Capítulo 1. El despertar.

Madrid. 1982.

He desmenuzado los recuerdos de mi niñez para al final llegar a una conclusión: Todo lo que sucedió debía ocurrir así.
¿Quién no ha sentido la soledad? Yo puedo aseguraros que al cumplir los diecisiete años me consideraba solo y abandonado en este inmenso mundo sin futuro.
Llevaba un año viviendo en aquel internado, que no era para mí otra cosa que un orfanato; aunque se empeñasen en colocarle otros nombres tratando de desmitificar lo obvio.
Mi madre había muerto unas semanas antes de que fuera conducido a aquel lugar que, por la buena disposición de un tío mío que nada quería saber de mí y para el que era tan solo un estorbo, había hecho todo lo posible para apartarme de su lado.
A mi padre nunca le conocí. Siempre fue un desconocido. Mi madre me contó que murió antes de nacer yo y por extraño que pudiera parecer, no conservaba ni una sola fotografía suya.
Por lo tanto estaba completamente solo y así hubiera seguido de no ser por la caridad de mi tutor en aquel centro donde languidecía, rodeado de extraños a los que no tenía interés por conocer.
Don Julián Manzanares fue la única persona que se interesó por mí y por mis expectativas para el futuro.
—Es usted aún muy joven, Diego —me dijo una mañana de primavera con el vespertino sol entrando a empellones por la ventana de su despacho —. Me gustaría pensar que está usted listo para afrontar la vida de un adulto, pero creo que no es así. No todavía.
Le miré a los ojos, hundidos y ocultos tras unas gafas de gruesos cristales y sospeché que el sermón aún no había llegado al final.
—¿Y bien? —Sostuvo mi mirada —. ¿Qué tiene que decir al respecto?
—Creo que lleva razón, don Julián —dije y supe en ese momento que no esperaba mi contestación.
—Alabo que se haya dado cuenta de ello y aprecio su sinceridad. Muy pocos jóvenes se dan cuenta realmente de sus limitaciones y ninguno está dispuesto a admitirlo... He pensado en algo para usted...
La pausa que hizo a continuación la dedicó a observarme. Lo que vio en mí debió de convencerle para seguir hablando.
—Sé de su afición por la lectura y creo haber encontrado un trabajo en el que se desenvolverá a la perfección. Un amigo mío, un viejo librero, necesita con urgencia un joven que le eche una mano. Es un trabajo cómodo y que le agradará. Además se le pagará un sueldo de aprendiz y tendrá la posibilidad de aprender un oficio.
—Le estoy muy agradecido por tomarse la molestia de preocuparse por mí —le dije.
Él sonrió al comprobar que no obtenía una negativa por mi parte.
—Siempre he sabido que no es usted tal y como sus profesores se empeñan en calificarle...
—¿Qué es lo que dicen de mí? —Pregunté, curioso.
—Dicen que es introvertido, huraño y algo violento en su trato con los demás. Creo que tuvo usted algún altercado con algunos de sus compañeros, ¿no es así?
—Tan solo me defendí —expliqué. Algunos de esos presuntos compañeros míos habían acabado visitando la enfermería después de intentar hacerme la vida más imposible de lo que ya era.
—Comprendo. De todas formas debe aprender a controlarse. En la vida pasará por situaciones que no serán de su agrado y la violencia nunca conduce a nada bueno, puedo asegurárselo... Comenzará a trabajar mañana mismo. Don Anibal, mi amigo, le explicará en que consistirá su trabajo. Podrá seguir viniendo a dormir a este centro o si lo prefiere, buscar algún sitio donde hacerlo si ese es su deseo. Lo que me gustaría es que pasase por aquí de vez en cuando para contarme que tal le van las cosas.
Le dije que le mantendría informado.
Don Julián se levantó de su silla y me estrechó la mano.
—El futuro se abre ante usted, Diego, no desaproveche la ocasión.
Volví a darle las gracias y abandoné el despacho de mi tutor. Una vez a solas, me pregunté si ese futuro que se revelaba ante mí sería mejor de lo que hasta ahora había sido y qué me depararía.

                                                                                             •••

La librería El despertar ocupaba un lugar privilegiado junto a la Plaza Mayor y bajo unos soportales por los que a diario cruzaba muchísima gente. Un cartel en la elegante fachada indicaba la fecha de su fundación en el año mil novecientos treinta y cinco. Una época muy convulsa.
Me fijé en el escaparate decorado con verdadero buen gusto y en las hermosas vidrieras semejantes a las de una catedral y de los cientos de colores que parecían desprender al ser traspasadas por los rayos de sol.
Al entrar en la libreria, una campanilla que había sobre la puerta anunció mi presencia. Al momento apareció un anciano ataviado con un mandil de cuero sobre una deslustrada americana casi tan vieja como él mismo que parecía venir de algún lugar de la trastienda.
—Tu debes ser Diego Vargas —adivinó, para acto seguido acercarse hasta mí —. Soy Anibal Castro, dueño de El despertar.
Me tendió su mano y la estreché con decisión. Había escuchado decir que un apretón de manos decía mucho de uno mismo y mi intención no era la de aparecer ante los ojos de mi futuro patrón como un pusilánime o un blandengue.
—Me envía don Julián —indiqué.
—Me comentó que le interesa mucho la lectura, ¿escribe usted también?
Le dije que efectivamente así era.
—Los libros tienen alma, ¿sabe? Yo estoy convencido de que son ellos los que nos eligen, en vez de ser nosotros los que los escogemos a ellos —don Anibal señaló las estanterías rebosantes de libros —. Sienten curiosidad por saber quienes les leerán y actúan de acuerdo a sus propios intereses... ¿No me creé usted?
Dijo eso al ver la cara de escepticismo que puse. La verdad era que yo nunca había contemplado la posibilidad de que los libros tuvieran alma y mucho menos que decidieran quién podía leerlos, para mi no eran más que cientos de hojas impresas.
—También contienen el alma de sus autores atrapadas entre sus páginas —siguió diciendo don Anibal —. Dígame, ¿nunca ha sentido al escribir que una fuerza misteriosa tiraba de usted?
Confesé que apenas había escrito nada que pudiera salvarse del naufragio de la papelera, pero que intentarlo lo había intentado de veras, aunque nunca hubiera sentido nada parecido a lo que él me comentaba.
—El germen es lo que verdaderamente importa —explicó —. Esa predisposición natural a expresarse a través de las palabras y que es innato entre los escritores es el verdadero milagro de este oficio y ... a veces incluso puede ser de origen hereditario. Lo demás se aprende. La inspiración es un regalo. Es el esfuerzo lo que distingue a unos de otros, a aquellos que triunfan sobre sí mismos sobre los que siempre permanecerán en el anonimato.
Miré a mi alrededor y por un momento pude sentir el peso de todas aquellas almas que había mencionado el librero encerradas en los miles de libros que nos rodeaban.
—Lo ha notado, ¿verdad?
—Sí —le dije al tiempo que sentía un escalofrío.
—Es su forma de darle la bienvenida —dijo el anciano —. No todo el mundo lo siente. Creo que ha encontrado usted su lugar en el mundo...¡Bienvenido a El despertar!

                                                                                               •••

A pesar de la magia de la que me habló mi patrón, de las almas encadenadas a aquellos volúmenes y de la inspiración que volvía casi semidioses a todos aquellos que se inclinaban a tomar un lápiz o un bolígrafo y desgranaban sus pensamientos sobre un papel, la única inspiración que yo sentí en los días posteriores fue la de, bayeta en mano, limpiar el polvo acumulado en los miles de libros que atestaban la libreria. Aquella era mi función principal, aparte de limpiar con agua y papel de periódico las cristaleras, barrer y fregar los suelos y limpiar el pequeño cuarto de baño que teníamos en la trastienda.
Iba a aprender un oficio, pero nada tenía que ver con lo que imaginé.
Los días siguientes fueron más de lo mismo, hasta que una mañana recibí una visita que iba a cambiar mi vida de una forma definitiva.
Recuerdo que era un precioso sábado de mediados del mes de mayo y que el calor, que había llegado para quedarse, traía un dulce olor a flores. La campanilla de la puerta tintineó y yo, con el mocho en una mano y un cubo de agua en la otra, me volví para ver quien era nuestro madrugador cliente.
Me encontré con la mirada de una joven que me observaba divertida.
—Eres Diego, ¿verdad? —Me preguntó.
Yo solo atiné a sonreír como un imbécil, asintiendo a la vez.
—El patrón no está en estos momentos —balbuceé —. Si lo desea puedo atenderle yo...
—No he venido a comprar nada —rió de nuevo —, solo quería ver a mi padre.
—¡Su padre! —Exclamé, confundido. Nadie me había comentado que don Anibal tuviera una hija tan... Tan joven.
—Soy Beatriz —dijo, tendiéndome su mano.
Yo azorado dejé el mocho y el cubo de agua a mis pies y limpié mi mano en el mandil que llevaba puesto antes de sostener la suya como un verdadero patoso.
—Por lo que veo, eres el nuevo esclavo de mi padre —dijo, sin dejar de sonreír.
A mí no me hizo tanta gracia el comentario y Beatriz se dio cuenta de ello.
—¿Escribes? —Me preguntó.
—Sí...
—Es lógico. Mi padre siempre tiene a su cargo a jóvenes promesas como tú. A él le encanta pensar que es algo así como un mecenas o un mentor. No te preocupes, en poco tiempo podrás demostrar lo que vales, eso si aguantas lo suficiente. Algunas veces mi padre puede llegar a ser muy irritante, pero en el fondo es un buenazo.
Me fijé en la joven. Era casi tan alta como yo, de cabello moreno que lucía revuelto como si no prestase mucha atención a su apariencia. Solo sus ojos, de un verde aguado y siempre sonrientes, me parecieron de tal perfección que me era muy difícil mirarlos sin poder evitar desviar la mirada. Debía de tener un año menos que yo y me sorprendió mucho su forma de ser; tan extrovertida que contrastaba conmigo tanto como el día y la noche.
—Debo terminar mis quehaceres antes de que su padre regrese, señorita —le dije mientras volvía a coger el cubo y la fregona.
—No te preocupes por mí —dijo ella —. Esperaré a mi padre en la trastienda. ¡Ah! Y nada de señorita, puedes llamarme Beatriz.

                                                                                            •••

Don Anibal llegó unos minutos después y vi como su hija salía a recibirlo, abrazándolo y besándole en la mejilla.
—¡Beatriz! ¿Te han dejado salir este fin de semana?
—Sí, papá. Te he echado mucho de menos. ¿qué tal estás?
—Bien, bien, como siempre. Tú cada día estás más alta. Dos semanas sin verte y no pareces la misma.
—Debe de ser por mi nuevo corte de pelo —dijo ella sonriendo —. Mis compañeras se empeñaron en ir a la última moda y mira que destrozo...
—Yo te veo bien —dijo su padre.
—Tú siempre me ves bien. Aunque viniera vestida con harapos, para ti estaría bien, papá... ¡Eres un cielo!
El anciano sonrió embobado, luego reparó en mi presencia y su rostro se volvió del color de la grana.
—Este joven es Diego, mi nuevo aprendiz —dijo, señalándome.
—Ya nos hemos conocido —contestó la jovencita —. Me ha dicho que también escribe, aunque no creo que esa fregona le sea muy útil...
Don Anibal carraspeó y levantó un dedo acusador.
—La fregona es una herramienta muy útil, Beatriz. Enseña humildad y aquella persona que desea ser alguien en la vida ha de ser humilde entre otras muchas cosas.
—Pero, ponte en su lugar. Aquí, rodeado de miles de fantásticas historias a cual más emocionante y sin poder acceder a ellas.
—Cada cosa a su tiempo y...
—...Un tiempo para cada cosa —terminó la joven la frase por él —. Recuerdo que también me lo decías a mí.
—Porque es lo que debe ser... Además, la próxima semana pensaba dejarle atender el mostrador, ya sabes, para que se vaya familiarizando con la clientela.
Les miré esperanzado. Aquello era un progreso.
—Tú a lo tuyo —ordenó don Anibal y yo volví a mi tarea, eso sí, sin dejar de prestar atención a la conversación entre padre e hija.
Fue en ese momento cuando volvió a sonar la campanilla de la entrada. Don Anibal me miró por un instante y luego, asintiendo con la cabeza, me dijo:
—Diego, deja la fregona, quítate el mandil y atiende a nuestro cliente. ¿Sabrás hacerlo?
Contesté que sí con el corazón latiendo desenfrenado en mi pecho.
—Gracias, don Anibal —dije y corrí a despojarme del mandil.
Al salir a la tienda encontré a un caballero absorto en la contemplación de un libro que dejó en cuando se dio cuenta de mi presencia.
—Buenos días, caballero —saludé —. ¿En qué puedo ayudarle?
—¿No está don Anibal? —Preguntó el hombre.
—Está ocupado en estos momentos —contesté —. ¿Si puedo serle de ayuda?
—Estoy interesado en encontrar un libro y me gustaría encargárselo a ustedes.
—¿De qué libro se trata, señor? —Dije al tiempo que tomaba la libreta de los pedidos y un cabo de lápiz y levantaba la vista del cuaderno para observar a nuestro cliente.
Rondaría los cuarenta años, alto, muy delgado y de cabello negro peinado hacía atrás con abundante gomina. Vestía una gabardina de color canela que desentonaba con el radiante día que podía verse a través de las esmeriladas vidrieras, pero aún desentonaba más la huidiza mirada que aquel caballero echaba a su alrededor, como si temiera ser visto por alguien.
—El libro en cuestión —dijo sin apartar la vista de la puerta de la calle — es, La memoria indeleble del escritor Rodrigo Peralta.

Me miró como si el título de ese libro tuviera que significar algo para mí, pero no era así. Nunca en mi vida había oído hablar de esa novela, ni tampoco de su autor. Apunté el nombre del libro en la libreta y dije:

—Lo recibiremos la próxima semana, el miércoles o el jueves a más tardar. Si me hace el favor de dejarnos su número de teléfono, ¿señor...?

—No, no hace falta, yo vendré a recogerlo, pasaré el miércoles o el jueves. Por favor, dígale a don Anibal que el libro es para mí, me llamo Jaime Peña. Dígale también que...que es algo muy importante. ¿Lo hará?
—Si espera un minuto puedo avisar a don Anibal, creo que no le importará que le interrumpa —dije, viendo como el nerviosismo de aquel hombre crecía por momentos.
—No, no es necesario, volveré a recoger el libro...Buenos días.
La puerta se cerró tras él y la campanilla no dejó de repicar hasta mucho tiempo después de que el hombre abandonara la libreria haciendo hincapié en el extraño comportamiento de aquel individuo.
Regresé a la trastienda e informé al patrón de lo acontecido.
—Conozco al señor Peña —dijo don Anibal —. ¿Qué libro dices que ha encargado?
La memoria indeleble de...
No me dejó continuar. La expresión de su rostro cambió de forma súbita.
—De Rodrigo Peralta —terminó el anciano por mí —. Sí, sé a qué libro se refiere.
—¿Y qué tiene de particular? —Pregunté desde mí más absoluta ignorancia.
—Nada, no tiene nada de particular —dijo don Anibal —. Tan solo que se trata de un libro maldito.

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