Capítulo 21
De regreso en su propia habitación, Gene estudiaba el cuaderno de Trinidad entre sus dedos enguantados. Sus páginas eran gruesas, poseían la textura del cartón aplanado por un artesano. Los bordes apenas amarillentos y las arrugas ocasionales hablaban del roce humano frecuente.
Lo acercó a su nariz con cautela. Desprendía un aroma sutil a vainilla y chocolate. Algo le dijo que debía tener al menos medio siglo, el doble de años que su propietaria. Quizá fue una herencia familiar que hasta entonces había estado guardada. Tal vez lo encontró abandonado en una biblioteca antes de darle su primer uso.
Poseía un aura intensa, un rastro que su propietario había plasmado a través de los años. La pasión por el arte era la forma más natural de darle vida a un objeto inanimado.
Gene se resistía a lo inevitable, abrirlo.
Eso implicaría volver a asomarse a la morada de la muerte. No le temía, pero la inquietud previa siempre estaba presente. Nunca tenía la misma visión, aunque tocara dos objetos significativos para la misma víctima.
Su primera retrocognición solía centrarse en lo táctil, su cuerpo recreaba cada sensación dolorosa que experimentó la persona en sus últimos minutos. Si conseguía un segundo objeto con igual poder, podía despertar sus otros sentidos y descubrir detalles que pasó por alto la primera vez.
Dejó el cuaderno al lado de su cadera. Sentado en el centro de la cama, cruzó las piernas hasta adquirir la postura del loto. Extendió los brazos hasta que cada mano descansó sobre sus rodillas, pulgares e índices unidos. Cerró los ojos. Respiró profundo durante cuatro segundos, retuvo el aire por siete y lo soltó con la suavidad de ocho. Repitió el ciclo hasta que sus latidos se volvieron serenos y las sombras contaminando sus pensamientos se desvanecieron.
Imaginó una burbuja a su alrededor, escudos para evitar que cualquier visión lo hiriera. Entonces, sin abrir los ojos, trajo el cuaderno hasta su regazo. Decidido, se quitó los guantes y apoyó la palma en la tapa.
El miedo fue una raíz podrida que se deslizó por su brazo hasta envolver su pecho. El mismo frío que se apoderó de su mente al tocar las ballerinas estaba de regreso.
Pero esta vez era diferente. Una mano helada se deslizó por sus cabellos húmedos. Se cerró en su cuello y ejerció una ligera presión. No había anillos ni brazaletes, solo una mano dura cubierta de callos.
—No tengas miedo —susurró una voz ronca en su oído—, el frío es natural en una tormenta invernal.
Como si millones de hormigas mordieran su piel sensible, un escalofrío diferente le recorrió el cuerpo.
«¡¿Por qué?! ¿Por qué haces esto? ¿Qué te he hecho?», deseaba gritarle en su desesperación. Su cuerpo, adormecido por alguna droga, ni siquiera le permitía luchar.
Los pensamientos de Trinidad habían sido confusos. El terror de saberse a merced de un psicópata, el arrepentimiento por haber confiado en el rostro equivocado... y el deseo feroz de aferrarse a la vida.
Si tan solo hubiera tomado el tren que tenía previsto, y usado el pasaje de papel que ahora se desintegraba en su bolsillo húmedo. Si su camino no se hubiera cruzado con ese monstruo al abandonar su habitación en Piedemonte ni aceptado su última invitación...
Rogaba al cielo que alguien derrumbara la puerta de esa cárcel y la salvara. Todos tenían derecho a un héroe alguna vez. Tenía demasiados proyectos, un mundo por descubrir, errores inocentes a cometer, un sueño por cumplir.
¡No estaba lista para renunciar a la vida! ¡¿Por qué se la estaban arrancando?!
La energía se desvaneció, junto a todas las sensaciones de la muchacha. De regreso al presente, Gene levantó la palma del cuaderno. Este había dejado de ser un portal para el médium.
Gracias a la meditación previa, la retromonición no sacudió su espíritu. Era un ritual que aún estaba perfeccionando, otra de las razones por las que detestaba tener testigos curiosos a su alrededor antes de activar su psicometría.
Con la mente fría, anotó en su portátil todo lo que sabía de la muerte de Trinidad.
«Manos llenas de callos. No fue un intelectual de oficina», reflexionó sobre el asesino. Tampoco necesitaba tener demasiada fuerza o habilidad de combate. Dominaba a sus víctimas ganando su confianza y el día del ataque los sedaba para que no pusieran resistencia. Los atrapaba cuando abandonaban su hospedaje y pretendían marcharse de Piedemonte, eso explicaría por qué sus caseros no denunciaban su desaparición.
Soltó una risa vacía. Si le hablara de sus descubrimientos a la policía, lo trataría de loco. Un asesino que elegía víctimas sin familia y desaparecía los cuerpos era igual que un fantasma. Invisible al ojo humano estándar.
Nunca esperó que el menor de los Del Valle Solei terminara en Piedemonte. Alguien cuya visión era todo menos estándar.
Concluida su investigación paranormal, se dispuso a analizar ese libro como lo haría cualquier ser humano normal: leyéndolo. Abrió la segunda página y encontró el primer boceto. Los trazos de grafito no eran profesionales, solo líneas sin sombras, pero había talento en potencia.
A la izquierda de la hoja, una mujer llevaba una canasta de rulos por cabello y un vestido modesto justo hasta debajo de las rodillas. Aunque no hubiera dibujado la silla, a juzgar por el ancho de su falda se encontraba sentada. En su regazo yacía una especie de manta y dos agujas de tejer cruzadas sobre ella. A la derecha, como asomándose por su espalda, se veía un hombre con camisa a botones y un sombrero sobre su cabello. Según el ángulo de su cabeza, él la observaba trabajar.
Ninguno tenía rostro ni manos. «¿Por qué los artistas visuales evitan tanto dibujar manos?», se preguntó.
Notó una fecha en la esquina inferior derecha, junto a la firma torpe de su artista novata. Databa de diez años atrás. Si sus cálculos no se equivocaban, Trinidad había estado a fines de la infancia cuando comenzó a usar este cuaderno.
En las siguientes páginas continuó practicando dibujar perfiles o paisajes. Aprendió a agregarle sombras a los cuerpos, brillo en las pupilas. Con el correr de los años, comenzó a marcarse su predilección por capturar escenas de la vida cotidiana. Trinidad disfrutaba de eternizar a artistas en su propio mundo, en pleno acto de creación.
Un niño a punto de patear una pelota, con una sonrisa de dientes torcidos y los brazos levantados al aire. Dos niñas idénticas en vestidos de damas antiguas bailando en lo que debía ser un acto escolar. Una adolescente con sombrero de egresada dando un discurso frente a un auditorio de sombras.
La próxima página mostraba trazos más gruesos, más sombríos. Un hombre de expresión solemne con vestiduras de sacerdote leía un libro. Detrás de sí se vislumbraban dos lápidas. Una aguja de tejer había sido grabada en una, un sombrero en la otra.
Meses habían pasado desde ese fúnebre dibujo. El siguiente mostraba a un artesano tejiendo pulseras de macramé en una banquina, las mismas trenzas que se enrollaban en sus cabellos. A su izquierda, el tren aguardaba paciente sobre los rieles.
«Es su diario íntimo», comprendió sorprendido. Aquello que sus ojos veían con el correr de los años. Era una historia sin palabras, contada a través de personajes secundarios. Los autorretratos brillaban por su ausencia. En su lugar llenaban sus páginas un sinfín de desconocidos. Un músico ambulante, una pareja de bailarines, una pintora en la ventana... y una muchacha de cabellos claros soplando figuras de vidrio ardiente.
Celinda Monterrey.
Gene soltó un violento juramento. Trinidad no solo la había visto en Flores de Cristal, debieron ser lo suficientemente cercanas para que Celinda le permitiera entrar a su taller.
Aferrando el cuaderno en un puño, saltó fuera de la cama. Con esto no podría negarlo. Estaba decidido a arrancarle una explicación.
Un zumbido detuvo su mano en el picaporte, la puerta quedó entreabierta. Revisó su bolsillo. Dispuesto a mandar al diablo a quien fuera, sacó su teléfono.
Era una videollamada de Aura. Así era su hermana, nunca avisaba antes de irrumpir en una habitación. Podría ignorarla, pero ambos sabían que ella insistiría.
—Si necesitas una foto para lanzarme una maldición —contestó con sequedad—, busca en el álbum familiar.
—Veo que tus vacaciones no consiguieron mejorar tu humor, pequeño nigromante —señaló ella, inmune al ataque.
—¿Qué quieres?
—Saber de ti. No fuiste al cumpleaños de tu cuñada, y llevas un otoño sin unirte a las reuniones familiares.
—He estado... ocupado.
—¿Con los vivos o con los muertos?
—Ambos son un problema en mi mundo.
—Anoche se suicidó un hombre al que pretendía entrevistar —reveló con el tono casual que usaría para conversar del clima—. Debería haberlo visto venir pero me he acostumbrado a ignorar a mi oráculo.
—¿Lo conocías bien?
—No en persona. Solo hablamos un par de veces por mail, asuntos de trabajo, pero... algo no cuadra. Voy a estar siguiendo ese rastro un tiempo. Solo quería avisarte por si quedo incomunicada.
—Siempre puedes enviarle un mensaje al viento, Blai sigue escuchándolos.
—Solo le funciona en caso de tragedias o bendiciones inminentes.
Cualquiera que los espiara pensaría que se trataba de dos locos. Para los Del Valle Solei, la magia estaba en la naturaleza del día a día. Desde palabras dulces como bendiciones, hasta maldiciones bajo la influencia de la furia... los seres humanos la usaban de forma inconsciente.
Instinto. Intuición. Don. Sexto sentido. Recibía diferentes nombres según la filosofía de vida de cada uno. Era natural en cada persona, una pizca más desarrollada en su propia familia. Gene presentía que al hacerles autopsias encontrarían una anomalía en los cerebros de los Solei. Algo científico y genético que explicaría esa forma de percibir la vida.
—Tierra a Génesis. —Aura lo arrancó de su ensimismamiento con el tronar de sus dedos. Eso lo hizo notar el pequeño diamante en su anular. Era nuevo. Inesperado. Se mordió la lengua para no preguntar, seguramente sería otra broma suya—. Te estoy hablando.
—¿Te falta mucho para cortar?
—Gene... —Soltó un suspiro paciente—. Sé que has mantenido contacto con Blaise, pero conmigo actúas como si te hubiera apuñalado por la espalda. ¿Por qué la pasivo-agresividad?
—Como si no lo supieras.
—Soy psíquica, no telépata. Deja de comportarte como un imbécil y suéltalo de una vez.
No iba a decirle. Se dijo que lo guardaría hasta olvidarlo, hasta que ese pequeño rencor se desvaneciera con el tiempo. Sin embargo, allí estaba ella, pidiéndole revelar la grieta entre ambos.
—Esa mañana en la casa de Blaise, cuando me pediste que buscara la cámara de Mael... —comenzó con serenidad—, ya sabías que él había muerto. Lo supiste incluso antes de que ocurriera. ¿Estoy equivocado?
Aura entornó esos ojos oscurecidos por un esmerado maquillaje. Ambos guardaron silencio durante tres latidos.
—No hay un único camino, ya deberías saberlo —respondió ella con cautela—. Existe el libre albedrío. Cada una de las elecciones que tomamos, modifica los senderos de nuestro futuro.
—Estás evadiendo mi pregunta, maldita sea —estalló—. ¿Viste o no la sombra de muerte en Mael?
—¡¿Qué esperabas que hiciera?! —estalló su hermana. Ambos sabían que detrás de la fachada elegante de Aura se ocultaba un demonio temperamental—. ¿Decirle que renunciara a su deseo de viajar porque la hermana de su mejor amigo soñó que caería en las garras de un psicópata?
Gene quedó helado. El puño en su corazón se hizo presente.
—¿Qué?
—Era una posibilidad... mínima —confesó la joven con calma—. Un monstruo latente que seguía dormido en ese momento. Podía despertar, de la misma forma que podía nunca hacerlo.
—Entonces, yo tenía razón. No fue una muerte natural ni un accidente.
—¿Eso es lo que estás persiguiendo ahora? ¿Acaso te has vuelto loco, Génesis? ¿De verdad vas a ir tras un asesino? Ni siquiera eres un detective. Si encontraste algo peligroso, contacta a Leya de inmediato.
Gene se disponía a terminar la videollamada, solo trataba de decidir entre fingir interferencia, mandarla al diablo o simplemente cortar sin una despedida.
—Leya no cree en fenómenos paranormales.
—Si va a unirse a la familia Solei, tarde o temprano mandará al infierno sus estereotipos de normalidad. Eso o le romperá el corazón a Blaise y mamá lanzará una maldición que la conducirá a la locura.
—¿Has probado usar tu lengua para cortar leña? Estoy seguro de que no tiene nada que envidiarle al filo de un hacha.
Un golpe en el pasillo fue la excusa perfecta para dejar de oír esas espantosas predicciones.
—Génesis —Kalah se asomó por la puerta entreabierta, su voz cargada de falsa dulzura—, estamos buscando un hombre fuerte y valiente que nos ayude a vaciar el taller de Cellín... ¿Has visto uno?
—Mira lo que escondía el iceberg... —comentó Aura en el altavoz, sus labios curvados como un felino a punto de devorar al roedor—. ¿Es una mujer?
—No estoy seguro —respondió Gene con honestidad.
—Oye, escuché eso, idiota —respondió Kalah con los ojos entornados—. Soy una dama y una belleza exótica. Ahora levanta tu sexy trasero y ven al patio. Puedo hacerlo sola pero Green amenazó con ayudarme si no te llamaba. ¿Vas a dejar que ese anciano frágil mueva hornos pesados?
—La gente de ese pueblo suena acogedora —dejó caer Aura—, quizá vaya de vacaciones cuando tenga tiempo libre.
—Ni siquiera lo pienses, bruja problemática.
Ella soltó una risita perversa.
—Yo también te extraño, pequeño nigromante. —Bajó la voz al nivel de una advertencia—. Ten cuidado dónde pisas porque algo está siguiendo tu rastro.
—Lo tendré en cuenta.
Con esa inusual despedida, su hermana cortó la comunicación.
—¿Familia, amistad o amor? —curioseó Kalah con descaro cuando él terminó de calzarse y se le unió en el pasillo.
—Familia.
—Me encantan los apelativos tan cariñosos. Qué lindo que mantengan contacto.
—A veces nos llamamos solo para mandarnos al diablo, por puro hábito —comentó. Como su mente regresaba una y otra vez al caso de los escoltas de Celinda, decidió preguntar—. Este verano, ¿tuviste alguna huésped llamada Trinidad? Veinteañera. Complexión pequeña, más o menos de la altura de tu hermana, cabello lacio y oscuro, ojos rasgados. Probablemente se la pasaba dibujando.
—Eso es muy específico —murmuró ella—. ¿Es... una de las víctimas?
—Sin duda.
Kalah respiró profundo.
—Cada verano, los jóvenes vienen en manada. Es difícil recordarlos a todos. Revisaré mi registro. Si encuentro algo te informaré.
—Estaré esperando.
—¿Vas a ir al festival?
El repentino cambio de tema lo desorientó.
—¿Cuál?
—El festival Corazones Invernales. Este fin de semana. Es un evento muy importante para despertar la alegría en los inviernos tristes de Piedemonte. ¿Vienes?
—No lo creo, no me gustan las multitudes.
—Ni la compañía en general ni el contacto físico con otro ser vivo —agregó ella con falsa dulzura.
—¿Me has estado estudiando? —replicó divertido.
—Tienes tanto material de príncipe como yo de delicada princesa. Qué pena que no quieras ir. No todo es tragedia y fantasmas en el pueblo —suspiró resignada, sin perder su buen humor—. Quería mostrarte un lado bonito de nuestro amado Piedemonte.
«Un lado bonito de Piedemonte», pensó distraído, su mirada perdida en la media sonrisa de esa boca inmensa.
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