Capítulo 1
Debió imaginar que su vida sería inusual cuando lo declararon muerto a los tres minutos de nacer. Fue un milagro que su corazón volviera a latir treinta segundos después.
Ese día, el beso de la muerte en sus ojos le dejó algo más que un mero saludo.
«Si la muerte hiciera bien su trabajo, yo podría descansar en paz», pensaba al límite de su escasa paciencia veinticinco años después.
Estaba teniendo un día terrible, eso se evidenciaba en el cabello despeinado de tanto pasarse los dedos, en la tensión de sus hombros anchos y la postura rígida de su espalda. La mochila que descansaba a su lado se veía gastada de tanto uso, en cualquier momento recibiría una patada de pura frustración.
—Déjame ver si entiendo... —comenzó el jefe de estación de ferrocarril detrás de la ventanilla, descansando los codos en el escritorio y entrelazando los dedos—. Viajaste miles de kilómetros, durante más de cuatro horas... en el tren equivocado. ¿Nunca miraste por la ventanilla para descubrir que había algo raro en el paisaje?
«No es de tu maldita incumbencia», le habría encantado escupir. Pero la última vez que le había contestado así a alguien que le doblara la edad, su madre estuvo a punto de hacerle tragar un jabón.
«Respira profundo, cuenta hasta veinte», se dijo. En respuesta a su pregunta retórica, ¿cómo admitir que se había quedado dormido? Cada viaje por carretera era una verdadera tortura. Tantos seres vagando por las vías del tren y recorriendo sus vagones le producían dolor de cabeza. Su única solución era cerrar los ojos y las cortinas, adentrarse en el mundo de los sueños hasta llegar a su destino.
Soñó con las profundidades del bosque en el que se había criado, donde el espíritu de la fauna correteaba al caer el sol. Horas más tarde, despertó por la voz del oficial que le pidió su boleto. Aún somnoliento, Gene sacó el ticket de su bolsillo y se lo extendió. No discutió cuando le advirtieron que la próxima estación era su destino, jamás se le ocurrió que podría haber comprado el boleto equivocado.
En ese momento deseaba patearse a sí mismo. De niño era frecuente que se perdiera usando el transporte público, viajar al otro extremo de la región ya era un nuevo nivel... de estupidez.
«Yo no quería nacer en primer lugar», se lamentó, exagerado incluso para sí mismo.
—¿Puede o no venderme un pasaje de vuelta a Bosques Silvestres? —pronunció el joven, mordiendo las palabras.
—Claro que puedo —Su interlocutor no se molestó en ocultar una sonrisa sardónica cuando le extendió el ticket—, sale el domingo a las diez de la mañana.
—Hoy es domingo. Son las seis de la tarde.
—Así es.
Se sostuvieron la mirada. El jefe parecía contener a duras penas la risa. El muchacho apretaba con tanta fuerza los dientes que un músculo latía en su mandíbula.
—¿A qué hora sale el próximo tren y a dónde se dirige?
—Niño, detrás de ti está pasando el último del día.
El ticket crujió cuando la mano que lo sostenía se cerró en un puño. Gene bajó el rostro y respiró profundo durante lo que pareció un minuto entero.
—Cuándo. Sale. El próximo. Tren. Y a dónde. Se dirige —repitió cada vez con mayor exasperación.
—A las ocho de la mañana... del próximo domingo.
—¡¿Está diciendo que los trenes de aquí solo funcionan una vez a la semana?! —estalló. Esto era demasiado surrealista para creer, debía ser una broma para turistas.
—Seh, las frecuencias disminuyen en invierno.
—¿Entonces están incomunicados toda la semana?
—Bueno... Tenemos internet, estamos en pleno siglo veintiuno, ¿no? Y quienes quieren viajar distancias largas cuentan con sus propios vehículos.
Los ojos de Gene recorrieron los cerros que se elevaban majestuosos a la espalda de la estación. La vegetación oscura contrastaba con el delgado manto de nieve se perdía entre las nubes. Las casas, si las había, estaban dispersas entre las colinas. Sus chimeneas emanaban un ligero aroma ahumado para protegerse del frío.
—¿Dónde diablos estoy?
—Bienvenido a Piedemonte, tierra de montañas mágicas y leyendas encantadoras. ¿Desea que le recomiende un lugar para pasar la noche?
—Yo puedo recomendarle el lugar al que irse —gruñó por lo bajo.
A su espalda, escuchó el siseo de la tela al frotarse. Dio un giro sobre sus pies y capturó en el aire la muñeca del adolescente que se había atrevido a tocar su mochila. Las chispas de estática saltaron al primer roce pero Gene lo aferró con más fuerza en lugar de saltar hacia atrás.
—¿Cuál es tu problema? —se quejó el niño, forcejeando para escapar.
Eran casi de la misma altura, pero su figura delgada en desarrollo podría haberlo hecho pasar por andrógino. Génesis estudió el rostro de ese ladronzuelo vestido con una chaqueta de egresado de un colegio local. Tenía ojos cafés parcialmente ocultos por un flequillo, y sus cabellos despeinados necesitaban con urgencia un corte.
Nadie le habría dado una segunda mirada, era el tipo de persona que podía perderse fácilmente entre una multitud. Lo único que destacaba era su boca. Grande, de labios voluminosos curvados en una sonrisa natural.
Esa combinación era desconcertante. Gene sintió un tirón invisible, a la vez sus instintos enviaban una advertencia que no supo descifrar. Si pudiera darle un nombre a ese rostro sería capaz de jurar que ya se conocían.
Negó con la cabeza, rechazando de raíz la idea. Endureció su expresión.
—Devuelve lo que te robaste, niño.
—¿Niño? —Esa boca se abrió en una enorme O. Entonces se torció en una sonrisa traviesa—. No tengo tiempo ni talento para robar. Soy una persona decente, señor.
Gene hizo una mueca al oírlo enfatizar esa palabra. Ser llamado así a sus veinticinco años era un golpe a su ego.
Lo que le faltaba para completar su espantoso día: discutir en la vía pública con un adolescente.
—No te hagas el listo, voy a arrastrarte a la policía si no me dices qué sacaste de mi mochila.
—¡Solo estoy repartiendo folletos!
Para demostrarlo, sacó un puñado de papeles de su bolsillo. Gene leyó de modo superficial, se trataba de un hostal local. ¿Verdad o estrategia de robo planeada con anticipación? Decidió ofrecerle el beneficio de la duda.
—¿Qué clase de técnica es infiltrar folletos en los bolsos ajenos?
—¡Yo no te digo como vivir tu vida! —se defendió el adolescente. Una vez libre, levantó la barbilla. Entonces se aclaró la garganta y compuso su mejor sonrisa profesional—. Pero puedo decirte dónde queda la mejor casa de huéspedes de Piedemonte. Tienen una promoción para viajeros que están atrapados por una semana en nuestro pueblo.
«Además de descarado, oportunista».
—Es de mala educación escuchar conversaciones ajenas, niño.
—El mundo es de los que aprovechan las oportunidades, señor.
Dicho eso, se encogió de hombros, y se alejó con una confianza impropia de alguien de su edad... y un vaivén de caderas que lo dejó aún más desconcertado.
«¿Qué clase de locos tiene este pueblo?».
Decidido a sacudirse esa absurda escena de lamemoria, acomodó su mochila y se fue en dirección a la calle principal.
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