20. Atrapados.
LA CÚPULA,
CAPITAL DE ESCAR.
Ese día por la tarde, comenzó la fiesta de Equinoccio. La nobleza asistiría al Palacio Rojo, e incluso se permitiría la entrada a un grupo de plebeyos para recorrer el laberinto. Todos irían con máscaras en honor a los antiguos ancestros: tigre, león, lobo y cisnes, todo animal que alguna familia haya elegido para representarlos. Todas las máscaras que usaban los ciudadanos de Escar y cualquiera de los miembros de la nobleza y los Derkan.
Recordé la primera vez que participé, cuando tenía apenas seis años y Alister todavía vivía conmigo en la Casa de Vaestea. Él todavía no se había largado al campo de entrenamiento, pasábamos los días compartiendo con los otros huérfanos.
No había lugar para nosotros en el Imperio. Al crecer, los demás fueron llevados uno a uno, al ejército, como pupilo para crecer como escudero o mozo de cuadras, para estudiar como aprendiz de algún herrero o costurera.
A los once decidí que quería ser fórea y para los quince comencé a trabajar con la Máster Athenea.
Observé a las familias entrando, desde la torre del Viento tenía una vista perfecta de ellos mientras lo hacían.
Intenté rebuscar en mi mente para dar con el trozo de algo, algún recuerdo, alguna memoria. ¿Mi madre tenía mi pelo ondulado o el cabello lacio de Alister? ¿Había sacado mi altura de ella o había sido de mi padre?
A través del vidrio, las risas y la algarabía de la multitud llegaban de manera embotellada.
Debía haber cerca de cinco mil personas en el Laberinto de las Bestias.
──¿Té para la señorita?
──Señora, y no quiere nada. Vete. ──No respondí yo, sino Madame Eleyne.
Desde que había llegado a palacio, ella era la única a quien había visto más de tres veces, sin incluir a Ciro, él había hecho un gran trabajo en asegurarse en que no pudiera crear un vínculo con ningún empleado del castillo. Ninguna doncella duraba más de una semana.
Killian Vaetro no me había vuelto a dirigir la palabra y, por su parte, su padre seguía mirándome como si fuera alguna plaga que debiera exterminarse. Su hija lo acompañaba en ese momento, pero, pese a que intenté divisarlo en la multitud, no vi rastros de Killian.
Otras caras que no había podido aprender rondaban en la sala. Eran los señores y señoras de las castas. La madame se había asegurado de que la consorte del capitán supiera el nombre de cada invitado, sin embargo, ni bien el nombre salía de mis labios, lo hacía también de mi mente.
El escuchar sus vacíos cuchicheos tampoco me alentaba a tenerlos presentes como personas dignas de recordar.
──Ella es la señora Rentra, tenía la ilusión de casar a su hija con el Capitán de la Guardia y por eso te odia ──comentó de forma simple──, pero también odia a cualquiera fuera de su casta, no te sientas importante por eso.
──¿De qué casta proviene? ──indagué, antes de que llegara a nosotros.
──Es Renata Rentra, de la Casta de Guefen.
Una vez se acercó, repetí el título y la recibí con una sonrisa cordial. La mujer me contempló con detenimiento, alzando levemente su mentón y con clara soberbia.
──Encantadora joven, el capitán es afortunado de tenerte ──me aduló con una falsedad insultante.
──Estoy igual de contenta de tenerlo a él.
La mujer torció una blanca sonrisa, que contrastaba con su pelo negro.
──Estoy segura de que sí, no todos los días se pasa de ser una fórea a consorte del segundo hombre más importante en el Imperio. ──Sonrió como quién hace una broma inocente.
──Tiene razón, algunos tenemos la suerte de ser bendecidos por la Madre ──mentí──, y otros pasan toda la vida tratando de trepar sin obtener nada.
En ese momento, uno de los soldados irrumpió en el Gran Salón, sus pasos fueron lo único que resonó en la estancia, hasta que llegó junto a la madame. Le susurró algo en tono confidencial y la música de los violines aceleró de forma ensordecedora, obligando a todos a retomar sus conversaciones.
La señora se despidió con una línea tensa en los labios y una leve reverencia, tan rígida como las columnas de mármol en la habitación.
──No deberías haber caído en su juego ──soltó la madame, pero no se escuchaba molesta por mi imprudencia──, sé discreta, pero parece que las tropas de los Val Lasserre ya están en las puertas de la muralla. No pongas esa cara, toma algo de aire, debes permanecer en tu pose de dama ejemplar.
──Si entran, será una masacre.
El laberinto se encontraba lleno de familias, de inocentes.
──Tenemos que hacer algo ──mascullé con verborragia──, hay que dar aviso al capitán, que convoque a la Guardia Roja. Que suspenda la cumbre en este momento.
──Cállate. No digas estupideces, querida ──me regañó, para después detener a un joven que pasaba junto a nosotras──, dile a Herschel que abra el laberinto, es hora.
No sabía si lo apretado del corsé me impedía respirar, si eran los nervios o quizás ambos, pero de repente, todo el entorno se volvió borroso y luces negras bailaron en mi visión.
Divisé las caras de asombro antes de sentirme muy ligera, la gente se movió de costado y mi cabeza chocó contra el frío suelo de cerámica.
Volteé para quedar de cara al techo abovedado, todo giraba delante de mis ojos. Hice un intento de levantar la cabeza, pero las últimas fuerzas abandonaron mi cuerpo y caí en la inconsciencia.
Estaba otra vez ahí, en el Bosque de Espinas, la atmósfera era lúgubre y melancólica, el sentimiento que me embargaba estaba más cerca de la tristeza que del terror. Esa misma opresión desoladora invadía mi pecho, pero esa vez ya no había pánico ni desesperación.
A cada paso, el barro se metía más entre los dedos de mis pies y manchaba los volados del vestido blanco, dejando la tela pesada.
Alcé la falda con una mano, mientras con la otra avanzaba entre la maleza. Seguí el sonido de un sollozo y me encontré con un joven soldado, llorando en medio del barro.
Avancé con precaución, con sumo cuidado, estiré mi mano para alcanzarlo, pero entonces el llanto se detuvo y el cuerpo dejó de dar espasmos. La espalda se contrajo en un ángulo antinatural y retrocedí, justo a tiempo para que la bestia no me alcanzara.
Aun así tropecé y caí por el susto, quedando frente a ese par de ojos rojos.
“Ya se acercan. Ya vienen”.
La voz retumbando con fuerza dentro de mi cabeza.
──¿Vienen?
“Por él”.
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