7. El descendiente del árbol
El hombre era seguidor del rey Kirán, al igual que sus padres, sus abuelos, y los abuelos de sus abuelos y todos los ascendientes antes de él. Quizá fue por eso por lo que confiaron en un extraño que decía adorar al dios de una religión en extinción, y quizá fue por eso que le permitieron quedarse el tiempo necesario antes de que partiera. A cambio, el hombre selló la confianza de los maestros con un regalo: dos cabras, un macho y una hembra.
Aquella primera semana, el hombre ayudó con las tareas de los maestros y de su hermano. Trabajaba bien el campo y los ayudó a arreglar sus pequeños huertos malhechos, recolectó hierbas distintas en las montañas junto a su hermano, revisó a los animales del corral, y le enseñó a la maestra mayor nuevas recetas. Con todo eso, los maestros estaban encantados de estar cerca de aquel hombre, le preguntaban y escuchaban, y el hombre preguntaba y escuchaba.
Por su parte, él solo observaba y escuchaba. Había visto sonrisas en caras serias toda su vida, había escuchado la risa de la maestra mayor e incluso había escuchado a su hermano decirle al hombre:
—Ojalá hubieras sido un guardián, así tendríamos más ayuda aquí...
Y escuchó a su maestra decirle al hombre:
—Gracias. Buen trabajo.
Al escuchar aquellas palabras provenir de ellos, un nudo se formó en su garganta, a pesar de eso, solo ignoró el sentimiento y fue a trabajar.
Otro día, mientras limpiaba el polvo de las ventanas, vio al hombre regresar con su hermano. Ambos sonreían y hablaban fluidamente, pero jamás había visto a su hermano hablar así con alguien más... Al menos no con él. Viéndolos juntos, se percató de que sus alturas, y cómo se veían eran similares, quizá hasta tenían la misma edad. En aquel momento, se dio cuenta de que su hermano ya no era un niño, ni un adolescente como él.
En aquellos pequeños momentos mientras el polvo se levantaba y escocía en sus ojos, pensaba: «¿Por qué me siento tan solo si estoy rodeado de gente?» «¿Por qué no me siento feliz cuando todos los demás lo están?».
Debajo de la ventana, los maestros se acercaron hacia ellos para ver que recolectaron, y halagaron a su hermano y al cabrerizo. Siguió limpiando los bordes con un único pensamiento en mente, el pensamiento que había mutado por años y que había enterrado cada vez que surgía, porque no había nada más que el templo.
«Si me fuera... Si me fuera con él... Si me fuera de aquí y viviera la vida viajando, sin tener que pensar en el templo... quizá cuidando cabras, quizá con una pequeña granja, ¿sería feliz? ¿Sería feliz como él? ¿Mis maestros pensarían mejores cosas de mí?». «Si fuera mi hermano, ¿me querrían más? ¿Si no fuera yo?».
Suspiró. Solo quedaba limpiar los vitrales con una pequeña sonrisa de un sueño tonto: ser ese cabrerizo, ser su hermano, o irse.
Se imaginó caminando a través de un desierto como el del vitral del halcón, con las cabras a su lado, y el viento alzando la arena contra su rostro.
Jamás había visto el desierto en realidad, desde arriba, apenas se veía la arena y las montañas, pero jamás había pisado la supuesta arena, fina y más clara que las rocas de la montaña. A pesar de eso, imaginaba que quizá, en otra vida, le habría gustado. El sol siempre iluminaba ahí, así que no había nieve que quemara sus dedos y su rostro en el invierno; solo verano y un cielo de un azul profundo.
Cerró los ojos. ¿El viento sería cálido? Quizá rozaría su cabello, y tal vez, la arena se metería en sus zapatos, el sol lo calentaría lo suficiente como para no llevar tantas capas de ropa y podría ver las estrellas durante el invierno.
Al abrir los ojos, solo vio a su hermano por la ventana, reía mientras hablaba con el hombre. ¿Cuándo fue la última vez que lo vio así? ¿Cuándo fue la última vez que sonrió de la misma manera?
Continuó limpiando de esquina a esquina, y siguió soñando despierto. Su mente se tambaleaba entre trabajar y pensar. ¿Qué más habría allá, en las tierras de Kirán? En otro lugar, lejos de ahí, lejos de los regaños, ¿sería mejor? Y la maestra mayor habló detrás de él.
—¿Qué no puedes hacer eso bien? Ya estás grande como para que te digamos cómo hacerlo.
Dio un respingo, despejó la mente y enderezó la espalda lo mejor que pudo. No miró atrás, pero respondió firmemente:
—Sí, señora.
—Deberías ser como tu hermano, ni siquiera puedes hacer bien una tarea tan sencilla... A este ritmo... ¡Trabaja bien si no quieres ser una carga!
Se detuvo.
«¿Y qué debo hacer entonces?»
—¿Por qué te detienes?
Volvió a su labor con algo nuevo en su garganta. En aquel lugar nunca era lo suficientemente bueno, nunca era suficiente. ¿Cuál era el caso de seguir ahí si siempre terminaba mal? Los pasos de la maestra mayor se alejaron y volvió a divagar.
¿En dónde habría encontrado Kirán sus tesoros? ¿Por qué había creado algo tan horrible como un templo de roca oscura para guardarlos? Su mente vagó a montañas de colores, de miles de colores con cuevas llenas de gemas brillantes en lugar de cráneos y gusanos, con nieve blanca en los picos, y animales con grandes cuernos que dejaban sus huellas en el suelo.
Quizá, Kirán en realidad fue mucho más agradable en persona de lo que era en roca. Quizá usaba una armadura blanca con flores talladas en el pecho, botas y en las piernas. Tal vez su cabello era igual que el suyo: negro como la tinta, y no castaño como el de los maestros. Quizá su espada fue la más rápida de todas en el mundo. Quizá...
—¡¿Otra vez con lo mismo?! ¡¿Qué eres tonto o qué?! —gritó la maestra mayor mientras se aproximaba con paso duro hacia él.
Volvió a dar un respingo y metió el trapo en el cubo para apresurarse; sin embargo, al sacarlo, por la prisa dio un movimiento torpe y el balde agua cayó por completo en la alfombra. Tragó saliva y se congeló.
Si el tiempo retrocediera, si todo retrocediera, habría detenido a sus padres antes de que entraran en el templo, antes de que siquiera lo encontraran. Hubiera preferido cualquier lugar antes que el templo, cualquier lugar o cualquier destino, incluso que lo abandonaran a su suerte para morir, cualquier cosa. Porque al alzar la cabeza, con el corazón atorado en la garganta, y con los brazos temblando, recibió una bofetada.
Su piel ardió, pero no alzó la mirada. Vio la alfombra humedecida, y los zapatos de la maestra mayor estaban igual.
—Eres un inútil... Nunca entiendes —habló ella—. Vamos al Santuario.
Su corazón se detuvo con esa última palabra, y bajó aún más la mirada. Temblaba, pero no podía detenerse, así que obligó a sus piernas y se forzó a levantarse.
Siguió a la maestra mayor hasta el Santuario, y una vez ahí, ella fue por un trozo de carbón. Como costumbre, se arrodilló bajo la mirada de Kirán. El suelo de roca helada caló hasta sus huesos, y se estremeció. Bajó la mirada. Sabía que, por lo general, los castigos que le daban eran más o menos soportables, pero cuando la maestra mayor era quién lo castigaba, nunca podía estar seguro.
—Siempre eres un idiota en todo. Descubre tus brazos -le ordenó.
Obedeció, y arremangó una manga, luego la otra.
—Brazos estirados, palmas hacia arriba —ordenó.
Volvió a obedecer, y cerró los ojos, aguardando el dolor, pero no llegó. Solo sintió algo frío tocar sus manos.
—Quédate tres horas aquí. No cierres los ojos, no quites postura y no te muevas. Si haces algo, te arrepentirás... Tampoco dormirás hoy. Harás la guardia nocturna de todo el mes, sin desatender tus tareas del día.
—¿Y cuá-...?
—¿Qué dijiste?
—Nada, señora.
—Bien. Recoge el desastre que hiciste cuando tu castigo termine.
Vio de reojo a la maestra pasar a su lado, sus pasos se ahogaron, y cerró la puerta detrás de él.
Cuando por fin estuvo solo, dejó todo el aire que había retenido salir. Normalmente los castigos con la maestra mayor solían ser más violentos, más dolorosos y con marcas que solían durar semanas en curar, por eso, aquello le sorprendió.
En algún momento, terminó sentándose a pesar de que la estatua de Kirán estaba ahí, y pensó. Quizá no lo odiaban tanto. Le habían asignado un trabajo importante todo el mes, ¿tal vez en el fondo sí reconocían lo que podía hacer?
Las guardias nocturnas solían turnarse de guardián en guardián, pero que uno solo lo hiciera, significaba que los demás confiaban en ese guardián para proteger al templo.
Algo se retorció en su estómago, revoloteó y dibujó una sonrisa.
━━━━━━✧❃✧━━━━━━
Cuando su castigo terminó, sus piernas estaban dormidas por permanecer sentado en una mala posición, y sus brazos estaban entumecidos. Salió del Santuario mientras movía las articulaciones, y cuando dio el último paso, encontró al cabrerizo recargado en una de las paredes cercanas a la puerta.
Bajó la vista y se dirigió a levantar el desastre que había dejado de antes.
—¿Tú eres el menor de todos aquí?
Alzó la cabeza y miró a ambos lados. El cabrerizo se había incorporado, y lo miraba fijamente. Era obvio que le hablaba a él, pero quería estar seguro para que no se molestara.
—¿Yo?
—Sí. ¿Ya terminó tu castigo? Me dijeron que te buscara para que me mostraras las Cuevas de Tierra.
—¿Yo?
—Sí, me dijeron que te dijera, que estabas libre y que podías mostrarme las Cuevas de Tierra.
—¿En serio?
—Sí —respondió y sonrió.
Bajó la mirada para pensar, pero no tenía mucho que pensar, la desvió al suelo, luego miró al cabrerizo, sus ojos seguían fijos en él. Volvió a bajar la mirada. No podía ser cierto que fueran así de permisivos.
—¿En serio? ¿Yo?
El cabrerizo le explicó. Al parecer, tanto su hermano como los maestros tenían otros pendientes, por lo que le habían dicho al cabrerizo que lo buscara para mostrarle las Cuevas de Tierra. Así que luego de escucharlo, caminaron torpemente por los pasillos, él guiando al cabrerizo y mirando de vez en vez que sí lo estuviera siguiendo para que no se perdiera.
Era una tarde de verano, y el sol quemaba entre las pequeñas nubes, a punto de ocultarse en las montañas del Viento Oeste. Los gorriones volaban sobre el templo, y había dos buitres jóvenes que aguardaban en la Torre Nitsiag, como sombras oscuras en busca de muerte, aunque solo no tenían la experiencia de los buitres más grandes, no había nada en la torre todavía. Caminaron a través del jardín del templo en silencio.
Fue el cabrero el que rompió el silencio:
—¿Cómo te llamas?
—No tenemos nombre.
—¿Entonces cómo te llaman?
Lo pensó mientras guiaba el camino cuesta arriba. Se llevó una mano a la nuca y se rascó.
—No lo sé.
El cabrerizo rio.
—Eres muy serio, ¿verdad?
No respondió aquello y siguió avanzando. Después de mucho pensarlo, se detuvo a mitad del camino.
—Si fuera serio no me...
Se detuvo y suspiró. Se dio la vuelta. No tenía sentido decirle, él era un extraño, y no debía hablar mal del templo, mucho menos frente a un fiel de Kirán.
Siguió caminando, el sol daba en el rabillo de sus ojos, y a través de las rocas serpenteante ensombrecidas en la tarde, guio al cabrerizo. El silencio volvió a asentarse entre ambos... Pero que pregunta tan rara le había hecho... Y aunque quiso, no pudo quedarse callado.
—¿Allá afuera todos tienen nombre?
—Por supuesto, todos tienen nombre, mis cabras y las que les he regalado... Hasta he visto que los esclavos de las islas de Hezark tienen nombre, lo único que no tiene un nombre propio son los objetos comunes, ¿o le darías un nombre a tu comida?
No respondió y miró al suelo.
—¡Perdón! ¡Perdona! No era mi intención.
Lo miró y se detuvo en medio del camino. ¿Se había disculpado con él?
El cabrero había corrido hasta su lado. Alzó la cabeza y vio que el cabrero dudaba entre si acercarse más y darle unas palmadas en el hombro, o alejarse. Hizo lo segundo, y estuvo agradecido.
—No te disculpes —dijo en voz baja y trató de sonreír un poco, aunque supo que no le salió la sonrisa—. No has hecho nada malo para disculparte. Y las disculpas no se usan así.
El cabrerizo sonrió y rio, sus ojos se cerraron y se dibujaron arrugas en el borde. Él, por su parte, no supo qué hacer, así que miró al cielo, a las rocas y a cualquier otro lugar. Cuando el cabrerizo paró, él lo volvió a mirar a los ojos.
—No entiendo por qué te castigaron si eres un chico muy educado y serio —soltó—. Yo a tu edad tiraba los platos de mamá, golpeaba a mis hermanitos, robaba gallinas de los vecinos y aunque me regañaron, me sigo portando mal cuando voy a casa de mis padres.
Él alzó las cejas y no supo qué responder. ¿En serio le permitían hacer todo eso? ¿No lo regañaban como a él? Se mordió la mejilla, y en su pecho, algo buscó, anheló... ¿Por qué tenía que ser así?
Se dio la vuelta, parpadeó y siguió caminando.
—¿Qué son las islas de Hezark? —preguntó.
—Lo mencioné, ¿verdad? Se me va que ustedes no viajan mucho, pero no te expliqué... Son islas en el mar, no he ido, pero dicen que son hermosas y que tienen muchos tesoros.
—Ningún lugar tiene más tesoros que el templo.
—Tienen otros tesoros —explicó.
—¿Qué clases de tesoros?
—Pues... ¿Cosas bonitas? También oí que hay perlas.
—¿Perlas?
—Jamás las he visto, pero he oído de los comerciantes que son bolitas blancas brillantes, las usan mucho los nobles de ahora. También las usan para decorar sus armaduras, las trituran o las deforman para formar flores blancas y adornos sobre el metal.
—¿En serio? ¿Y se ven bien?
—Solo he visto a un noble, y de lejos, pero con esas armaduras casi blancas, y el brillo del sol en la tarde se ven muy hermosas... Aunque claro, también el metal negro de los guardianes de Kirán se ve muy bien.
Miró su espada envainada en su cintura y algo revoloteó dentro de él. ¿Comparar las espadas del color del carbón con la armadura de un noble?
—Mi abuela me contó que antes se hacían las danzas de espadas —añadió el cabrerizo—. La última a la que ella vino fue cuando era una niña, y me dijo que solían traer cosas a los guardianes... ¿Siguen haciéndolas?
Pensó la respuesta.
—No somos suficientes para la danza y las ceremonias.
Pero no quería seguir hablando de eso. Se quedó en silencio y apretó los labios mientras pensaba en cómo preguntarle.
—¿C-cómo son tus padres?
—¿Mis padres? —preguntó el cabrerizo—. Pues son padres, tienen una pequeña granja en Atezerien, en el Valle de Serpientes. Allá están mis hermanitos, también.
—¿Y por qué te fuiste?
—Ah... Fui a vender a Vultriana —explicó—. Voy cada cierto tiempo, pero esta vez como traigo más monedas, tomé este camino.
—¿Dinero?
—Es... Algo para obtener cosas.
—¿Y vas a volver?
El cabrerizo rio.
—Por supuesto, es mi hogar. Ahí está mi familia —dijo el cabrerizo—. Me necesitan.
Bajó la mirada. Si se fuera lejos del templo, ¿lo necesitarían? ¿Volvería?
Cuando llegaron a la entrada de las cuevas, la luz del sol ya había muerto y el cabrerizo recuperaba su aliento unos metros atrás. Volvió a detenerse y ajustó su capa antes de que el viento se colara en su cuello. El cabrerizo volvió a incorporarse y corrió hacia él.
—Sigo sin acostumbrarme a su ritmo, aunque tú sí que eres mucho más rápido que tu hermano.
—¿Tienes nombre? —susurró sin mirarlo a los ojos.
El cabrerizo lo miró con ojos brillantes y sonrió. Se acercó y alargó la mano hacia él. Él no supo que hacer, así que lo imitó, y el cabrerizo apretó su mano.
—Mi nombre es Leifhite —dijo con una sonrisa—. ¿Te gustaría saber qué significa?
Él asintió, y el hombre soltó su mano.
—Descendiente de árbol plateado
—¿Y por qué te lo pusieron?
—No tengo ni la menor idea, pero a mis padres les encantaba, aunque es un nombre muy común.
Sin darse cuenta, las curvas de sus labios se alzaron un poco, y Leifhite sonrió aún más. Le dio una palmada en el hombro y entraron juntos a las Cuevas de Tierra.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top