curiosa que se había quedado con cualquier pequeño detalle que su padre había comentado con respecto a aquellas misivas.
- ¡Efectivamente, el Calcio florentino! Estoy deseando verlo en vivo.
- ¿Y por qué razón se ven en la necesidad de pelearse para acabar llenos de heridas y polvo? – Simonetta suspiró – ¿Acaso necesitan la violencia para disfrutar y divertirse?
- Sí, parece un pasatiempo rudo, es cierto, pero son cosas de hombres, mi fiore, no lo comprenderías.
- O de bestias – murmuró ella con malicia, pero su padre no la escuchó.
- Realmente su práctica está vinculado con alguna celebración especial, no sacra, por supuesto – Gaspare se llevó una mano a la barbilla, pensativo – ¿Podría deberse a ...?
Y entonces, calló. Simonetta, apartó los ojos del ventanuco y giró para mirar a su padre.
- ¿A qué, padre?
Pero Gaspare ya no la escuchaba, estaba sumido en sus pensamientos. Vio cómo fruncía el ceño y apartaba la vista. Cuando algo no casaba en su mente, solía ponerse evadirse de esa forma, igual que ella, por lo que, conociéndolo, decidió no molestarlo y volver la mirada al paisaje. Estaba atardeciendo, no debía quedar demasiado para entrar en la ciudad. Los ojos le volvían a pesar, así que los fue cerrando, lentamente, esperando encontrar de nuevo los brazos de Morfeo, pero una sacudida volvió a impedírselo. Sólo que esta vez, no había sido el bandazo del carruaje, si no su padre, que agitaba suavemente su hombro.
- Fíjate, Simonetta, fíjate – dijo emocionado, señalando por el pequeño hueco que daba al exterior. Por él podían divisarse los límites del polvoriento camino, altos árboles y frondosos setos. La chica miró ceñuda, no comprendía qué le señalaba su padre.
Iba a preguntarle qué era lo que quería cuando, de pronto, una gigantesca muralla apareció ante sus ojos y dejó sin habla a la muchacha. En sus dieciséis años de vida, jamás había visto una arquitectura tan esplendorosa, tosca pero bella; parecía que se internaban en la lejana y mítica Troya, con aquellos muros que le antojaban impenetrables. Sus ojos refulgían ante la visión de aquellas almenas anaranjadas por la luz del atardecer. Sin duda, Florencia debía ser majestuosa.
¡Hola lectores! Este es el primer capítulo de la vida de Simonetta. Aún se saben pocas cosas, pero parece muy emocionada por llegar a Florencia... ¿Qué creéis que le deparará el destino allí? Pronto comenzaremos a conocer a los primeros personajes... ¿estáis preparadas? ¡Nos vemos en el siguiente capítulo!
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