9. El guardián y el cabrerizo
Noches después, entre los pasillos, mientras vagaba de un lado a otro, sus ojos se perdieron en las Montañas del Viento Oeste, y se detuvo por fin. Las montañas, con ese aire silencioso ya no se sentían tan lejanas, tan distantes. Aquel templo no era una prisión, y su supuesto propósito nunca fue obligatorio. Decidió creer lo que Leifhite le había contado, fuera cierto o no. Aunque no supo si lo creyó por esperanza, o por egoísmo, sabía qué quería hacer.
¿Por qué nadie hablaba de marcharse? ¿Por qué querían cuidar tesoros que no eran suyos ni de nadie? El dueño había muerto mucho atrás, y había hecho un trato. Eran libres. A pesar de que aquel era un refugio al que debían agradecer, siempre habían sido libres.
Miró su mano, y luego, miró la noche a través del vitral del piso superior.
Entonces, ¿por qué saber eso no lo hacía sentir mejor? ¿Por qué saber que se podía marchar de ahí no le daba esperanza? ¿Por qué seguía sintiendo el mismo vacío de toda su vida?
Si se fuera, ¿seguiría vacío?
Mientras navegaba en esos pensamientos, con los ojos fijos en los picos lejanos, y en el horizonte, escuchó pasos. Su mano de inmediato fue a su espada y aunque no la desvainó, se dio la vuelta, y miró hacia abajo, alerta.
¿Un ladrón? Su garganta se apretó al mismo tiempo que apretaba la empuñadura y deslizaba la espada. Y al mirar a la planta inferior, vio a su hermano. Su hermano caminaba por uno de los pasillos, hacia la entrada, alzó la cabeza y sus miradas se encontraron y se detuvo en seco.
No lo pensó, y corrió con pasos silenciosos hacia la planta inferior. Bajó las escaleras de dos en dos y corrió hasta llegar frente a él. Inhaló y exhaló para recuperar el aliento, pero en silencio, para evitar que lo escucharan. Se miraron mientras el calor de correr descendió de sus mejillas.
—¿Qué haces despierto? —preguntó.
—Nada. Ve a tu guardia —respondió su hermano sin mirarlo a los ojos.
—¿N-no puedes dormir?
—No. Ve a tu guardia o le diré a los maestros que estás holgazaneando.
El guardián frunció el ceño: su hermano nunca diría algo como eso. Y mientras pensaba, y trataba de entender qué sucedía, su hermano se dio la vuelta y regresó sobre sus pasos, con algo entre las manos, algo que no podía ver en la oscuridad.
Lo siguió y lo tomó por el brazo.
—Suéltame —gruñó su hermano—. No me toques.
Apartó la mano de inmediato, su corazón se estrujo, y las ramas se enroscaron en su garganta, pero lo siguió igual.
—¿H-hice algo malo? —preguntó dolido.
—Déjame solo. Ya eres lo suficientemente grande como para comportarte así. ¡Vete a hacer tus malditas guardias!
»¿Qué no has entendido nada? ¿Acaso vas a seguir comportándote como un inútil? Eres tonto, no sé cómo te soportas...
Se detuvo por fin. Aquello... bajó la vista con un nudo en la garganta, y sus ojos se humedecieron. Alzó la mirada, su hermano ni siquiera lo miró y avanzó dándole la espalda.
Aquello... ¿Qué había hecho?
Quiso seguirlo, pero supo que no era lo mejor, y sus pies tampoco quisieron moverse. Y mientras más lo pensaba, peor se sentía. Era cierto lo que su hermano dijo. Era un tonto, un inútil, todo eso y más, pero escucharlo de su hermano... Recordó al vitral del halcón con la flecha.
No había nada para él. Estaba solo. Era miserable, estaba solo, vacío y no sabía hacer nada. Quizá era lo mejor, irse y ya sería era lo mejor. Dejar ese lugar, ser olvidado, ser recordado como el guardián que huyó, morir sin poder regresar al sol... Pero su hermano estaría solo.
A pesar de sus palabras... no quería dejarlo, no quería ser así. ¿y si le decía a su hermano que huyeran juntos? ¿Y si huían lejos de ahí? Muy, muy lejos de ahí.
¿Y si su hermano seguía pensando lo mismo incluso si le decía? Suspiró. Estaba solo, no había nada más qué hacer.
Después de mucho pensar, cuando sintió que las palabras ya se habían asentado, caminó hasta el vitral de la Cámara del Tesoro Negro. La luna brillaba detrás, arriba de la cabeza del halcón, y su luz azulada iluminó la Cámara.
¿Qué importaba nada? ¿Qué importaba si a nadie le importaba? ¿No estaría mejor el mundo sin él? ¿No estaría todo mejor en el templo si él no estaba? Sus maestros lo sabían, él lo sabía. Él no era un guardián, no era un descendiente del sol, era un prisionero y un inútil.
Estaba condenado a estar ahí por toda la vida, para siempre hasta que los buitres devoraran la carne de su cuerpo hasta los huesos para purificarlo. Para yacer por siempre en una cueva junto a ocho mil más, con gusanos, musgos y agua que perforaba los huesos. Estaba condenado en un templo de ritos y reyes, sin descanso, sin nombre, sin derecho a morir cuando quisiera, sin poder sentir nada. Si no se iba, estaba condenado.
El frío nocturno caló hasta sus huesos, hasta lo único que quedaría de él una vez los buitres bajaran.
No había lugar para él ni en las cuevas ni en el sol. Moriría. Y lo único que pudo hacer fue mirar a la Cámara del Tesoro Negro, y pensar una y otra vez, pensar y pensar cómo hubiera sido su vida si jamás hubiera llegado a ese lugar. Y luego se lamentó como siempre.
¿Sería un cabrerizo como Leifhite? ¿O algo más? ¿Sería un pescado en los mares del norte, como aquellos que Leifhite mencionó? La luna no le dio respuestas, y como siempre, su mente tampoco.
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Una semana después, mientras estaba en el alfeizar de la ventana sobre la entrada principal en el segundo piso, admiró el brillo moribundo de las estrellas. Fue mientras un conejo blanco corría pendiente abajo, que escuchó pisadas. Aguzó el oído. Se escuchaban pisadas, y rocas rodantes.
Al asomarse, encontró a Leifhite con el chal de colores con el que había llegado y solo dos de sus cabras, más su bolsa de viaje. El guardián se levantó de inmediato. ¿Se iba? ¿Sin avisar? Pero... Iba a decirle que iría con él... ¿Por qué no dijo nada? ¿Por qué no se despidió de él? No, no podía ser... ¿Por qué no avisó que se iría?
Él también quería ir.
Corrió escaleras abajo, trotó y al aproximarse a la puerta, encontró a su hermano, se dirigía a la entrada. Vio por el vitral a Leifhite, se acercó por la entrada y su corazón dio un vuelto. Detuvo sus pasos silenciosos. ¿Qué estaba sucediendo?
Corrió de nuevo. Su mano fue a su empuñadura, y desvainó su espada. Fue entonces que su hermano lo escuchó, y se detuvo en seco. Y él, pudo verlo bien, su hermano llevaba un morral en su espalda, su capa, su espada, y en el cuello llevaba un pedazo de madera con forma de pájaro, con dos agujeros.
El agarre de su espada se debilitó, y bajó el filo. Abrió la boca, pero no pudo decir nada. Su hermano inhaló hondo y se pasó un mano por la cara.
—Me voy.
Él se movió, con la espada y la cabeza baja y se colocó entre la puerta y su hermano. Miró a su hermano.
—¿Qué haces...? ¿Por qué?
—Déjame pasar —ordenó su hermano.
—N-no puedes irte —susurró y la espada tembló en su mano—. No puedes.
¿En serio estaba diciendo aquello?
—Quítate y déjame pasar.
Su mente estaba agitada, mil cosas pasaban por su cabeza, pero... no sabía qué hacer, nunca sabía qué hacer. Su mano tembló aún más y miró fijo a los ojos azules de su hermano.
—No p-puedes irte... No puedes...
—¡Cállate de una maldita vez! ¡Déjame pasar!
Negó con la cabeza y la bajó. ¿Por qué su hermano quería irse? ¿Por qué no le había dicho ante? ¿Lo había planeado...? Y antes de verlo, el brillo de luz de la noche reflejó en la espada de su hermano, había salido en un parpadeo. Retrocedió y apenas pudo alzar la suya. Su mano se dobló con el golpe y su espada salió volando de su mano. Cayó lejos de él.
No pudo hacer nada cuando su hermano lanzó un puño a su rostro, y se estrelló contra las puertas del templo. Todo bailó frente a sus ojos y vio estrellas un momento. Luego, su hermano lo tomó por el cuello de su capa, y lo arrastró lejos de las puertas, no pudo respirar y pataleó, y luego su hermano lo soltó con brusquedad. Tosió e inhaló una gran bocanada de aire.
Su hermano se alejó sin mirarlo hacia la puerta, y sostuvo la manija por un momento. Su hermanó suspiró y lo miró, sus ojos estaban llenos de algo que no entendió. ¿Lástima? ¿Superioridad? ¿Vergüenza?
—Oye... ¿Quieres...? ¿Quieres venir conmigo?
Aquello fue una puñalada, o un valde de agua recién derretida. El mundo seguía girando, y el aire se hizo tan denso que pensó que sus pulmones explotarían de solo respirar un poco. Con la mano en su mejilla hinchada, miró a su hermano sin entender.
—No... No puedo seguir aquí —dijo su hermano—. ¿Quieres venir conmigo?
—Pero el templo...
¿Por qué justo en aquel momento, de todos los momentos, pensaba solo en el templo? Pero las palabras ya habían salido, tan naturales como el flujo del tiempo, tan naturales como el sol que derrite la nieve. Su hermano giró sobre sus pies, alzó su coleta de caballo y tajó con la espada como si nada.
Alzó las cejas y si no fuera porque todavía recuperaba su aliento, se hubiera levantado a quitarle la espada antes de que eso sucediera. Pero no se había levantado a tiempo, no había hecho nada. Y su hermano... ¿qué había hecho su hermano? ¿Por qué había hecho algo tan horrible?
Las náuseas lo inundaron, pero trató de disimularlas. Era como cortarse una mano, era algo que nadie había hecho ahí, jamás. Nunca.
—Ahora ya no soy del templo... Ni de aquí. ¿Vas a venir conmigo?
El terror lo invadió, se estremeció, sus brazos temblaron. ¿Cómo pensó su hermano en hacer algo así? El templo... El templo seguía ahí, el templo seguiría ahí, pero su hermano no podría volver, estaría separado de todo y de todos, ¿no le importaba? Una arcada llegó a su cuerpo, pero la ignoró y miró a su hermano.
—Me voy... —dijo—. Quédate si quieres. Muere aquí si quieres. Sigue siendo un objeto si quieres...
»Después de todo, después de leer eso, no pienso quedarme —. Bajó la mirada—. Hasta nunca. Quédate solo. Muere solo.
Se impulso.
—No... —susurró—. No te vayas...
—Hasta nunca, guardián.
Y se detuvo, no siguió tratando de pararse. No lo había llamado hermano.
Cerró la puerta con un azotón que retumbó en todo su cuerpo. Y no se movió. Se quedó ahí, con su mejilla ardiente e inflamada cada vez más con cada minuto. Y el vacío en su estómago, el vacío en él creció con cada minuto en silencio, con cada pequeño ruido afuera. Miraba a la puerta, pero nada iba, nada pasaba, y entonces, la luz del sol entró por uno de los vitrales.
Después de estar tanto rato en el suelo helado, sus piernas estaban entumecidas, y seguía sin saber qué había sucedido, sin saber qué hora era, o qué estaba haciendo. Sus maestros llegaron corriendo, hablaron por todos lados, y discutieron.
—¿Dónde qued-...? ¡Malditos ladrones! —gritó la maestra mayor y plantó zancadas hacia la entrada.
No los miró, pero sabía que lo miraron en el suelo, inmóvil. Frente a él, yacía el cabello cortado de su hermano...
—¡¿Qué sucedió?! —gritó la maestra mayor.
—Se fue —susurró.
Ni siquiera pudo escuchar su propia voz.
—¡Estabas haciendo guardia! ¡No puedo creer que seas un inútil!
Y luego la maestra mayor se dirigió a su maestra.
—Ve a buscar en las montañas sin bajar, trae el sil-... necesitamos traerlo de vuelta.
—Sí, señora —respondió su maestra, salió por la puerta, ajustó el cuello de la capa y corrió.
Se hubiera marchado en aquel momento, antes, cualquier otro día. ¿Qué estaba pensando? Debió marcharse. Morir, vivir con pena y arrepentimiento lejos de ahí, cualquier cosa hubiera sido mejor que escuchar las palabras que calaron hasta su médula. Entendió a Kirán un poco más, quizá Kirán no le temía a la muerte por ser un final, quizá le temía por el dolor. Quizá...
¿Por qué todo era un mar de quizás?
—Ven conmigo al Santuario de Buitres. Necesitamos castigarte.
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