Capítulo 8

Su semana como prisionero de Piedemonte fue más ligera de lo que imaginaba. En el fondo necesitaba un descanso para pensar y escuchar a los demonios que pugnaban por salir en su propia mente.

No quería admitir que los últimos cuatro meses de búsqueda habían sido una completa pérdida de tiempo. Se negaba a considerar la gran posibilidad de que nunca supiera cuál fue el destino de su mejor amigo. La sola idea llegó a desesperarlo, lo mantuvo al borde.

Cuando despertó el sábado por la mañana, había llegado a un acuerdo consigo mismo. Una pequeña tregua. No renunciaría a su objetivo, pero podía dejar de pausar su propia vida. Tenía derecho a volver a su trabajo habitual, unirse a las reuniones familiares en Bosques Silvestres, reír cuando deseara hacerlo...

Claro, eso no significaba que se volvería más sociable. Se sentía satisfecho evadiendo la compañía de otros seres, vivos o muertos. Estaba en su naturaleza ser un maldito ermitaño.

Con esa claridad temporal en mente, bajó las escaleras hasta la planta baja. Se desconcertó al no encontrar a Celinda ante el fuego de la chimenea. Quería ver a sus escoltas una última vez. Se iría el domingo tan temprano que no habría más desayunos en Flores de Cristal.

Se asomó a la cocina. Sin rastros de Kalah. Ignoró la punzada de decepción en su pecho. Era lo mejor, se dijo, no arriesgarse a que le ofreciera otra de esas inyecciones de diabetes a las que llamaba tazas de chocolate. Encontró agua caliente y el frasco de café en la alacena. Se preparó un tazón acompañado por el silencio del invierno.

Ahora que faltaba un día para su partida, podía disfrutar la sensación de ser el último ser del universo, perdido en medio de la naturaleza. Con la bebida en mano, se asomó al jardín trasero.

La humedad había sido implacable con las paredes de ladrillo que envolvían ese refugio. Una serie de farolas que se asemejaban a tulipanes permanecían clavadas en las esquinas. Gene las había visto encenderse de forma automática al caer la noche.

En el centro del patio se encontraba una fuente en forma de lirio. Nidos abandonados delataban cuánto tiempo llevaba sin uso. Bajó la vista a los tres caminos bordeados por piedras decorativas, un paisajista debía haberlos trazado para que los turistas no aplastaran la vegetación. No habían cumplido esa misión. Fuera de ellos, plantas resecas emergían de la tierra húmeda. En su mayoría eran arbustos o maleza, los únicos capaces atravesar la nieve cristalizada.

Un hombre pequeño, de cabello ceniciento, apoyaba el peso de su cuerpo sobre una pala y observaba el suelo.

—Esta tierra está maldita —pronunció con solemnidad.

—¿Fue construida sobre algún cementerio aborigen? —indagó Gene desde el umbral antes de llevarse la taza a los labios.

El hombre se dio la vuelta tan rápido que la pala clavada cayó al suelo. Se trataba de un anciano de sonrisa cansada, su energía era tenue. Como aquellas almas que han pasado el tiempo suficiente en este plano, parecía estar aguardando su momento para ser uno con la tierra.

—Era un suelo vivo. Húmedo y blando, tan rico en nutrientes que daba gusto sembrar —explicó con serenidad—. Ahora no consigo que crezca ni el pasto. Es como si esta tierra estuviera conectada al humor de sus dueñas. Creo que ese muchacho de verdad le rompió el corazón a la pequeña Celinda.

Gene se resistía a inmiscuirse en las vidas ajenas, pero su curiosidad a veces superaba su prudencia.

—¿Quién?

—Un turista más que pasó semanas persiguiendo a esa niña hasta ablandar su corazón. Creí que era serio, pero solo pretendía jugar.

—¿Qué le pasó?

—Se marchó. Como todos. Flores de Cristal no es un hogar, solo es un lugar de paso —Tomó un profundo aliento, lo soltó en una nube de vaho—. Desde el verano, todas las flores se marchitaron. Los gorriones dejaron de visitarnos. ¿Ve esa fuente? —Señaló el lirio del centro del patio—. Una pareja de pajaritos decidió que construiría su hogar en ella. Estuve a punto de quitarlo, pero Kalah insistió en que sería parte del atractivo de la casa. Ver aves anidando tan tranquilas será bueno para el negocio, me dijo.

—Suena como algo que ella diría.

El anciano soltó una carcajada seca.

—Era una excusa. Esa muchacha no tuvo el corazón para destruir el nido —Recogió la pala caída—. Les dejaba un cuenco con agua y frutas día por medio. Incluso ahora, cuando han pasado meses desde que se fueron, ella me prohibió quitar esa maraña de ramas y hojas. Tiene la esperanza de que vuelvan en primavera, y si encuentran su hogar intacto estarán dispuestos a quedarse.

Un escalofrío recorrió la columna de Gene. «Se oye demasiado profundo para tratarse de un puñado de pájaros», reflexionó.

—¿Kalah también se perdió por un viajero? —adivinó.

—Cris no es exactamente un viajero —Sus cabellos grises se sacudieron al negar con la cabeza—. Solo es un muchacho perdido que algún día volverá. Él fue la roca de Kalah en los momentos difíciles, ella lo defendía de los matones en el colegio.

—No he visto señales de otro hombre en esta casa.

—No vive aquí. Cuando el padre de Celinda murió, llegaron tiempos difíciles. Magnolia abandonó el barco. Celinda era una paloma con un ala rota. Kalah contaba con Cris para evitar venirse abajo, era su esperanza... pero él fue incapaz de soportar la presión.

Por algún motivo, un puño se cerró en su estómago.

—¿Huyó cuando ella más lo necesitaba?

El anciano asintió con tristeza.

—Es una sorpresa que esa chica no odie a los hombres después de tantas decepciones.

—Nos trata como aves de paso, nos ofrece fruta y agua... —meditó el muchacho.

—... y no mirará atrás cuando usted se vaya.

—Parece conocer bastante a esta familia.

—¡Ah!, mis modales ya no son los de antes. Me dicen Green, he sido el jardinero de Piedemonte toda mi vida. Diseñé este jardín para los padres de Petro hace ya cincuenta años.

—¿Petro Monterrey?

Gene recordó la foto de la estación de policía, los puntos fantasmales que había conectado. Todo lo que sabía del dueño original de esta casa era que fue una de las víctimas de ese famoso accidente de montaña ocho años atrás.

—El padre de Celinda. Cómo pasa el tiempo... —musitó el anciano, ensimismado—. Siento que fue ayer cuando perseguía a los pequeños Petro y Ada para que no aplastaran las flores. Ambos crecieron bien. Él era un buen hombre, pero le interesaba más viajar que quedarse en casa jugando a ser padre.

—¿Ada era la madre de Celinda?

—No, Ada es su madrina. Una amiga de la infancia de Petro. Sin ella esto se habría venido abajo, se convirtió en la roca y la madre que Kalah necesitaba. ¿No la ha conocido ya?

—No he estado de un humor muy sociable los últimos... veinticinco años —confesó, bebiendo el último trago de su café ya frío.

—Usted apareció en un mal momento. Las flores de esta casa se están marchitando. ¿No ha notado las sombras bajo los ojos de la pequeña Kalah?

—¿Está preocupada por el dinero? —sugirió Gene.

—Siempre está pensando en conseguir ingresos, pero esta vez es algo más.

—Algo más... —repitió—. ¿Tiene alguna idea?

—Sospecho que tiene que ver con los paquetes raros que Cellín está recibiendo.

—¿Qué clase de paquetes?

Kalah le había gruñido una pregunta tras su llegada a Flores de Cristal, recordó. Algo sobre una caja. «Algunos idiotas del pueblo creen que es divertido hacer bromas pesadas a una casa de mujeres», fueron sus palabras.

—No lo sé, nunca alcanzo a ver su contenido. Solo sé que vienen en una caja azul. Llegan cada fin de semana por la noche. Cellín se encierra en su habitación con ellos. Al salir sus ojos están enrojecidos por el llanto. Kalah se enfurece, una vez estuvo dispuesta a perseguirlo en pantuflas con un bastón como única defensa, pero escapó antes de que ella llegara a la puerta.

—Puedo hacer más que imaginarlo —musitó Gene para sí mismo.

—Desearía rastrearlo por mi cuenta, pero mis piernas ya no son jóvenes —Levantó la vista hacia una pequeña construcción al fondo del patio. Era un lugar que Gene había confundido con un trastero—. Ese es el taller de Cellín, se la pasa creando figuras de vidrio soplado todas las tardes. Necesita estar cerca del fuego, el calor aleja los recuerdos de esa pesadilla en Morte Blanco. Su cuerpo pudo haber sobrevivido al hielo, pero nunca pudo quitar el frío de su espíritu.

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