Capítulo 6

—¡Es tu culpa, niña inútil! Cada vez que quiero encender la chimenea, devoraste todos los leños. Si tanto frío sientes, ¡¿por qué no te lanzas al maldito fuego?!

Gene se detuvo en el pasillo, detrás de la puerta entreabierta que lo llevaría al salón principal. Si algo había aprendido del recibimiento que tuvo en esta casa, era a estudiar la situación antes de entrar a escena. Con eso en mente, bajó las manos y se asomó con cautela.

Una mujer de mediana edad escupía insultos a la muchacha de la manta azul. A pesar de su edad, su cabello oscuro no mostraba signos de una sola veta plateada. Lo mantenía orgulloso recogido en un moño alto. Desprendía un perfume demasiado intenso que flotaba junto al calor del fuego como flores quemadas.

Sus puños se abrían y cerraban fuerza, en cualquier momento su manicura perfecta terminaría incrustada en sus propias palmas. Elegía con cuidado sus palabras. Su volumen no era elevado pero el veneno que destilaba su lengua podía sentirse flotando como flechas cerca de un arco tensado.

La receptora de esos puñales permanecía en silencio con la vista clavada en las llamas que danzaban en la chimenea. Sin inmutarse por el ataque a sus oídos, tomó el atizador y se inclinó hacia adelante para acomodar los troncos. Luego se envolvió con fuerza en la manta.

Las dos entidades que la acompañaban permanecían cerca, tanto que casi podían abrazarla. Un gesto así habría reconfortado si aún se encontraran con vida. Siendo espíritus sin cuerpo, la realidad era que sus presencias se alimentaban del calor de la joven. A la larga el abuso de absorción de energía podría producirle anemia o dañaría su psique. Si es que no lo había hecho ya.

—¡Celinda! ¡Por lo menos mírame mientras te hablo! ¿Acaso eres ciega además de muda?

No tuvo respuesta. Al borde de su paciencia, la mujer atrapó el atizador que la muchacha aún sostenía entre sus delicadas manos. Intentó quitárselo y ambas acabaron forcejeando. Entre jadeos, la mayor consiguió hacerse con ese caño metálico. Lo levantó como un bate, ciega de furia.

«Esto se está saliendo de control», se dio cuenta. Dispuesto a evitar una tragedia, Gene abrió la boca para intervenir.

—¡Suficiente! —gritó Kalah desde la entrada del patio.

Rápida, atravesó la distancia que las separaba y se interpuso entre ambas. Aferró la muñeca de la mujer que aún sujetaba el atizador. Usó su otra mano para arrebatárselo.

—Estás cruzando la línea —soltó con la respiración agitada y las manos cubiertas de tierra. Un guante de jardinería colgaba de su bolsillo. Era evidente que había corrido para llegar a tiempo— y no voy a permitirlo.

—Kalah Lirio Escudero, ¿de verdad prefieres a esta huérfana por sobre la mujer que te dio la vida?

—No se trata de preferir, mamá. Estás buscando una excusa para atacar a Cellín —Kalah tomó una profunda respiración como si se armara de valor—. ¿Crees que no he notado que la estás vigilando todo el tiempo? Solo te falta ponerle un rastreador y una cámara espía. Detente. Solo... déjala en paz.

—Llevo ocho años soportando su actuación de mosquita muerta. Ya no es una niña pero no hace más que pasarse las horas frente al fuego. Una buena bofetada le haría falta para aprender a actuar como una adulta normal.

Los hombros de Kalah se tensaron. Un observador atento se habría dado cuenta de que ese golpe verbal le puso los pelos de punta. La sonrisa de anfitriona había desaparecido, en su lugar estaba una máscara inexpresiva. Habló con suavidad, destilando tanto hielo que Gene no se habría sorprendido si estalactitas caían del techo.

—Le levantas la mano una sola vez a mi hermana y dejo de ser tu hija.

La mujer mayor pareció encogerse. Bajó la vista, sus ojos se empañaron como una niña que falló en su actuación de adulta.

—Podríamos haber sido felices —susurró, con apenas rastro del veneno que la consumía—, una verdadera familia, si tu querida hermanita no hubiera matado a su padre.

Con esas palabras, dio media vuelta y se perdió por la salida. Cerró de un portazo que hizo temblar los ventanales.

Kalah dejó el atizador a un lado de la chimenea. Se aferró a la pared de ladrillos como si le faltara equilibrio. Sus hombros subieron y bajaron en tres respiraciones. Gene no necesitaba ser un empático para reconocer cuando alguien estaba siendo superado por un dilema.

Celinda había empezado a temblar. Era un bulto azul perdido en el suelo. Ni el fuego ni la manta conseguían devolverle calor. Un sollozo escapó de su boca silenciosa, la actuación de oyente inmune a las puñaladas verbales terminó.

Su hermanastra no lo pasó por alto. Kalah se arrodilló ante ella y, con la suavidad que pondría al acariciar un pajarito, le cubrió los oídos con sus manos.

—No es verdad —susurró tan bajo que Gene estuvo a punto de perderlo—. No fue tu culpa. Solo fue un accidente, nadie habría podido evitarlo. No estás sola, Cellín, yo estoy aquí... Somos una familia a pesar de todo.

Los temblores cesaron. Kalah depositó un beso en su frente y acomodó la manta en sus hombros. Luego se dejó caer a su lado sobre la alfombra, abrazando sus propias rodillas mientras recibía el calor de la chimenea. Murmuró algo que nadie más pudo oír.

«Siempre hay una historia», recordó Gene bajando la vista a sus propias manos enguantadas. Él, como testigo de la muerte, debería saberlo a la perfección. Ya fuera detrás de un objeto inanimado o de una sonrisa viva, todo guardaba secuelas del pasado.

Sin una palabra, optó por volver sobre sus pasos. Aguardaría unos minutos antes de salir por la puerta principal.

Él sabía cuál era su lugar. Tenía su propio objetivo. No había cabida para distracciones. Además, ¿de qué serviría intentarlo? Necesitaría demasiado tiempo de sanar un dolor que llevaba años arraigado en esta casa. E involucrarse en los dramas familiares de unas extrañas no estaba dentro de sus planes.

Aunque intentó negarlo, la acusación que acababa de oír continuaba resonando en su cabeza como un grito en un salón desierto. Se ordenó olvidarla.

Si algo había aprendido, era que al final todosacababan llevándose algún secreto a la tumba.

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