Capítulo 33
—No tiene sentido —pensaba el médium en voz alta mientras recorrían por segunda vez en el día las mismas calles—. No puede arrastrar a Celinda dormida a través de Morte Blanco.
—Quizá se ocultaron en una cueva, qué se yo.
—¿Y cómo daremos con ella? No conozco tu pueblo. Dudo que tropecemos con su refugio.
—Necesitamos llamar a los rescatistas de Piedemonte. Ellos... —La mirada de Kalah se iluminó—. ¡Ada podrá ayudarnos! Ella es la mejor rescatista de Piedemonte.
Sin esperar respuesta, dio una vuelta en U que causó bocinazos e insultos de los conductores detrás.
—¡Maldita sea! —Gene tragó saliva para quitar su propio corazón de su garganta. Se aferró al cinturón de seguridad—. ¿Quién carajos te dio tu licencia?
—Hace años que no entro a su casa —continuó con esperanza—. Nuestro punto de encuentro es Flores de Cristal... porque yo soy la que siempre necesita su ayuda.
Detuvo la camioneta ante una casa de dos pisos. El frente pintado de blanco se perdía en este invierno pálido. La entrada al patio y estacionamiento estaban a la derecha, protegidos por un portón de rejas altas.
Saltaron fuera del vehículo cuando el primer copo de nieve nocturna cayó.
Kalah tocó el timbre muchas veces. Esperó con su nervios a flor de piel. Las cortinas estaban corridas, pero las luces encendidas y cierta melodía romántica de fondo confirmaban el paradero de su dueña.
—¡Ada! —gritó Kalah, formando un megáfono con sus manos—. Te necesito... Por favor.
Escucharon el cerrojo del otro lado, entonces la puerta se abrió unos centímetros. Una Ada ligeramente despeinada luciendo un despampanante vestido índigo se asomó.
—¿Kali? Sabes que haría lo que sea por ti pero hay límites para los que necesito privacidad. —Soltó una risita—. Las citas son uno de ellos.
—Ada, Celinda desapareció —soltó ansiosa—. Crisan... no lo sé. ¡No están en la casa! ¡Ayúdame a encontrarlos!
—Oh, cariño, seguro salieron a divertirse. Son jóvenes sin responsabilidades, ¿qué esperabas?
—No, ellos no...
—Deberías dejar de cargar los problemas de otros sobre tus hombros. —Apoyó una palma sobre la mejilla de la joven—. Ellos no son tu responsabilidad, solo son las cadenas que te impiden volar. Si esta noche estás libre, disfrútala. Sal a bailar, a embriagarte, seduce a tu huésped hasta que no tenga ojos más que para ti.
—No lo entiendes...
—Ada Bellavista —interrumpió Gene, quien había sido un testigo silencioso de la escena. La mujer giró la mirada hacia el joven con una sonrisa curiosa—. ¿Por qué... sus pies están descalzos y húmedos?
Fue un balde de agua helada. Kalah se volvió hacia él, desconcertada por la pregunta.
Justo en ese momento escucharon un grito ahogado. Una voz masculina pidiendo auxilio, seguida de un cuerpo contra el suelo. Crisan.
Ada le dirigió una sonrisa afilada. En un instante, cerró la puerta con fuerza. Gene trató de girar el picaporte pero el clic de la llave le advirtió que era tarde.
—Eres la hija que el destino puso en mi camino, Kalah —pronunció Ada a través de la puerta cerrada, su voz con un deje de melancolía—. Mi único tesoro cálido durante estos ocho largos inviernos. Te adoro más de lo que podría expresar, pero hay algo que puede adquirir más poder que el amor. A veces... el odio es más fuerte.
Gene consiguió sujetar a Kalah justo cuando sus piernas colapsaron. Ella respiraba con dificultad, sus ojos apretados como si contuviera el pánico.
—No es el momento de sufrir una crisis. —La sacudió con brusquedad—. ¡Tenemos que entrar!
Cuando la muchacha abrió los ojos, era una criatura desquiciada. Se apartó de él y se lanzó contra la puerta. La pateó, la empujó con su hombro. Gruñidos mezclados a un llanto desesperado escapaban de su boca.
—Golpea en el picaporte, es la zona más vulnerable —indicó su compañero mientras buscaba una alternativa.
Se volvió con brusquedad al sentir una mirada a su derecha. Consiguió vislumbrar los pies descalzos antes de que se perdieran tras las rejas. Por un instante, un mal presentimiento lo dejó paralizado.
No era Trinidad. Tampoco Remington.
—Iré por detrás —avisó antes de seguir ese rastro.
Ella no respondió. Era una bestia salvaje con un solo objetivo: tumbar la puerta. Hizo temblar las bisagras, astilló la madera.
Gene fue directo a las rejas. Se aferró a los barrotes y se impulsó hacia arriba. Escaló con dificultad hasta llegar a la cima. Entonces saltó hacia el otro lado. Rodó en la nieve para evitar que el impacto afectara su espalda.
Hizo una mueca de dolor ante la electricidad que recorrió su cuerpo. Incorporarse le tomó tres valiosos segundos. Siguió adelante. Ignoró el vehículo estacionado.
El grito volvió a repetirse. Esta vez no fue masculino. Era el alarido de una voz rota por la falta de uso.
—¡Celinda! —llamó mientras atravesaba el garaje hacia el patio trasero.
Madera se quebró. Kalah debía haber conseguido vencer la puerta frontal. Desde el interior de la casa, escuchó vidrio estrellarse contra el suelo. Otra puerta se azotó.
Su corazón latía en sus oídos mientras corría. Cerró los puños a sus costados al sentirlos temblar.
Su memoria regresaba a esos sueños recurrentes donde corría tras las huellas de Mael. En sus pesadillas, siempre lo abrumaba la certeza de que sería demasiado tarde. No dependía de él. La vida y la muerte de otros nunca estuvo en sus manos.
Él siempre fue un mero testigo de una historia que a su llegada ya había sido escrita.
Con el corazón en un puño, consiguió llegar al patio trasero. Los gritos eran más cercanos. Chillidos claramente femeninos.
Reconoció el suelo de piedras. Era una réplica exacta del escenario de las fotografías, aunque ahora la nieve cubriera los alrededores.
Levantó la vista al oír un crujido. El balcón era de madera vieja. Una grieta se arrastraba cual serpiente a punto de morder a su presa.
Sobre la base vio los cabellos dorados que se sacudían al ser aferrados en un puño. Ambas mujeres forcejeaban con la ferocidad de dos bestias que se sabían al borde del abismo.
Una de ellas dejó escapar un grito gutural. Fue el alarido de un animal agonizante. Lo estremeció.
El médium forcejeó con la puerta trasera. La empujó con su hombro hasta hacerse daño. Retrocedió. Levantó una pierna y apuntó a la cerradura. Una vez. Dos veces. Cedió a la tercera. Tenía solo un cerrojo.
Estuvo a punto de entrar hasta que oyó el crujido. Se giró al instante. Las astillas cayeron ante sus pupilas, el balcón sobre su cabeza estaba cediendo.
Por instinto, pegó su espalda a la puerta. Como si el tiempo se ralentizara, capturó el momento exacto en el que la baranda se quebró. Una grieta se abrió bajo el peso de ambas mujeres.
Astillas salpicaron directo a ojos de Gene. En un reflejo, levantó su brazo y se cubrió el rostro. Contuvo el aliento.
Un latido después escuchó el silbido del viento al ser cortado, seguido por el impacto de un peso muerto sobre las piedras nevadas. A sus pies.
La respiración se atascó en su garganta. Un millón de posibilidades apuñalaron su mente. Y una única certeza.
Se acabó el tiempo. Había llegado demasiado tarde para salvar otra vida. Un barco estaba zarpando rumbo al Inframundo.
Su brazo descendió despacio. Una nube de vaho escapó de su boca. Como si uñas se clavaran en sus párpados, algo le obligó a mantener los ojos abiertos.
El cuerpo a sus pies estaba inerte. La sangre manaba de su abdomen y un charco se formaba rápidamente bajo su cráneo roto. La nieve se teñía de ese líquido carmesí, se extendía como el vino derramado. Su cuello y piernas habían quedado torcidos en ángulos inhumanos, casi en posición fetal. Los ojos blanquecinos apuntaban al firmamento, como si las estrellas pudieran devolverle la luz perdida.
Sin piedad, los copos de nieve se posaron sobre su rostro. Esas mariposas de invierno la despedían.
Gene fue incapaz de mover un músculo. Estaba acostumbrado a la muerte, ser testigo de sus huellas era su profesión. En cierta forma, había muerto incontables veces a través de otros.
Él era un espectador del pasado ajeno. Nunca del presente. Jamás a través de su propia realidad.
La bilis subió a su garganta. Se dobló en dos. Fue cuando descubrió los trozos de vidrio alargados que habían caído junto al cuerpo.
Los chillidos rompieron la burbuja en la que se encontraba atrapado.
—¡Cellín! —la voz de Kalah lo ancló al presente—. ¡No te sueltes! Por favor, no te sueltes.
Celinda colgaba del borde del balcón, el trozo de madera no resistiría su peso por mucho tiempo.
Desde atrás, Gene sintió dos manos clavarse en sus hombros. Lo arrastraron al interior de la casa, empujando la puerta rota a su paso.
Se giró tan pronto como recuperó el equilibrio. Vislumbró la espalda de Mael corriendo por el pasillo. Sin dudar, lo siguió a través de ese laberinto.
Los gritos eran cada vez más cercanos. Dejaron atrás habitaciones y salones, subieron las escaleras de a dos peldaños.
La última puerta que el ánima atravesó estaba entreabierta. Kalah se encontraba casi acostada al inicio del balcón, aferrando el brazo de su hermana colgante. El suelo lucía húmedo, tan resbaloso que ambas no tardarían en precipitarse al vacío.
—¡No te sueltes! —sollozaba Kalah casi sin aire—. No me dejes...
Gene se dejó caer a su lado y atrapó el otro brazo de Celinda.
—¡Súbela! —ordenó en un jadeo.
—¡Lo intento! —chilló Kalah.
Las manos y ropa de Celinda estaban húmedas, heladas. Cual arena entre los dedos, escapaba lentamente de su agarre.
No habría una segunda oportunidad. De soltarla, arrastraría a Kalah al vacío con ella.
El balcón terminó por desplomarse. Celinda perdió su punto de apoyo. Ambos jóvenes desde arriba aprovecharon de jalarla con fuerza.
Cayeron hacia atrás con un golpe sordo. A salvo. Sin aliento en el suelo húmedo de esa habitación desconocida.
Celinda rompió en llanto. Se lanzó a los brazos de su hermana como una niña asustada. Ambas se encontraban al borde del pánico.
Gene enterró el rostro en sus manos, demasiado aturdido para soltar palabra o intervenir en el reencuentro familiar.
Tragó saliva al pensar en el cuerpo quebrado bajo el balcón. Ada Bellavista.
Sus palabras pasadas adquirieron un nuevo matiz macabro. Resonaron en su memoria.
«La muerte es justa cuando tenemos cierto control sobre ella... No estaré para siempre a su lado. Algún día dejaré este mundo y ella necesitará otro copiloto».
Se incorporó con dificultad. Sin la adrenalina, su cuerpo pesaba. Cada latido era un ramalazo de dolor en sus extremidades.
Siguió el rastro de humedad hasta una puerta al final del pasillo. Estaba abierta. Una bañera descansaba al fondo, el agua a rebasar. Crisantemo se encontraba sentado contra la pared. Inconsciente, su ropa húmeda.
Los gemidos que por momentos dejaba escapar le hicieron saber que se hallaba ileso, probablemente aturdido por alguna droga. Lo cubrió con una toalla seca que encontró en el vanitory.
«Intentó congelarlos antes del acto final, su tributo a Petro, el hombre que murió junto a su corazón», pensó distraído.
Crisantemo Escudero había sido insignificante en el rompecabezas de la asesina. Su secuestro fue un movimiento improvisado, presentía. Si él desaparecía junto a su hermanastra, la conclusión más probable habría sido su culpabilidad.
De pie ante esta habitación familiar, su mente reconstruyó los pasos de esa mente enfermiza.
Quizá, solo quizá... su objetivo había sido una sola víctima perfecta. Una que recreara cada detalle del accidente en Morte Blanco.
El primer acto fue caer en su telaraña, atraídos por la promesa de una visita amistosa. Un momento de distracción, un sedante en sus bebidas y sus destinos fueron sellados.
Su primer intento fue arruinado cuando Mael colapsó tras beber esa sustancia.
Trinidad alcanzó el segundo acto. La hipotermia forzada, el hielo que atrofiaba reflejos y adormecía los músculos.
Su estrella fue Remington. Sobrevivió a la invitación letal y al frío, decidido a aferrarse a la vida al igual que Petro esa noche... hasta que una caída libre destruyó su futuro.
Fueron tres piezas insignificantes. Hilos usados para tejer la red que pretendía arrastrar a Celinda al borde de la locura. A sus ojos nunca fueron seres humanos.
Sacó su celular y llamó a la policía. Su voz carente de vida apenas procesó la conversación. Cortó la comunicación con un saludo automático al oír la petición de mantenerse en línea.
Por inercia, regresó a la habitación donde estaban las hermanas. Continuaban en su sitio, abrazadas entre sollozos.
El cadáver sobre la nieve tampoco se había movido.
Apretó los dientes. ¡No era justo, maldita sea! No debía terminar así. Ada merecía un castigo mucho más hiriente. Sus víctimas merecían algo más.
Ni siquiera su espíritu se quedó para maldecirla. Ahora estaba lejos de su alcance.
Se llevó una mano al pecho. Si este era el final, ¿por qué el dolor en su corazón no desaparecía? ¿Dónde estaba la satisfacción de saber muerto a un monstruo?
¿Cuándo moriría la culpa, el odio hacia sí mismo? ¿Por qué no conseguía perdonarse?
Deseó llamar a gritos a Mael. ¿Acaso lo odiaba tanto por fallar en protegerlo? ¿Por tardar demasiado en responder a su llamado? ¿No habría aunque fuera una despedida fugaz?
¡El único condenado que rogó ver y oír escapaba de su radar!
Había vivido toda su vida con una ambivalencia emocional hacia su don. Aunque comprendiera el valor de ese tesoro, una parte de sí continuaba rechazando su naturaleza.
Tanto como fuera posible, se mantenía indiferente. Era una carga tolerable con sus ventajas y desventajas, algo lejano a su propia casa... Hasta que la muerte le arrancó algo suyo, uno de sus escasos seres queridos. Y derrumbó todas sus creencias.
Igual a un niño asustado negándose a enfrentar sus problemas, se ocultó en una burbuja de ira y negación. Aislado, cerró las puertas a quienes lo amaban.
La verdad lo golpeó de frente. Mael nunca estuvo huyendo de él. Fue el mismo Gene quien, presa de sus propios demonios, había creado una barrera entre ambos.
Si tan solo pudiera bajar la guardia un instante... ¿qué tan graves serían las consecuencias?
El dolor comenzó en sus oídos. Un silbido agudo e hiriente. La presión en su cráneo le arrancó un sonido ahogado.
Una corriente de aire entró por las puertas abiertas del balcón. Remington y Trinidad rodearon a Celinda, cada uno apoyando una mano en un hombro de la muchacha. Esta vez sonreían con serenidad, sus miradas cristalinas.
Nunca la habían perseguido para acusarla. En el fondo solo trataron de protegerla.
El mismo objetivo poseía la tercera entidad tras la joven. El muchacho acariciaba los cabellos rubios con la suavidad de una brisa.
Levantó la vista hacia Gene. Esos ojos soñadores no habían cambiado después de su partida.
Gene permaneció inmóvil al verlo acercarse con pasos desenvueltos. Estaba descalzo, sus pies no dejaban huella. El dolor en su cabeza cesaba conforme el ánima atravesaba sus murallas por primera vez.
Cuando estuvo a un metro, Mael lo señaló y se llevó una mano al pecho, a la altura de su corazón. Entonces una sonrisa cálida curvó sus labios e hizo lo impensable. Desbloqueó en Gene aquello inconscientemente reprimido.
—Sabía que vendrías —pronunció esa voz que nunca imaginó volver a oír—, mi hermano del alma.
El médium trató de abrir la boca, pero el nudo en su garganta se lo impidió. Necesitaba despedirse de su mejor amigo.
—La próxima vez... —juró en un susurro— llegaré a tiempo, Mael.
Necesitaba creer que se volverían a encontrar. En otro tiempo. En otro paisaje. En otros cuerpos. Y esa vez, Gene conseguiría protegerlo. En esa nueva oportunidad no habría monstruos, solo dos niños inmaduros refugiándose en su amistad para enfrentarse al mundo como adultos.
Lo último que quedó grabado en sus ojos fue la sonrisa de Mael y su asentimiento. Entonces desapareció como las hojas de otoño llevadas por el viento.
La energía pesada de la habitación también se desvaneció. La presión en su pecho fue cediendo. El dolor estaba allí, quizá nunca lo abandonaría. De la misma forma que los recuerdos compartidos con su mejor amigo, aprendería a vivir con ellos.
Observó a las hermanas. El llanto se había detenido. Ahora se tomaban las manos en silencio.
Sirenas de policía resonaron en las cercanías. La melodía que daba fin a esta pesadilla.
La piedra a su espalda se disolvió. Cerró los ojos, agotado física y emocionalmente, pero envuelto en una ligera esperanza.
Una puerta cerrada tras sus pasos solo dejaba un camino disponible. Hacia adelante.
Mientras la nieve caía del otro lado del balcón, comprendió que era hora de regresar a casa.
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