30. El Honor de un Cuervo.

El cuervo se estampó contra el papel, dejando el sello de mi palabra.

──Alteza ──dudó la mujer.

──Quiero que sea promulgada con el boletín de la mañana ──ordené──. Que se haga pública, en la Plaza Principal. Y que el mensaje llegue a las ciudades exteriores, cuánto antes.

La mujer no parecía segura, de igual manera, acató la orden.

──Puedes retirarte.

Pero alguien la detuvo en la puerta, alcé la vista de la cantidad de papeles y ordenanzas que debía revisar.

──Es Herschel. Tiene visitas, capitán.

Las visitas suelen ser agradables.

Me puse de pie, con la rapidez que a ellos les faltaba, y, al salir de la Sala Sobre el Trono, entendí a qué se debía su incompetencia, en parte.

Larra y Herschel, dos soldados de la Guardia, intimidados por el animal de pelaje blanco que los observaba desde el balcón superior.

──Se prepara para atacar, ya me lo hizo una vez ──gruñó el viejo.

La escalera estaba ahí, justo delante de Nívea, la tigresa permanecía agazapada. La luz del fuego que la iluminaba, resaltaba la fiereza majestuosa del animal.

Parecía un depredador listo para devorar a su presa.

──¿Quién llega sin anunciarse, Herschel? ──inquirí.

──No quiso decir su nombre, su majestad. ──Volvió su atención a mí, lejos de la bestia──. Dijo que lo presentara como el León Negro y que usted lo esperaba. Insistió mucho para verlo, y también dijo que conocía a su padre. ¿Quiere verlo?

──No, pero supongo que tendré que despacharlo yo. ──Como siempre, las cosas salían mejor si las hacía uno mismo, para empezar, no tendría que verle la cara al brujo──. ¿Espera en el Templo?

Apenas pude avanzar, cuando Herschel me cortó el camino, colocando su cuerpo de ropero delante de mí.

──Su alteza. ──Me atajó con impaciencia──. Tenga cuidado. ──Se veía consternado cuando me mostró la herida rosácea que cicatrizaba en su mano──. Esto me lo hizo el otro día y eso que ni siquiera fue un ataque, son animales peligrosos.

──No entiendo cómo se les ocurre tenerlos de mascota. ──Larra se veía igual de perturbada que su compañero, erguida en defensa y con una mano descansando en la empuñadura de su espada──. Como la bestia de ese chico de Puerto Kanver.

Torcí una sonrisa por su ridiculez e incompetencia. Me acerqué al animal, con seguridad y cautela. Los ojos zafiro de la tigresa me midieron con más curiosidad que aversión.

──Son instintivos, huelen su miedo ──expliqué──. Si les muestran debilidad, atacan.

Nívea se lanzó contra mí, cayendo a un lado, con la gracia propia de su especie; para después erguirse como si el trono le perteneciera.

Posé mi mano sobre su cabeza; de soslayo, vi a los soldados palidecer. Sonreí.

──Cuidado, le puede arrancar la mano ──insistió Larra.

Lejos de eso, fue Nívea quién me analizó con detenimiento. Nunca había intentado atacarme, pero cuando todavía tenía poco de su llegada se mantenía cauta y esquiva, siempre en guardia, evitaba andar cerca de mí.

Fue rompiendo la distancia de a poco, probando hasta dónde podía llegar.

Si existía alguna prueba para ganarme su confianza, debía haberla pasado.

Acaricié su hocico y la tigresa olió mi mano antes de usarla para rascar su cabeza, con docilidad.

Y ese bufón extranjero me había prometido que era una bestia feroz, capaz de despedazar al Vark.

──Por el fuego del Arakh ──exclamó Herschel──. Son animales traicioneros. Podría arrancarle la mano.

Lo ignoré, cuando solté a la tigresa, ella siguió su camino escaleras abajo, para el alivio de los soldados. Entonces volví con el viejo.

──¿Vas a seguir dejando pasar a cualquier loco que diga conocer a mi padre, Herschel?

El soldado realizó una mueca que hizo bailar su bigote.

──Él dijo que usted entendería. ¿Quiere que lo eche?

──No, ¿dónde está? ──En realidad quería confirmar lo que ya sabía.

──En el Templo, su alteza.

El Templo quedaba fuera del palacio, al otro lado del jardín de seanes, era un recinto inmenso, de techo abovedado y con una cúpula por dónde iluminaba la luz del sol.

Imponentes columnas grabadas funcionaban como soporte y cuatro fuentes mantenían el leve correr del agua.

Al entrar no lo vi por ninguna parte, pero tampoco me sorprendió.

──Eres astuto, Cuervo. ──Su voz era tan áspera como si hubiera tragado un desierto de arena.

Cuando se acercó a la luz, fue como ver una sombra. Esa impresión daba perdido en su parca negra, hundido en la oscuridad.

──Así que la noticia ya llegó hasta Aessi ──supuse.

──Quizás sí, quizás lo escuché en otro lado. ──Imaginé que si mostrara su rostro lo vería sonreír──. Teníamos un trato, Cuervo.

──¿Vas a dejar el misticismo a un lado? ¿Estás practicando para alguna obra terense?

Entonces sí, descubrió su rostro, para mostrar una sonrisa amarillenta. Su piel era de un bronce viejo, al igual que sus ojos, en diferencia de la espesura del negro vivaz en su cabello.

Tenía los ojos amarillos de un león, cansados y viejos, pero de un león al fin.

──¿Me hablarás tú de montar espectáculos, Cuervo? ¿Qué poder tiene un cuervo para burlarse de un león? ──Las palabras salieron como si fueran acordes en un laúd antiguo.

Enarqué una ceja, antes de formar una línea con los labios.

──Evidentemente más del que piensas. ──Si él iba a divagar, me tocaba a mí ser directo──. ¿Por qué la mataste? Ese no era el acuerdo.

──Querías a la chica y te di a la chica.

──No me ayudaste en nada ──zanjé.

──¿Y me preguntas por qué maté a Athenea? ──Casi pude ver sus colmillos afilados asomarse en una sonrisa.

──Pudiste haber matado a Kesare.

Él caminó hasta la fila de antorchas a su izquierda, iluminando cada una a su paso, se detuvo al pie de una fuente.

──No había un vínculo u lo sabes. Igualmente, Athenea siempre fue capaz de grandes cosas, tienes suerte si le traspasó la mitad de sus conocimientos. Podrías levantar no un Imperio, sino un mundo entero.

──Sospecho que eso no es lo que te interesa. ──Había que guiarlo siempre al asunto de la conversación.

Sacar información coherente entre su perorata, era como buscar oro entre la mierda. Toneladas de palabrería de mierda.

──Claro que no; reyes, emperadores, tiranos, todos los mandatarios sueñan con conquistar el poder del mundo, sin saber que la posibilidad de tejer los hilos está al alcance de la mano. ──Abrió el puño como si pudiera liberar una llama──. Ellos pasan y se van, pero la orden permanece. El orden permanece. Yo sigo eso, lo veo, lo cuido, pero no puedo interferir, el orden de todas las cosas.

Vaya, poder de mierda.

──¿Qué buscas? ──simplifiqué.

──¿Qué puedes darme, Cuervo?

Una muerte rápida y misericordiosa.

──El destino de Morrigan.

──Ah, Morrigan. ──Volvió a divagar──. Tan sabia y tan terca, tan inteligente y tan soñadora. No pudo cambiar el orden de todas las cosas.

──Desde que gracias a ella se revocó la ley de sucesión consanguínea y se abrieron las Casas al pueblo, yo creo que sí. Cambió el orden de varias cosas.

──Te burlas de mí, Cuervo. ──Pero sonrió en contraposición al enojo en sus palabras──. Acá la encontraron, ¿sabías? Ella era consciente de que vendrían a buscarla y decidió esperar su destino acá, en el Templo, rezando.

Era un destino trágico para cualquiera. Había pocas páginas tan oscuras en la historia del Imperio, como las que se reservaban para la Vark Morrigan.

»La séptima hija, del séptimo vark, nunca debió llegar al trono. Brindó su vida al Arakh, en una de todas las luchas a las que se enfrentó Escar, su familia murió en un ataque en tierras extranjeras. Se dice que fueron asesinados por miembros de la Orden Derkan, pero nunca pudo ser comprobado.

»El entonces capitán Carso quería la corona y fueron a buscarla, la sacaron de la Casa de Vaestea para que asumiera su derecho al trono. Una joven sola, sin familia. Gobernar Escar sería tan fácil, como manejar a alguien que había sido entrenada para ser dócil y sumisa.

Cuando sus pasos se cortaron, noté que había permanecido perdido en el relato.

Él pareció notarlo también, como si me hubiera descubierto en algo, sonrió.

──Su ambición fue destruida cuando Morrigan asumió el poder, sin saber que se uniría después a la leyenda de los tres tiranos. No solo no pudieron controlarla, ella los controló, el capitán Carso Beltrán fue condenado por negligencia en la muerte de la familia imperial. Aun si no se pudo comprobar que él hubiera sido el culpable directo.

»“Si conoces a uno, conoces a todos”, solían decir de los Beltrán. Conociendo a dos, puedo decir que Carso hubiera preferido morir condenado por asesinato, antes que por negligencia.

»“La crueldad es a veces necesaria, la incompetencia es inconcebible”. ¿No cree?

──¿Viniste a entretenerme con cuentos y relatos? Porque tengo muchas cosas más importantes.

──Vine por lo que es mío ──dictaminó──. Los quiero.

──Están muertos.

──Eres más inteligente que eso, Cuervo ──se burló──. ¿Sabías que la ven como la Vark Morrigan? Una pequeña llama alimenta el miedo y la revolución. No debiste haberte casado con ella, no hacía ninguna falta. Es una fórea, le debe su vida al Arakh. Eso cambia...

──Sí, ya sé, el orden de todas las cosas. ¿Y desde cuándo sigues al Arakh?

──Conozco al enemigo ──señaló.

──En este momento tienes mucho que perder, ──ilustré──, la gente nunca los perdonó y el manto de Rella cubre la Fortaleza Aciaga, sabes lo que dicen. Justo ahora podría quemar Aessi hasta los cimientos y eso solo provocaría aplausos en la multitud.

──No me importa Aciaga, no soy parte de ningún orden o gobierno. Solo sigo...

──El orden de todas las cosas ──completé.

Sus ojos me apuntaron con la fiereza que solo se le guarda a un enemigo.

──Oscuros, Raguen, seguidores de Morrigan o hijos de Rella, como quieran llamarse. La gente los detesta.
──O les teme. Una cosa desencadenó en la otra.

──Pero aman a sus dioses.

──A los correctos ──me burlé──. No a los hijos.

El viejo tosió, de forma pesada, antes de responder.

──Tu padre me probó, Cuervo, y ahora tienes que velarlo.

──No voy a decir lo que haría con tus restos.

──Los quiero ──siseó, cuando sus manos volvieron a cubrir su capucha fueron garras de uñas negras.

──Y yo quiero levantar un Imperio, ¿tendremos lo que queremos? ──aposté.

──El séptimo destruirá al Imperio ──recitó──, y el séptimo, desde las cenizas, levantará al Imperio.

──Dame tiempo, y los vas a tener. ──Quería dar el asunto por terminado.

──El León Negro no tiene tiempo.

──Lo encontrará.

──El Cuervo tampoco.

Decidí que era mejor cortar la conversación con él. Me alejé, listo para salir de ahí. Podía haber sido un máster muy respetado en tierras extranjeras, pero en lo que a mí concernía no era más que un viejo desquiciado.

Mi padre había sido un imbécil al perdonarle la vida. No dejaba de repetir el mismo discurso desde entonces.

──Se irá y volverá, pero solo una vez, y cuando vuelva, no te pertenecerá nunca más.

Estaba harto de toda su palabrería, para mi suerte, cuando volteé a verlo, ya no estaba.

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