Capítulo 3
Guiado por el GPS de su celular, sus botas húmedas se detuvieron bajo la galería de un caserón antiguo de tres pisos. Sus paredes azul índigo poseían ventanas alargadas, con pesadas cortinas que impedían ver el interior. Acababa de cruzar un camino de piedras blancas que llevaba a la entrada iluminada por una farola de vidrio en forma de lirio. Imaginó que en primavera habría flores alrededor, pero en ese momento todo era arbustos cubiertos de barro cristalizado.
No encontró el timbre en la puerta, solo un pesado aro metálico que debía cumplir la función de llamador. Cuando fue a tocarlo, la puerta se abrió bajo el peso de su mano. Su chirrido le dio la bienvenida.
Saber que la puerta estaba abierta le trajo recuerdos de su infancia en Bosques Silvestres. En los pueblos pequeños, sus habitantes podían irse a dormir sin echar llave y amanecer con sus posesiones intactas. No pudo menos que agradecer haberse mudado a la ciudad, donde las calles ásperas y monstruos humanos habían aplastado toda esa ingenuidad.
La lluvia había amainado pero no estaba tentado a permanecer demasiado tiempo en el exterior. Necesitaba secarse con urgencia. Quizá la recepción estaba detrás de la segunda puerta, imaginó. Sacudió el agua de su chaqueta y se dispuso a entrar.
Al primer paso, algo le produjo un cosquilleo en la nuca. El silencio era tal que podía oír sus propios pasos dejando un charco en el suelo. Al poner los dos pies en el interior de ese salón de cerámicas gris azuladas, el frío le caló los huesos. El vaho escapaba de su boca con cada respiración, casi podía imaginar dedos fantasmales clavándose en su piel expuesta.
Percibió un movimiento por el rabillo del ojo, pero esa figura se perdió entre las sombras de fondo. Sus pupilsa recorrieron el lugar. A su derecha habían dispuesto un espacio de descanso, un juego de sillones ante la chimenea apagada. Al fondo aguardaba una puerta entreabierta que debía dar al pasillo.
Con la luz tenue que entraba por la farola de afuera, consiguió ver otra puerta entreabierta a la izquierda. A su lado, reposaba un escritorio y un jarrón con flores tan transparentes que debían ser de vidrio. En un impulso, extendió un brazo para tocar uno de esos pétalos cristalinos.
En un parpadeo, estas reventaron. Se agachó justo a tiempo para evitar el segundo golpe.
—¿Pero qué...? —no pudo terminar la oración, una figura lanzaba golpes a ciegas con lo que parecía ser un bastón.
Los esquivó como pudo. Intentó retroceder. Soltó un juramento cuando uno acertó en sus tobillos y le hizo perder el equilibrio. Fue más por el calambre de dolor que por la fuerza del impacto. Por reflejo, rodó en el suelo. Eso evadió la patada que esa figura dirigió a su espalda.
Se incorporó y saltó hacia los muebles. No conseguía ver lo suficiente a su atacante. Parecía más una silueta alta con ropa holgada. Seguía blandiendo su arma a diestra y siniestra. No era profesional, tuvo tiempo de notar. Eran movimientos más intuitivos fruto de la desesperación.
En cierto momento, cortó el aire a centímetros de su mejilla. El silbido hizo zumbar su oído. Gene consiguió interponer un sofá entre ambos. Empezaron a rodear el mueble como dos fieras en un círculo de batalla.
Ambos jadeaban para recuperar el aliento. Gene buscaba la salida a ese manicomio mientras esquivaba los próximos golpes que lanzaba sobre el respaldo.
—¿¡Dónde está la caja azul!? —gruñó esa voz furiosa.
—¿Qué caja?
«¿La caja fuerte?», se preguntó.
Lo primero que cruzó su mente fue que se encontraba en el lugar equivocado en el peor momento. Un ladrón debía haber entrado poco antes y ahora él era un testigo del que deseaba deshacerse.
Empujó el sofá contra el ladrón. Eso le compró valiosos segundos. Localizó la puerta, a unos pocos metros de distancia y se lanzó hacia ella. No contaba con el suelo que había quedado húmedo por su propia ropa. Resbaló, su pie se torció. La caída fue tan inminente como humillante. Alcanzó a extender un brazo para proteger su rostro.
Un gruñido escapó junto al aire al impactar contra las cerámicas heladas. Sus huesos se sacudieron.
Lo siguiente que supo fue que algo le había saltado a la espalda y doblaba otro su brazo en un ángulo inhumano. Hizo una mueca de dolor.
—¡Me rindo! ¡Es suficiente! —masculló con lo poco de aire que tenía en sus pulmones siendo aplastados por el peso.
—Llevo un mes esperando atraparte, maldito idiota —susurró una voz familiar contra su oído, cada sonido destilando veneno—. Tus bromas han llegado demasiado lejos. ¿Acaso te gustaría que te quebrara el brazo y te enviara guantes como un obsequio cada fin de semana? ¿Dónde dejaste tu maldita caja?
—No sé... de qué carajos estás hablando —jadeó Gene—. Yo solo vine... por el anuncio... de alquiler.
—Oh, eso... —Su voz se suavizó un instante. La duda apareció—. ¿Cómo sé que no eres un psicópata acosador que entró a esta casa de noche para aprovecharse de esta mujer indefensa?
«¿Indefensa?». Si no fuera por la rodilla que se clavaba en su espalda y el brazo que comenzaba adormecerse, Gene podría haber soltado una carcajada.
—En este momento temo más por mi propia seguridad que por la tuya...
Silencio. Sintió unos dedos en su cuello, rozando la bufanda que lo envolvía. El peso de su espalda desapareció en un parpadeo.
—Ah, ¡eres el chico de la estación! —soltó la joven al dar un paso atrás. Comenzó a moverse por la habitación—. Yo estaba detrás de ti mientras echabas humo frente a la ventanilla. Por accidente se me cayó un folleto en tu bolsillo. ¡Lo siento tanto! ¿Estás bien? Te confundí con algún asesino serial. Sabía que era una mala idea quedarme hasta tarde viendo películas de terror, pero últimamente esto está tan solitario que hasta el monstruo que creo ver en el armario es una compañía bienvenida.
Gene se levantó con dificultad del suelo helado, húmedo con la lluvia que desprendía su ropa, y se frotó el brazo. Las luces se encendieron tan de repente que lo enceguecieron.
Cuando dejó de ver manchas de colores, se encontró frente a frente con unos ojos resplandecientes en un rostro que no podría considerarse atractivo, pero cuya sonrisa resultaba imposible de ignorar.
El mismo adolescente que había mandado al diablo. Viéndolo de nuevo, ahora comprendía que no era menor de edad. Y definitivamente no era de sexo masculino.
—Te doy la bienvenida a Flores de Cristal, el hogar perfecto para el viajero errante —Se aclaró la garganta, ocultando el bastón de senderismo tras su espalda—. Te haré un descuento por el incómodo recibimiento que acabo de darte.
La joven le ofrecía su mano libre. Su cabello despeinado era una maraña alrededor de su rostro. Su cuerpo estaba enfundado en un traje de arcoíris en cuya capucha se vislumbraba un cuerno y a su espalda una cola de lana.
¿Acaba de ser atacado por una niña en pijama de unicornio?
Sus pupilas se desviaron hacia la puerta, a la mochila que había dejado a su lado. Quizá resbaló mientras corría bajo la lluvia y esto no era más que un sueño mientras su cuerpo en coma luchaba contra la hipotermia.
Un temblor lo recorrió. El frío era real. Oficialmente podía decir que había llegado ese inevitable día en el que lo último de su cordura se hizo pedazos.
«Un paso a la vez», se dijo cerrando los ojos. Respiró profundo. Comenzó a contar hasta veinte... Apenas llegó hasta diez. Como respuesta a la mano que le ofrecían, cruzó los brazos y clavó la mirada en los ojos de su interlocutora.
A través de los años, Gene había desarrollado el don de convertir el silencio en una red invisible que aplastaba a cualquiera que se encontrara con él en la misma habitación. Esa habilidad se despertaba cuando estaba de mal humor, y en ese momento se sorprendía a sí mismo por no haber mandado al infierno a esa demente.
Afuera, la tregua de la tormenta había cesado. La lluvia caía con tanta fuerza que gotitas se infiltraban por la puerta abierta. Le resultaría imposible escapar en ese momento.
Quizá aún le quedaba algo de sentido común. Nunca había tenido la fantasía de dormir en la calle al abrazo de una tormenta invernal.
—Te juro que esto no es lo habitual —comenzó ella con el ritmo perfecto de una anfitriona, mientras sus dedos rápidos encendían la computadora portátil que descansaba bajo el escritorio—. No hemos tenido muchos huéspedes las últimas semanas y algunos idiotas del pueblo creen que es divertido hacer bromas pesadas a una casa de mujeres. ¡Ha sido tan estresante! Mi cordura estaba al límite.
—Ya somos dos —musitó él por lo bajo.
—¡Realmente lamento haberte golpeado! —Compuso una expresión afectada—. Pero si intentas demandarme tendré que declarar que entraste a mi casa de noche sin permiso y tus intenciones no parecían inocentes.
Gene se congeló. Por el frío y la incredulidad.
—¿Disculpa?
Ella soltó una carcajada al ver la boca abierta del joven.
—Solo bromeo... —Ambos sabían que no era una broma. La desconocida se aclaró la garganta—. ¿Cuánto tiempo te gustaría quedarte?
—Treinta segundos —murmuró en respuesta mientras se frotaba el cabello en un débil intento de quitarse la humedad.
La muchacha soltó otra risita, lo que atrajo la atención a su boca. Grande, en forma de tulipán, con unos hoyuelos en las comisuras. Era una sonrisa inmensa, de la clase que podría sanar una herida si su receptor estuviera predispuesto.
—Te daré una habitación VIP por el precio de una estándar, y un almuerzo gratis —Unió las palmas a la altura de su barbilla—, a cambio de que olvidemos todo lo que acaba de pasar. ¿Qué te parece?
«No creo que mi orgullo pueda olvidar fácilmente», se abstuvo de responder a esa absurda idea.
—¿Y si agrego un desayuno gratis a la oferta? —Ella le hizo un guiño coqueto—. Soy experta en tostadas y tengo cajas de té de todos los sabores que podrías imaginar en un supermercado.
Por algún motivo, en lugar de irritarlo conseguía que su mal humor disminuyera. De cualquier forma prefirió guardar silencio.
—Lo tomaré como un Me parece perfecto. Necesitaré tu identificación y un teléfono de referencia para poder registrarte. ¿Cuál es tu nombre, cariño?
Él dudó, pero no tenía muchas opciones en ese momento. Estaba cansado, adolorido y al borde de la hipotermia. Resignado, buscó entre sus bolsillos húmedos por su billetera. Le extendió la identificación.
—Génesis Del Valle Solei —leyó ella mientras sus dedos escribirían de forma automática sobre la computadora—. Siento que es kármico, pero está lindo. ¿Te han dicho que es un nombre muy feme...?
—¡No lo digas! —gruñó.
—Oh... Punto sensible, lo siento —Se aclaró la garganta—. Soy Kalah Escudero.
Él no hizo el menor intento por aceptar la mano que le ofrecían. Otra vez. Mantenía la mandíbula apretada para contener el frío que calaba sus huesos. Esa casona era como salir de una piscina al congelador.
Sus ojos se abrieron con desconcierto al sentirla cubrirle las manos con las suyas. Ella era tan cálida que su cerebro no consiguió apartarla.
—¡Vaya, estás helado! Encenderé la chimenea en tu habitación mientras te das una ducha caliente. Vamos, necesitas quitarte rápido la ropa húmeda —Como si él no fuera más que una marioneta, ella comenzó a arrastrarlo hacia las escaleras. No le asustaban las mujeres con iniciativa, pero la situación era por lo menos rara. Se detuvieron ante una puerta al final del pasillo del primer piso—. Este es el baño. Iré a aclimatar tu dormitorio. Te dejaré un termo con té caliente en la mesa de luz. El desayuno se sirve a la hora que desees. ¡Espero que disfrutes tu estadía en mi humilde hogar!
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