Capítulo 17

Regresaron por la tarde, poco antes de que se ocultara el sol. Gene estaba agotado físicamente, pero sentía su espíritu más ligero. Ahora sabía por qué tantos turistas y locales adoraban Morte Blanco. Más que poseer paisajes encantadores, era un refugio. Como caminar sobre piedras energéticas, recuperaba su fuerza mental.

—Gracias por su tiempo. —Saludó a Ada con una inclinación de cabeza y se bajó del todoterreno—. Fue... diferente de lo que esperaba.

—Tus expectativas eran muy bajas, niño —señaló con brutal honestidad—. Dale una oportunidad a Piedemonte, no nos vendría mal más sangre joven cerca.

—Lo tendré en cuenta.

El vehículo arrancó y Gene soltó un suspiro. Estaba cansado, pero una sonrisa se reflejaba en sus labios.

Esta se congeló al reconocer a la figura de pie bajo el umbral. La puerta estaba abierta de par en par. La criatura femenina se encontraba descalza, inmune al suelo gélido del invierno. Sus cabellos sueltos se mantenían inmóviles a pesar de la ventisca. Esos ojos vacíos parecían estar esperándolo.

La mochila en su espalda empezó a quemar. Como si una mano invisible se hubiera posado sobre su ropa, Gene supo que la tercera entidad estaba presente. También tuvo la certeza de que desaparecería en el instante en que se diera la vuelta.

Cerró y abrió los puños, consiguió meter aire a sus pulmones. ¿Por qué lo estaban acorralando? ¿Qué era esta sensación de urgencia que sentía tras de sí?

Siguiendo una corazonada, se quitó la mochila y rebuscó en el bolsillo interno.

El cuaderno seguía allí, en su bolsa de plástico reciclable. Fue difícil sacarlo teniendo los guantes puestos, pero no podía arriesgarse. Tener una visión en un lugar tan expuesto lo dejaría vulnerable.

Tragó saliva mientras lo estudiaba. Las tapas habían sido forradas en cuero azul, un intrincado tejido en el lomo mantenía sus hojas juntas. Algo artesanal, hecho con más esfuerzo que habilidad.

—¿Es tuyo? —le preguntó a la muchacha que continuaba petrificada en la entrada.

No respondió. Él no esperaba respuesta. Intentar comunicarse con un ánima que acababa de perder su cuerpo de forma traumática era como hacer entrar en razón a un sujeto en eterno estado de shock o al borde de un ataque de pánico.

Cuando Gene consiguió abrirlo, un puño se cerró en su pecho. Niebla oscura se desprendió cual polvo del papel y se deslizó por los bordes de su visión.

Parpadeó con fuerza, no podía dejarse abrumar ahora. Esos residuos eran veneno para su sistema si los absorbía por accidente.

Deseó lanzarlo al fuego. Para otros habría sido un libro viejo e insignificante. A sus ojos era un amuleto que había absorbido el terror ciego de su anterior propietario.

Descubrió un temblor en sus manos. Maldijo a su propio cuerpo por su falta de autocontrol. Tenía un mal presentimiento, pero no podía retroceder.

Lo apretó con fuerza.

Contempló esa página al azar y encontró un dibujo a lápiz. Una bailarina de trazos y sombras. Las líneas de su vestido le daban la sensación de movimiento, los brazos levantados formaban un arco perfecto.

Gene bajó la vista a los pies descalzos del ánima. Sus dedos no se veían deformados por cargar el peso de su cuerpo, ni las plantas endurecidas por la rutina estricta del ballet.

Pasó a la siguiente página y encontró a un hombre mayor sentado sobre un banco de parque. Sujetaba un periódico en sus manos. El lápiz había capturado las sombras bajo sus ojos concentrados en la lectura, las líneas de la edad que acariciaban su piel.

En otra hoja se encontraban manos femeninas sujetando un sartén al fuego. En ella se cocinaba un trío de huevos fritos. La espátula flotaba a un lado del margen. Era una imagen cotidiana, un fragmento de vida diaria.

Distintos rostros, diversas escenas capturadas por los mismos ojos.

Un escalofrío recorrió su espalda. Regresó a la primera página del cuaderno, no se había atrevido a abrirla desde un principio porque sabía qué encontraría. En la parte inferior, trazado en letra cursiva, aguardaba una respuesta.

Un nombre.

—Maldita sea —musitó al sentir el peso de ese nuevo conocimiento.

Ella fue real. No era un número más, una víctima sin rostro ni un producto de su imaginación enfermiza. Nunca fue un espíritu sin pasado. Poseía sueños y pesadillas, la sangre corría por sus venas antes de que un monstruo la congelara.

Fue un ser humano. Y su nombre era...

—Trinidad.

Los ojos del ánima se enfocaron en el origen de ese sonido. Sus pupilas se dilataron. Una bestia despertaba. Con su nombre recuperaba las piezas de su propio rompecabezas. Sus recuerdos hermosos... y los más traumáticos.

«No, no, no. No ahora», se lamentó Gene. Los vellos de su nuca se erizaron. Intentó retroceder, mas sus pies estaban clavados en el suelo. El cuaderno cayó ante sí con un golpe seco.

Trinidad abrió la boca en un grito de horror silencioso que podría haberle quebrado la mandíbula. Su rostro se volvió una mueca inhumana, no necesitaba lágrimas para que su sufrimiento se proyectara. Se llevó las manos a la cabeza. Su cuerpo se dobló en dos, como si el peso de sus memorias la aplastara.

Una puñalada atravesó las sienes de Gene. Lo sacudió. Era un dolor que había conocido antes. Sus ojos se cerraron, un jadeo escapó de su boca.

—Por favor, detente.

Después de tantos años, nunca aprendía de su error. Los nombres eran llaves que abrían puertas peligrosas. Y él era un maldito imán para esa energía oscura. Se cubrió los oídos. Un minuto más y su cráneo se partiría en dos. ¿Cómo diablos calmar a alguien que no podía tocar?

Como el humo que escapa por una ventana abierta, en un parpadeo, su mente se despejó. El dolor tardó un poco más en remitir.

Se irguió con dificultad, su respiración irregular. Cuando sus ojos buscaron a Trinidad, esta había desaparecido. En su lugar se encontraba un rostro asustado enmarcado por rizos dorados. Sostenía una taza humeante entre sus manos.

—¿Celinda? —preguntó—. ¿Pudiste verla?

La muchacha estaba paralizada, su rostro tan pálido que pronunciaba las sombras bajo sus párpados. En ese momento Gene comprendió que no lo veía a él, sino al objeto caído. El cuaderno.

Celinda empezó a temblar, la humedad debió nublar su visión. Lágrimas calientes que se cristalizaban por efecto del viento helado.

—¿La conociste? —insistió Gene. Levantó el cuaderno—. Celinda, ¿sabes quién fue? —Intentó acercarse. La muchacha aferró la manta azul de sus hombros y retrocedió—. Su nombre era Trinidad. ¿Qué... le hiciste?

Cual flor que se quiebra al contacto con los dedos, la taza escapó de sus manos. Se hizo trizas contra el suelo, su contenido derritió parte de la nieve que allí reposaba.

Celinda se dio la vuelta y salió corriendo. La manta cayó a su espalda. Las botas de Gene la aplastaron al perseguirla, se enredaron en la tela, lo que le hizo perder valiosos segundos. Gruñó un juramento.

—¡Espera! —le gritó cuando consiguió patear lejos la manta—. ¡No puedes callar por siempre, maldita sea!

La alcanzó justo cuando dejaba el living. La mano masculina se cerró en su antebrazo. Ella forcejeó como si su vida dependiera de ello. Sacudía su cabeza con tanta fuerza que sus lágrimas salpicaron la mejilla de Gene. Él reconoció las señales de un ataque de pánico.

—¡¿Qué le estás haciendo a mi hermana?!

Kalah se atravesó entre ambos. Sus uñas se clavaron en el brazo de Gene. El dolor lo obligó a soltar a Celinda, quien aprovechó su oportunidad y huyó por el pasillo.

—¡¿Cómo te atreves a ponerle una mano encima?! Maldito imbécil. —Kalah empezó a lanzar puñetazos ciegos al pecho y rostro del joven—. ¡Voy a matarte!

—¿Quieres calmarte y escuchar? —Gene luchó por atrapar sus manos. Su preocupación era que se hiciera daño a sí misma en su intento de arrancarle los ojos—. ¡No quise asustarla! Esto es mucho más complicado de lo que piensas.

Ella le mostró los dientes en una sonrisa afilada.

—¿Crees que nací ayer? Génesis Del Valle Solei, no tiene idea de lo que soy capaz de hacer por mi hermana —advirtió con una furia gélida como el invierno en Piedemonte—. Puedes apuñalarme por la espalda pero no vuelvas a tocar uno solo de sus cabellos.

—No pretendía hacerle daño, necesito hablar con ella...

—¡Ella no quiere hablar! —interrumpió a voz de grito—. ¿Crees que no lo he intentado todo para arrancarle una sola palabra? Terapia, bondad, amenazas...

—Kalah, hay tres ánimas rodeando a Celinda. Están absorbiendo su energía. Si no se desprende pronto acabarán consumiéndola.

—Si puedes verlas, ¿no puedes hacer un maldito exorcismo?

—No es la raíz del problema.

—Entonces, ¿cuál es?

—¿Por qué la persiguen? Una persona que muere en paz no se queda atascada entre ambos planos.

—¡Ya basta! ¡Esto es demasiado! —explotó. Un chillido de frustración escapó de su boca. Le dio la espalda y tomó un puñado de su propio cabello. Gene escuchó sus respiraciones, el sollozo que luchaba por reprimir—. ¿Por qué es tan difícil? Lo único que quiero es un día de paz en esta maldita casa.

—Ellos también necesitan paz.

—Ni siquiera sabemos si murieron hace décadas. Esta casa perteneció a los abuelos de Celinda. Tal vez...

—¿Y las cajas azules se enviaron a través de una máquina del tiempo? —sugirió con dureza, mordiendo cada palabra—. No son hadas ni duendes, no desaparecerán por dejar de creer en su existencia. Hay un monstruo en Piedemonte, y ambos sabemos cuál es su objetivo. ¡¿Cuánto tiempo crees que tenemos antes de...?!

Una explosión sacudió los cimientos. La onda expansiva hizo temblar las ventanas. El tiempo sufrió una fisura, se detuvo durante la tragedia.

Sus ojos se encontraron, igual de aturdidos. Las pupilas de la joven se desviaron hacia el jardín trasero. A través de la ventana, podían verse lenguas de fuego abrazando el taller de Celinda.

—¡Cellín! —gritó Kalah con la voz rota de quien veía su mundo derrumbarse.

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