Capítulo 7

Sentado en la oficina del destacamento policial más cercano, Gene movía una pierna con impaciencia. Cada segundo de espera era una tortura. Era así en cada pueblo. Distintos escenarios, uniformes con ligeras variaciones, la misma pregunta.

La oficial detrás del escritorio revisaba archivos desde su computadora. Se tomaba su tiempo, la solicitud de este turista no era una prioridad a sus ojos.

—¿Está seguro de que su amigo estuvo en nuestro pueblo? —preguntó la oficial, levantando la vista de la pantalla por un momento.

—¿Cree que yo estaría aquí si no fuera así? —evadió, mirando el techo con frustración—. Llevo meses siguiendo su rastro.

—Aguarde un momento.

La puerta a su espalda estaba abierta. Gene podía oír la discusión a viva voz de unos padres que exigían la liberación inmediata de sus hijos. Los adolescentes habían sido arrastrados a la celda por consumir alcohol en la vía pública, bajo la excusa de entrar en calor. Probablemente los soltarían con una advertencia, pero el drama parecía necesario para que aprendieran su lección.

«Si supieran la cantidad de muertes por hipotermia que causaba beber alcohol en invierno...», pensaba Gene. El alcohol brindaba la ilusión de entrar en calor. La realidad era que anulaba los reflejos naturales de escalofrío y temblores, reacciones que ayudarían a mantener o elevar la temperatura corporal.

Él lo sabía. Había experimentado esa muerte falsamente dulce a través de otros, en varias oportunidades. Era una de sus razones para detestar el frío de Piedemonte.

Se obligó a respirar profundo para contener su inquietud. No se sentía cómodo en este lugar.

La relación de Gene con los agentes de la ley era difícil de explicar. Los despreciaba por considerarlos inútiles corruptos con las manos atadas por la burocracia... pero trabajaba con diferentes equipos de investigación públicos o privados.

Quizá nunca superó el trato que recibió hace siete años, cuando ingresó a la Sección de Homicidios y Desaparecidos de la capital. Era solo un adolescente torpe que deseaba aportar su grano de arena en este mundo injusto. Un médium novato entre la policía.

Al graduarse, sus planes habían sido ingresar a algún instituto de parapsicología y entrenar su don para convertirse en un médium independiente. Transformar esa profesión en algo respetable, eliminar el tabú de comunicarse con los muertos. Liberar a los seres que habían perdido su cuerpo pero continuaban atados a este mundo. En el fondo era un idealista.

Cuando recibió la llamada de su madre vio su oportunidad. Ella le preguntó si estaría dispuesto a colaborar en un caso de desaparecidos junto a reconocidos miembros de la Policía Científica y Judicial.

Como una astróloga de fama creciente en la ciudad, conocida bruja en su pueblo natal, Magalí Solei a veces recibía consultas de investigadores privados. La muerte no era su especialidad, pero sus predicciones acertadas solían ser de utilidad para evitar tragedias. Era inevitable que su nombre llegara a detectives desesperados.

Cuando la llamaron para asistir en un caso policial de ese nivel, no dudó en rechazarlos. En cambio, ofreció al menor de sus hijos como un candidato idóneo para el puesto. Un cordero en medio de lobos, eso había sido Gene a sus dieciocho años. Entrar a esas oficinas llenas de agentes de la ley fue pisar un nido de víboras.

Las burlas por haber contratado a un adolescente que fingía ver fantasmas fueron lo de menos. Sin conocerlo, muchos presentaron quejas a la oficina de recursos humanos para que lo despidieran antes de empezar su primera misión. Cuestionaron su edad, su personalidad introvertida, su profesionalismo. Se burlaron de sus habilidades, de sus demostraciones. Cuando acusaron a su madre de usar trucos sucios para conseguirle un empleo a su hijo, algo se rompió.

Su paciencia. Su inocencia. Parte de su fe en la humanidad.

Nunca había sido un chico particularmente alegre. Su optimismo siempre venía acompañado por grandes dosis de hostilidad y un temperamento volátil. Pero esa experiencia le dejó desconfianza, desprecio hacia aquellos que decían proteger a la gente.

Aun así, él se quedó. Volvió a esas oficinas con aroma a café y tabaco impregnados. Se unió a reuniones mientras expertos en criminología y criminalística discutían sus avances. Pero se mantuvo al margen, aguardando a que lo dirigieran a la escena del crimen o le entregaran algún objeto importante para la víctima.

Con los años, se volvió un hábil consultor de fenómenos paranormales. Los equipos de investigadores recurrían a su puerta cuando su ciencia terminaba en un callejón sin salida. Cuando la desesperación empujaba fuera al escepticismo. Su especialidad se volvió confirmar la muerte de desaparecidos. Cuando el cuerpo quedaba irreconocible, identificaba la causa del deceso. Fue bienvenido en casos de supuestos suicidios, para determinar qué mano fue la que acabó con la vida de esa persona.

Nunca había estado en un juicio. Su testimonio era considerado parte de una ecuación matemática. Tenían el resultado, la causa de la muerte, pero debían descubrir cómo se había llegado a ella. Era necesario que esas pistas condujeran a una prueba sólida, algo que pudiera demostrarse en un procedimiento judicial penal.

Psicometría, ese era el nombre que recibía su tipo de percepción extrasensorial. La habilidad de obtener información al hacer contacto físico con un objeto. No era más que instinto natural demasiado desarrollado, él estaba convencido de ello. Más común de lo que la gente imaginaba.

¿Quién no se había sentido enfermo al entrar a una casa donde sus habitantes sufrían? ¿Quién no percibía una energía agradable al tocar algo muy apreciado por otra persona? ¿Acaso no guardaban una reliquia familiar en cada hogar? Un objeto cargado historia, con solo mirarlo los más pequeños podían imaginarla.

Incluso su psicometría era limitada. Solo se activaba al tocar un objeto importante para alguien que había fallecido. Podía entrar en la piel de esas personas, revivir cada detalle de sus últimos minutos.

Nunca podría explicar lo doblemente traumático que resultaba eso último. Era consciente de que morir tantas veces a través de otros acabaría por volverlo loco. ¿No lo estaba ya?

—No hay registro en nuestros archivos de ningún hombre con las características de Mael Rivera, señor Del Valle —pronunció al final la oficial, devolviendo la copia de la denuncia por desaparición que Gene había hecho en la capital—. Ni entre la lista de desaparecidos, ni en los cuerpos que han sido encontrados.

—¿Cómo puede un cuerpo desaparecer de la faz de la Tierra? —masculló frustrado.

—No comprendo por qué se empeña en buscar un cadáver. Su amigo es joven, no pierda la esperanza de encontrarlo de fiesta en algún centro turístico.

Gene entornó los ojos para no enviar todo al diablo. La oficial estaba siendo amable, no tenía derecho a atacarla.

Era la misma historia en cada pueblo al que fue siguiendo el rastro de Mael. Recorrió cada hospital, morgue y destacamento policial que se atravesó en su camino. En los registros de hospitales debía quedar constancia de sus pacientes, pero todo apuntaba a que su amigo nunca llegó a uno antes de que su corazón se detuviera.

A esta altura, buscar en una morgue sería inútil. La muerte debía haber ocurrido a fines del verano, ahora se encontraban en pleno invierno.

Después de un largo otoño, su mayor temor era que Mael hubiera terminado en una fosa común. Era el destino de aquellos cuerpos que jamás fueron identificados ni reclamados. Triste e inhumano, simplemente se desvanecían como si nunca hubieran existido.

Las palabras de la oficial confirmaron lo que todo indicaba: Mael nunca estuvo en Piedemonte. Resignado a seguir su búsqueda cuando pudiera escapar de este condenado pueblo en el próximo tren, Gene se levantó.

Abrió la boca para despedirse pero algo lo detuvo. Una fotografía colgada en la pared. Era solo una escena de un grupo de jóvenes abrazados en la nieve, sujetando una bandera que ondeaba al viento. Aunque sus rostros se veían cansados y sus abrigos arrugados, todos sonreían. A sus espaldas, las montañas se elevaban en silencio, reflejando los últimos rayos de sol sobre su manto blanco.

Le llamó la atención el hombre que posaba al frente. A diferencia de los demás jóvenes, su equipo lucía profesional. Desde las cadenas de sus botas de nieve hasta el pasamontañas subido a su cabello rubio, todo hablaba de un excelente mantenimiento. Algo en sus rasgos le resultó demasiado familiar.

—¿Puedo hacerle una pregunta? —soltó con cautela.

—¿Diga?

—¿Quién es el hombre de la foto? —Señaló el cuadro enmarcado—. El rubio.

La oficial se volvió en su silla giratoria. Una sonrisa cálida, con tintes de melancolía, curvó sus labios.

—Era un guía de montaña muy conocido en Piedemonte. El más confiable. Muy amigo de nuestro sargento —Se llevó una mano a la nuca—. Siempre bromeaba diciendo que sería feliz de concluir su vida en Morte Blanco, porque su espíritu trotamundos ya era uno con esa montaña...

—¿Tuvo algo que ver con el accidente de hace ocho años?

—¿Cómo lo supo?

—Escuché algo en una cafetería.

—Él siempre fue muy prudente, pero esa tarde sus instintos fallaron, y su amada montaña lo traicionó... Fue una verdadera tragedia. Una gran pérdida para la AGMP, la Asociación de Guías de Montaña de Piedemonte. Rompió más de un corazón el invierno de su partida. A propósito, ¿ha escuchado el dicho local?

El corazón que se rompe en el invierno de Piedemonte nunca recupera su calor.

—Y un corazón sin calor pierde parte de su humanidad, ¿no cree?

Un zumbido se despertó en su oído. Un cosquilleo en sus hombros. «No sigas cavando más profundo, Gene. No te involucres», intentó decirse. Pero su cuerpo desobedecía sus órdenes cuando sus instintos despertaban.

—¿Puedo saber cuál era su nombre?

—Petro —pronunció con solemnidad—. Petro Monterrey.

«Cállate. No sigas. No lo hagas. Cierra tu maldita boca, Gene», se repitió.

—¿Y tiene... alguna relación con la señorita Kalah Escudero, de Flores de Cristal?

—Oh, conoces a Kalah —Los ojos pacientes de la mujer se iluminaron—. Esa chica es un encanto, me vendió un florero de cristal durante el festival de verano. A mi madre le encantó.

—¿Tiene... —Gene se obligó a ablandar la mandíbula. La estaba apretando tanto que apenas podía hablar— relación con Petro Monterrey?

—¿Qué? Todo el mundo lo sabe. Petro... era su padrastro.

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