Capítulo 2

Su primera parada fue en una cafetería. Las paredes de troncos y ventanales inmensos le daban el toque hogareño propio de una cabaña. Se vio atraído por el aroma como una serpiente ante el flautista. En las mesas del fondo vislumbró a un grupo de estudiantes haciendo tareas con sus portátiles. El cartel de wi fi gratis en la pared era una buena carnada para las nuevas generaciones.

Pidió un café cargado y algo sólido para recuperar el calor. Entonces se dejó caer en una de las sillas rústicas de madera tallada y se presionó con fuerza el puente de la nariz.

Tenía que calmarse, o el pesimismo bloquearía cualquier buena suerte que pudiera esperarle.

Los últimos meses su vida había sido un completo desastre. Algo en su cabeza no estaba funcionando, nublaba su sentido común. Desde que la cámara de Mael despertó una visión, sus sueños estaban plagados de pesadillas donde su espíritu sin voz luchaba por enviarle un mensaje.

Acostumbrado a tratar con la gente, todos pensarían que su amigo había sido una persona sociable. Después de tanto tiempo observando desde las cercanías, Gene conocía su verdadera naturaleza. La soledad a través de los años había dejado una huella imperceptible en su forma de entablar lazos con otros. Por más intensa que fuera una nueva amistad o un amor, Mael acababa distanciándose cumplido un plazo.

En cierta forma, Gene había sido su única familia. Olvidarlo sería borrar todo rastro de su existencia.

A cuatro meses de su muerte, las preguntas sin respuesta lo atormentaban. Ignorarlas solo causó que se apoderaran de sus pensamientos. Llegó un punto en el que habría estallado si no se iba tras su rastro.

De repente, la puerta de la cafetería se abrió de par en par. Una correntada de aire aprovechó de infiltrase y envió a volar las servilletas de las mesas próximas. Los empleados se apresuraron a cerrarla, no antes de que parte del calor escapara. Era una advertencia del invierno crudo que los aguardaba afuera.

—Inviernos tan fríos solo traen desgracias a este pueblo —afirmó una mujer mayor sentada en la mesa de enfrente.

Cuando Gene levantó la vista, descubrió que lo miraba directamente.

—Las desgracias vienen en cualquier estación del año, a todo pueblo habitado por seres humanos —replicó con tono amable.

—Han pasado ocho años desde un invierno tan helado... —continuó la anciana, su mirada ahora perdida en el ventanal de cristal casi empañado por el calor del local—. Ocho inviernos desde esa tragedia.

Los ojos de Gene fueron a la muchacha sentada en la misma mesa que la anciana. Vestía un conjunto de pantalones y campera impermeables blancos como un traje de novia, su cabello recogido en una trenza larga de color cobrizo. Lista para un viaje a la montaña. Sin decir palabra, su mirada triste estudiaba a su senil acompañante.

—Eran tres grupos —divagaba la mujer, su garganta arrugada tembló al tragar saliva—, cada uno en un punto distinto de Morte Blanco. Miles de montañistas lo escalan cada año, ¿por qué tenía que ser diferente esta vez? Yo te diré... El clima de montaña es una serpiente que te permite acariciarla a riesgo de recibir una mordida. Esa noche de tormenta, la muerte se cobró un alma por cada equipo. A cambio les perdonó la vida a los montañistas restantes. ¿Qué son tres sacrificios cuando nueve han sobrevivido? Un milagro... a menos que entre los nombres perdidos esté quien guardaba tu corazón.

—Señora Cece, ¿se encuentra bien? —interrumpió una muchacha con un delantal atado a su cintura que traía la bandeja con el pedido de Gene—. Esta noche habrá tormenta, le aconsejo regresar a casa antes de que esté demasiado oscuro.

La anciana soltó un gruñido, murmuró otra predicción oscura y se encaminó a la puerta.

El joven la observó sin inmutarse. Si deseaba aprender a ser espeluznante, esa anciana debería tomar lecciones de su madre. Bastaba una mirada de Magalí Solei para que sus hijos confesaran hasta los pecados que todavía no cometían.

—Gracias —dijo Gene tras recibir el pedido.

—Espero que no te haya incomodado. La señora Cece no ha vuelto a ser la misma desde que perdió a su hija hace ocho años. Era su única familia.

—¿Un accidente en alta montaña?

—Algo así. Hubo una tormenta y doce jóvenes quedaron atrapados en distintos cerros de Morte Blanco. Los rescatistas no dieron abasto —reveló a modo de disculpa—. Con frecuencia Cece viene sola y cuenta su historia a los turistas.

—¿Su hija era pelirroja? —Se llevó la taza a los labios. Sus pupilas se perdieron en el ventanal de la tienda, la espalda de la mujer que caminaba en silencio tras la anciana.

—¿Cómo lo supiste? ¿Te mostró la foto que siempre lleva en su bolsillo?

—Pude verla —respondió con ambigüedad.

—La encontraron blanca como el abrigo que vestía. Hipotermia. Sus amigos se salvaron de milagro.

—¿Su madre nunca pudo dejarla ir?

—Tristemente, así es. Nuestra gente no sobrelleva muy bien las pérdidas. Tenemos un dicho muy popular por aquí, ¿sabes? El corazón que se rompe en el invierno de Piedemonte nunca recupera su calor.

—¿Un pueblo que no suelta a sus fantasmas?

«Perfecto», pensó con un suspiro. Simplemente perfecto.

Acababa de llegar al infierno personal de un médium.

«Suficiente autocompasión», decidió flexibilizando los dedos. Con movimientos enérgicos, sacó su portátil y la encendió sobre la mesa. Necesitaba encontrar la ubicación de cada hospital y cementerio local. Si estaría atado a este pueblo durante una semana, se aseguraría de revisar hasta las fosas comunes.

Con ese objetivo en mente y su atención en la pantalla, perdió el sentido del tiempo. La luz natural de las calles se fue atenuando, las farolas se encendieron. El coro de voces y risas que flotaba en la cafetería disminuyó. Cuando la noche aún era joven, apenas quedó un puñado de comensales disfrutando una cena ligera.

En algún momento, la batería de su computadora empezó a rogar por ser cargada. No encontrar ningún tomacorriente disponible en las paredes lo convenció de que había investigado lo suficiente. Guardó todo en su mochila y pagó la cuenta.

Las gotas de hielo cayeron sobre su cabello nada más poner un pie fuera. Vislumbraba las siluetas de las casas y árboles a su alrededor, pero le resultaba imposible leer los carteles de las tiendas. De haber sabido que las noches de invierno sin luna eran oscuras cual boca de lobo, habría buscado hospedaje antes.

Frotó sus manos heladas, ya extrañando la calefacción de minutos atrás. Se puso la capucha y subió la bufanda hasta cubrir la parte inferior de su rostro. Cuando fue por los guantes en el bolsillo lateral de su mochila, escuchó un crujido. Él nunca guardaba documentación en bolsillos de fácil acceso, no había razón para que un trozo de papel hubiera aparecido por arte de magia.

Lo sacó con despacio. Lo estudió entre sus dedos.

Al final ese ladronzuelo consiguió su objetivo, comprendió con humor. Se preguntó qué clase de persona se dedicaba a infiltrar a la fuerza folletos en los bolsillos de los turistas.

Un jarrón de flores diseñado con figuras geométricas era el logo de la casa, las letras del folleto tenían tonos azules.

—Flores de Cristal, hogar temporal para turistas —leyó en voz alta. Bajó el papel y se tomó un instante para reflexionar—. Bueno, ya fue un día terrible, ¿acaso podría empeorar?

El rugido de un trueno atravesó las nubes. Una serie de relámpagos le respondieron. El viento arrastraba las hojas húmedas y arañaba su piel expuesta.

Los astros no estaban de humor esa noche de invierno, supuso. Se preocuparía por los presagios más tarde, en ese momento debía correr si no quería terminar como un alma en pena sumada a la gran colección que poseía ese pueblo.

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