Séptima parte

La noche era viajera, traía consigo el rumor de los recuerdos. Nicolás se dio una ducha y torneó su cabello con una crema que aguardaban para momentos especiales, y aquel era uno de ellos: si fuera por Nicolás se la hubiera echado toda en el pelo, porque no tendría noches similares. Días similares. Personas similares. Los rostros de quienes había amado en vida se desvanecerían con el paso de los años y el rostro de Nicolás también sería devanado por una fuerte ráfaga de viento a principios de febrero. Nicolás se estaba yendo, primero, en canciones. Canciones que, al escucharlas, había soñado bailarlas con el chico de sus sueños. Canciones que le recordaban que aún seguía viviendo y que, después de irse, también viviría en los latidos de quienes había marcado. A veces, Helena, encontraba a Nicolás bailando aquellas canciones con un fantasma, imaginaba que aquel chico lo sujetaba por la cintura y lo llevaba directo al cielo. Había visto estrellas frente a sus ojos y miles de rostros desfigurados danzaban en su memoria. A veces los olvidaba. Otras veces, despertaba con un rostro sin rasgos ni características. Alguien tendría que ocupar el puesto del fantasma: Robbers.

Antes de salir de casa, le confesó a Helena que estaba nervioso, ella le dijo que se calmara y que todo saldría bien. Le dijo que los saludara de su parte. Ya cuando estaba en el jardín de la gran casa, Nicolás miró al cielo, es cierto, ultimadamente el cielo parecía que se había quedado sin estrellas: era una oscuridad sin ningún astro, no se vislumbrar ninguna estrella tiritar, lo único que palpaba eran los latidos cardiacos de Nicolás y nubes blanquecinas con diferentes figuras. El jardín era hermoso: su madre, tal como le había dicho Robbers, era la encargada de tenerlo con diferentes tipos de flores, en las cuales resaltaban las aves del paraíso, caléndulas, dalias, girasoles, hortensias, narcisos y orquídeas. Todas ellas desprendían un aroma inigualable. Los colores visibles con los faroles que tenían distribuidos alrededor del jardín, hacían de aquel lugar, algo sumamente espectacular. Inolvidable, para Nicolás.

Cuando Robbers salió al segundo llamado a través del timbre. Lo recibió con una sonrisa tan larga que podía remar en ella. Nicolás aún podía sentir los labios vibrando por la intensidad que los de Robbers había dejado apenas unas cuantas horas en ellos.

Primero, sus manos.

Segundo, sus labios.

Nicolás entró nervioso y a la vez apenado. Quería salir huyendo de aquella casa que era tal como la había soñado. A ver. Sí. Nicolás no transitaba por casas similares, además, era la única que llamaba la atención de él y, también, era la única que resaltaba por encima de las otras. Hay lugares que, independiente de nuestra realidad, los conocemos en nuestros sueños. Era blanca y del cielo se desprendían lámparas de cristales, los muebles eran alucinantes, la televisión era inmensa. Robbers lo invitó a tomar asiento en la sala.

—Ves que no todo es aterrador —le dijo Robbers sonriendo—. Cuando conozcas a mis padres querrás salir huyendo —bromeó.

La risa de Nicolás cayó en el nerviosismo. Robbers pensó que, quizás besándolo, se le pasaba. Pero no funcionó.

—¿Mejor? —Le preguntó.

La verdad era que a Nicolás le costaba mucho conocer a nuevas personas. Siempre había vivido una vida aislada de la sociedad, se había marginado, no por su crónica enfermedad, sino porque la gente que conocía, era mala. Entonces él se encerró en una burbuja que protegió tanto a él como a sus sentimientos. Nicolás no sabía por qué conversar con Nicolás le resultó tan fácil. No entendía muchas sensaciones que causaba Robbers.

—Tu nombre es como de película —le dijo finalmente Nicolás, mientras miraban los créditos de la película.

—Eso dicen...

—Es como un personaje de película de acción, en donde un tal Robbers sale con sus lentes negros y un esmoquin. Siempre termina siendo el héroe y del que el mundo habla de su habilidad para saltar sobre los rascacielos de Nueva York.

—Entonces... espero ser tu héroe —le dijo en tono de broma.

Pero no era broma. Robbers se había convertido para Nicolás en un arma de doble filo.

—Digamos que, mientras voy pedaleando, lo eres. Eres mi equilibrio y la fuerza impulsora de seguir adelante. Si no tengo energías para seguir pedaleando, tú lo harás por mí.

A Robbers le gustó el cumplido. No era cumplido. Se lo decía porque él era su equilibrio. En todo.

—Me alegra que te hayas animado a aprender.

—Es divertido.

—También te enseñaré a manejar automático.

—Dicen que es para chicas.

Los dos rieron mientras los señores Cooper se acercaban a la sala. Nicolás saltó de golpe del sofá y a la señora Cooper le pareció un chico muy vulnerable a simple vista. Como un pajarito bajo el plumaje de su madre. El señor le extendió la mano y la señora le dio un beso en la mejía. Todos usan colonias muy finas.

—Nos alegra que Robbers tenga un nuevo amigo para iniciar su nueva vida en este vecindario —le dijo el señor Cooper.

Entonces pasaron al comedor. Aunque Nicolás pensó que todo tenía correlación, pero se equivocó, al entrar al comedor se dio cuenta que todos los espacios de aquella casa tenían su propio ambiente y su propia fiesta. La mesa era larga, aunque familiar. Aquella parecía una familia unida, un matrimonio para celebrar los anillos de oro. Los señores Cooper se acariciaban los brazos y, de vez en cuando, se daban un beso que duraba apenas un segundo. No tenían pena en demostrarse cariño estuviese quien estuviese frente a ellos. El lema principal de aquel hogar era respetar el amor de cada integrante.
Cada amor es diferente, tiene su forma y su camino, decían. Los señores Cooper sabían que su hijo era gay, y no tenían problema ello. ¿Habría que tener problema en ello? No. No. Y no. Incluso la madre de Robbers, cuando le contaba acerca de Nicolás, ella daba por hecho que su hijo se estaba enamorando sin frenos. Lo delataba el brillo en sus ojos y la forma tan entusiasta de hablar de cosas irrelevantes como si fueran tan importantes como el oxígeno.

—Oye, Robbers, no nos has dicho el nombre de tu amigo —Le preguntó su padre. Su madre ya lo sabía. Se lo había repetido unas doscientas veces.

Robbers reconoció su error, pero estaba tan entretenido mirando a su chico que se le había pasado por alto. Y ellos no habían reclamado nada hasta que vinieron a darse cuenta.

—Nicolás. Mis padres. Mis padres. Nicolás.

Todos rieron ante la escena que parecía que Robbers había imitado de alguna serie.

—Mucha película, jovencito —le dijo su madre.

—Y cuéntanos, ¿qué haces de tu vida? —Quiso el señor Cooper indagar un poco sobre la vida de aquel chico que tan raro se veía y vestía.

Sobrevivir lo más que pueda, pensó Nicolás.

—La verdad es que llevo una vida muy crítica.

—¿Crítica?

—Es decir, muy aburrida.

—¿Aburrida?

—¡Papá! —exclamó Robbers, lanzándole una mirada a aquel hombre—. Estás poniéndolo muy nervioso con tanta pregunta.

—Muy mal de tu parte, querido —le dijo su esposa.

—Perdón, Nicolás. No te lo he dicho, pero soy parte del FBI, trabajo como investigador de vidas privadas con respecto a mi familia se refiere.

—Eres abogado —le hizo saber su esposa.

—Lo que quiero decir es que me gusta conocer a los amigos de mi hijo. Te ves buena persona, te había visto un par de veces en el porche de tu casa conversando con Robbers.

Nicolás estuvo por ruborizarse, pero, en su lugar, se limitó a comer la comida que le habían servido. La sopa estaba muy caliente.

—Ya se acerca el inicio del ciclo escolar, y me gustaría que Robbers fuera a la misma escuela que tú.

Nicolás tragó saliva. Robbers le tomó la mano por debajo de la mesa. Nadie podía ver que Robbers jugaba con los dedos de Nicolás. Era un secreto entre los dos.

—Ya no voy a la escuela —se apresuró a decir Nicolás.

—¿Eso quiere decir que ya la has terminado?

—Algo así.

La señora Cooper fulminó a su esposo con la mirada. Habían sido demasiadas preguntas para la primera cena, el chico se había mostrado muy nervioso ante el cuestionario estructurado de su esposo. Parecía que lo había ensayado una noche anterior mientras tenía las gafas puestas y la luz de la mesita de noche encendida.

—Me alegra que seas parte ahora de esta familia —la señora Cooper se había levantado para darle un abrazo desde donde se encontraba sentado Nicolás. Con la otra mano, sobaba el hombro de Robbers.

—Es muy amable de su parte. Mi madre les ha enviado saludos.

—¡Hombre! Cómo no vino ella también, era el momento perfecto para conocer a nuestros vecinos.

—Ya será en la próxima.

—Así será —la amabilidad de los señores Cooper habían dejado asombrado a Nicolás. No soportaba tanta amabilidad de tres personas que lo atendieron como un rey.

Nicolás tosió varias veces, de pronto, Robbers volvió a sentir las manos heladas como hielo. Algo andaba mal y él empezaba a creer lo que la gente decía, no por odio hacia él, sino porque era verdad. Robbers no habló nada durante toda la cena, sino fue hasta que después de despedirse de los señores Cooper, se fueron a sentar a la banca del jardín. Uno junto al otro. Se miraban ridículamente tiernos.

—¿Y qué te han parecido? Y perdona que mi padre se le ha ido la onda —Robbers hizo círculos en la sien.

—No te preocupes. Los dos son muy amables, pensé que no existían personas así —aseguró.

Nicolás miró a Robbers como si fuese la última vez que lo vería. Quería verlo lo suficiente para llevarse aquel rostro a la eternidad, quería grabarse cada una de sus arrugas, gestos e imperfecciones para luego de la despedida, poder ver en el fondo del recuerdo el rostro de él. Era inevitable que últimamente Nicolás estuviese más nostálgico que antes, porque sabía que mientras más avanzaban los días, se acercaba al final. Y no quería. Maldita sea, él quería vivir y no tenía oportunidad. Aquella era la noche perfecta para contárselo todo. Habiendo llegado a un punto de no retorno, Nicolás estaba dispuesto a contarle toda la verdad a Robbers. Anteriormente, hubiese preferido alejarse de él, se mantendría encerrado en su habitación hasta esperar la muerte y le hubiese dicho a Helena que le dijese a Robbers siempre que llegara a preguntar que se había ido a vivir con el padre —que no quería—. Pero era una idea tonta. Nicolás estaba enamorado, pero también lo estaba aquel chico que se posaba frente a él como un pájaro que se cansa de huir, y decide enfrentar la verdad.

—Robb, tengo que contarte algo.

—Dime.

—No sé cómo lo vayas a tomar, pero prefiero decírtelo ahorita a que estés más enamorado de mí y no puedas dar paso atrás. Es algo que... me consume siempre que lo recuerdo, pero siempre que estoy a tu lado parece que encuentro fuerzas al fondo de la enfermedad, y sigo luchando. Enfrento una lucha, la cual no ganaré. Estoy muriendo...

Nicolás lo sabía, sin embargo, permaneció en silencio. No quería interrumpir a Nicolás en su historia. El viento soplaba lento y el tiempo transcurría de igual forma, pareció que todo alrededor de ellos se había congelado.

—No es como el cáncer o el HIV: en el primer caso, puedes luchas para vencerlo; en el segundo caso, una vez medicado, puedes llevar un estilo de vida saludable. No pasa nada. Pero yo no corrí con tanta suerte, no tengo oportunidad de pelea.

—Pero sigues luchando —Robbers tomó sus manos y las atrajo hacia sus piernas. Lo alentó para que siguiera haciéndolo.

—Que luche no quiere decir que ganaré la batalla. En cualquier momento un latido pude matarme.

—¿Y los doctores qué dicen? —La expresión facial de Robbers lo decía todo: la verdad le dolía.

—Los doctores —Nicolás suspiró antes de continuar— han llegado a las mismas conclusiones y es difícil saber cuánto tiempo te queda de vida, porque quisieras hacer tantas cosas en tan poco tiempo.

Las lágrimas de Robbers cayeron sobre las manos de Nicolás que aún estaban sobre sus piernas, no quitaba la mirada de encima. Robbers cortó una rosa.

—¿Sabes por qué te regalé un rosal? —Nicolás negó con la cabeza—. Porque, una vez que cortas la rosa, está muerta. Mientras que el rosal seguirá creciendo y tendrá una vida llena de retoños y de flores y de hojas verdes y de un montón de ramas. Lo que quiero decir es que, ojalá hubieses tenido siquiera la mitad de la suerte que yo tuve, para poder vivir.

—Todos somos árboles que moriremos algún día, por más que nos rieguen a diario, por más que el sol nos ilumine, por más que cambiemos de hojas en otoño. Por mucha clorofila que tengamos, un día seremos árboles secos y marchitos. Algún día ese bosque —Nicolás dirigió la mirada de Robbers hacia aquel oleaje verde que se zambullía entre misterios— será parte de un cementerio de árboles.

—No quiero que mueras. ¿Hay algo que pueda hacer por ti?

Callarte, por ejemplo, besarme y olvidarnos del mundo, se dijo hacia sí mismo Nicolás. Y tal pareció que Robbers leyó sus pensamientos. La noche estaba oscura, sin estrellas. Lo único que brillaba aquella noche eran aquellos dos chicos que se besaron en un jardín hermoso, y una flor muerta entre las manos.

—Te has enamorado de la persona menos indicada —le hizo saber Nicolás.

Robbers encontró las estrellas que faltaban en el cielo en los ojos de Nicolás. Y volvió a besarlo.

JODER, CUÁN VIVOS SENTÍA LOS LABIOS NICOLÁS, PARECÍA QUE CREPITABAN Y SACABAN CHISPAS.

—¿Qué se siente que te ame un corazón enfermo? —Quiso saber Nicolás, apartándose de sus labios. No tanto, a una distancia considerable donde podía sentir la respiración agitada de Robbers.

—Genial.

Nicolás se fue a la cama, pensando en Robbers. Fue su último pensamiento antes de cerrar los ojos.

Una llamada al 911 alertó a los vecinos, la casa de Helena, estaba envuelta de sonidos de sirenas y las luces rojizas palpaban en el vecindario. Nicolás estaba inconsciente en su habitación, Helena lo encontró tirado el suelo, y pidió de favor a los vecinos de enfrente si le prestaban el teléfono. Helena no dio muchas explicaciones, pero los señores Cooper sabían que algo no andaba bien. Nicolás fue llevado de emergencia, con el pulso tan débil y envuelto en sudor. Robbers pidió permiso para ir al hospital para verlo. Robbers encendió el automóvil y cruzó semáforos en rojo para llegar a tiempo. Tenía la esperanza que Nicolás sobreviviría a esta recaída. Pero no era una recaída, sino que la muerte se acercaba cada vez más cerca de Nicolás a robarle el último aliento. Cuando Robbers visualizó en uno de los sillones de espera a una Helena envuelta en llanto y desolación, se acercó y le tendió un abrazo. Robbers estaba pálido y con los risos locos. Luego que los doctores salieran a dar noticias de él, dejaron pasar uno a uno a verlo, ya se encontraba estable.

—Ya sabe, señora —le dijo el doctor—. Sabíamos que esto sucedería. Tarde que temprano habría que ver una situación similar en Nicolás.

El doctor se retiró tal como había llegado. Le tendió una bata antes de que entraran, uno a uno.

—Solamente unos cuantos minutos —había recomendado el doctor.

Cuando Robbers entró, tenía muchos cables atados a su cuerpo. El pecho lo tenía descubierto con muchas telas de araña, había bromeado Nicolás cuando lo vio en aquellas condiciones.

—No tengo mucho tiempo, dejémonos de rodeos.

Robbers le dio un beso a Nicolás y este agradeció hacia sus adentros. Qué mejor medicina que sus labios. Nicolás a veces se quedaba dormido de golpe tras estar en una profunda conversación con Robbers. Este lo contemplaba atónico, sin palabras, cuando veía que aquel aparato que medía el ritmo de sus latidos cardiacos funcionaba normal.

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