31. El Arte de Dominar al Fuego.

El silencio reinaba en el salón, la mesa era tan larga como para albergar a dos reyes y sus comitivas, pero esa noche Kesare y yo éramos los únicos que cenaríamos ahí.

──Hoy visité el Templo del Arakh, fui a ver los restos de la máster ──contó con profunda angustia.

Como si su tristeza o dolor fueran a cambiar en algo el destino de la fallecida. Me pregunté cómo actuaría si supiera de su asesinato. La máster Athenea era una vieja de más de ochenta años, había sido fácil hacerle creer al pueblo que la causa de su muerte fue natural.

La fórea mayor, Aída, coincidió en que la verdad solo traería disturbios. El único que me hubiera resultado un peligro sería el difunto hijo del barón Kalter Vaetro.

──Herschel me lo dijo ──respondí──, va a ser tu guardia desde ahora. No es bueno que andes sola, no después de lo que pasó con esa mujer.

Justo en ese momento debería estar perdida en el Infierno. Tampoco me había venido mal, la protección que podría brindarle, me aseguraba la fidelidad de Kesare.

──No fue solo esa mujer y lo sabes ──estableció con dureza. Pareció hablar más para ella que para mí──. Dijo lo que toda esa multitud callaba. Me odian, Ciro, me ven como la Vark Morrigan.

──Morrigan fue una heroína, antes de ser una villana ──le recordé──, de igual forma, no te preocupes.

Acaricié el dorso de su mano y Kesare lo mantuvo ahí, me sonrió a través de la incertidumbre.

──¿Estás nervioso?

──¿Por qué lo estaría?

──Porque mañana entierras a tu padre, Ciro ──expuso consternada──. ¿No te duele?

Podía entender su asombro.

Apoyé el codo sobre la mesa, mientras la observaba con detenimiento.

──Le dije que no fuera en esa expedición, no quiso escuchar. ──Para variar──. Pocas veces lamento tanto tener razón.

Ella asintió como si entendiera, pero por sus ojos entornados, debía estar pensando que era poco más que un animal.

Le di un largo trago a mi copa, antes de continuar.

──No me malinterpretes ──repuse entonces──, todo el mundo ama a su padre. Pero él sabía dónde se metía. Nunca me dijo por qué aceptó esa misión, él y el barón de Katreva, Adar, no el bastardo de Heletrar.

Sonreí con la imagen del bastardo de Kaiser vestido con un jubón de hilos dorados y sacando el pescado de las playas. Tampoco había caído mal, estaba donde pertenecía, con los salvajes de Katreva.

──Escuché el anuncio en la Plaza Principal, abriste las casas a las ciudades exteriores. Supongo que con esto esperas que se reactive el mercado en La Cúpula, que empiecen a venir desde… Ciatra.

──Esperemos ──concluí──. Necesito que se sientan parte del Imperio, les costaría más una revuelta si significara dejar atrás ciertos privilegios.

Por años lo habían mantenido así, Escar se había cerrado al resto del imperio; si lograba que Valtra o Ciatra se sintieran parte del privilegio, podría aplacar una revuelta. Después de todo, eso era lo que buscaban, escalar en su posición.

Cuando lo noté, ella tenía su mirada fija en mí.

──¿Qué ocurre, Kesare?

──Nada ──se defendió como si escondiera algo──. Y deja de decirme Kesare, es horrible.

Le sonreí.

──¿Y cómo te digo?

──Kalena ──pronunció el nombre como si fuera un título nobiliario.

──Kalena es un lindo nombre ──definí──. Tiene armonía, como el que usarías para nombrar al epítome de una dama, dulce y delicada, pero pasa imperceptible entre los labios. No tiene fuerza.

Kesare me observó como si estuviera divagando. De igual forma, esbozó una sonrisa entretenida.

──¿Y Kesare?

──Es brusco y suena como una molestia hasta que lo sueltas, pero está bien, tiene fuerza. Es el tipo de nombre al que los enemigos guardan rencor, los que murmuran por años en busca de venganza y evitan decir en voz alta. Un nombre al que temen.

Asintió, como si lo meditara, con la sonrisa de complicidad brillando en su cara.

──Sabes escoger bien tus palabras, Cuervo.

Su voz me golpeó tan rápido que me dejó sin aire, carraspeé, por un parpadeo, sus ojos fueron amarillos.

“Los quiero”.

──Jamás me vuelvas a decir así.

Cuando volvió a mirarme, la sonrisa se diluyó de sus labios, el asombro dio paso rápido al enojo.

──¿Discúlpame?

──Soy el vark del Imperio, el tuyo también, no lo olvides.

La indignación subió en rojo por sus mejillas.

──¿Masacrando y mintiendo? Gran soberano el que tenemos.

Formé un puño, cuando lo noté, lo relajé para volver a servirme más vino.

──Cuida tus palabras, Kesare. Soy lo único que detiene a esa multitud de acabarte.

──Por tu culpa estoy en esto ──arremetió──, porque llegaste creyéndote con el derecho, como si pudieras comprarme.

──Hasta donde recuerdo, así fue.

Un respiro y ya tenía el vino corriendo por mi rostro. Me relamí los labios para después, con lentitud, limpiar el desastre que había hecho sobre mi ropa y el traje.

Cerré los ojos, aspirando con fuerza, harto de esos arrebatos.

Kesare se puso de pie, dispuesta a irse, cuando me planté en su camino, se retorció en mis brazos.

──No me toques, no te quiero cerca. ──Estaba azorada, su mirada era desdén puro hacia mí.

──Kesare, no hagas una escena ──le advertí.

Quería despotricar contra mí, maldecirme en los diez idiomas que la obligaron a aprender en la Casa de Vaestea; lo sabía y lo veía en su mirada.

Pero no lo hizo, porque no estaba permitido por las reglas del templo que todavía parecía tenerla atada.

──Dilo, insúltame, di lo que piensas de mí.

Luchó un poco más, antes de soltar sus palabras.

──Te detesto.

Ahí estaba. Le sonreí. Necesitaba sacar ese fuego que tenía, apartarla de la docilidad y obediencia que le habían inculcado en la Casa de Vaestea.

La arrinconé contra la mesa, cerrando su paso hasta chocar su frente con la mía, mezclando nuestras respiraciones, apoderándome de su espacio.

──Me encanta verte como una fiera, Kesare, hace que escucharte gemir mi nombre sea como una lucha ganada.

La rabia ardió en su mirada, como un fuego que podría encandilar al hombre más sensato.

──Así es como me ves, como tu enemiga.

──Como mi aliada.

──Preferiría ser tu enemiga.

Aun así, respondió con fervor cuando estampé sus labios con los míos, formando un puño con su pelo. Sus manos sujetaron mis hombros, con ansias y apremio, mientras reclamaba su lengua.

Era una buena forma de aplacar su fuego. Apagarlo. Poseerlo. Quería todo. Que me perteneciera en cada parte, que todo lo que tenía para dar fuera solo mío.

Kesare se mostraba insegura en nuestros primeros encuentros, hasta que la desenvolví poco a poco, ella supo desarmarme y aprendimos a guiarnos.

Por eso no tardó en leerme y bajar su mano hasta mi pantalón.

──Acá no ──le avisé antes de buscar su oído──. Tengo un lugar mejor.

Kesare me miró con recelo, pero cuando llegamos pareció entenderlo. La tomé en la Sala del Trono, donde era dueño y señor, sus gemidos invadieron la habitación, como una melodía, anunciando que había ganado otra vez.

Todo lo que estaba ahí me pertenecía.

“Algún día vas a ocupar mi lugar, Ciro, y tendrás que ser un líder justo. La justicia a veces es difícil, es inflexible y es dura, pero debe aplicarse.  ¿Entiendes?”.

Con mi asunción, entre otras cosas, había devuelto a los guerreros a su antiguo nombre: los Derkan.

El ejército había nacido antes que el Imperio y conservaba las viejas costumbres. No había ceremonias de asunción, no más que el reconocimiento de tus compañeros. No más que el saber que eras digno de guiarlos.

Los Derkan veneraban pocas cosas, entre esas la muerte, el sepelio había durado desde la mañana hasta entrada la noche.

El féretro había recorrido el canal de la Cúpula hasta llegar al Templo donde, una vez reducido a cenizas, descansarían sus restos.

Después de pasar todo el día entre la multitud, escuchando gritos, llantos y despedidas hacia el cadáver de mi padre, lo único que quedaba era un leve zumbido dentro de mi cabeza.

La barca ingresó al recinto, dentro del enorme círculo, al final nos esperaban las escalinatas y en la cima se preparaba la hoguera donde quemaban los cadáveres. Encima de eso, un círculo mostraba el cielo nocturno y dejaba salir el humo provocado por la cremación de los muertos.

──Un hombre honorable su padre ──aduló el Karsten──, pocos capitanes sirvieron de forma tan fiel al Imperio. Los valores que mantenía…

──¿Hago los honores? ──interrumpí su discurso.

Con pasmo, el hombre me entregó la antorcha, que luego arrojé sobre el cuerpo inerte del capitán Ashken. El fuego no tardó en expandirse y consumirlo.

Kesare me observó con asombro, había pedido que fuera un ritual íntimo, pero si por mí fuera no lo hubiera hecho en absoluto.

Para la primera luz del amanecer, el humo habría dejado de salir y del capitán Ashkan no quedarían más que cenizas en el Templo.

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top