Capítulo 4

El Conde de Rockingham volvió a su antigua morada en Londres, con el mismo propósito que unos días atrás. Esta vez, esperaba no tener que esforzarse mucho para recibir lo que precisaba de sus hijos. Luego del artículo que había mandado a publicar en el diario, solo faltaba que, en una segunda parte, se dijera de forma explícita la identidad de ese Baco que había pintado Percy. Para sorpresa del conde, fue Louise, su esposa, quien lo recibió en el salón de la residencia, con una expresión de pocos amigos. Debía reconocer que ella no había envejecido mal, o más bien, aparentaba menos edad de la que realmente tenía, a pesar de vestir un traje oscuro. Hacía algunos años que no se veían; si mal no recordaba, el último encuentro había sido en la boda de Valerie, en la que se vieron forzados a aparentar una cordialidad y una empatía que se había perdido mucho tiempo atrás. A pesar de ello, seguía siendo su esposa, la Condesa de Rockingham, la dama que unas décadas antes le había hecho perder el juicio.

La había amado, no podía negarlo, pero también había conquistado a muchas y no tenía la paciencia de otros esposos para guardar la forma; cuando se cansó de su matrimonio, se retiró de su hogar con su última amante. Después de aquella, le siguieron dos más. La actual, era una mujer más joven, pero con el refinamiento en los pies. En cambio, su esposa, siempre había sido una mujer muy distinguida. Le había dado tres hijos, aunque el más pequeño había resultado ser una completa decepción para él.

Louise guardó cierta distancia y lo mandó a sentar. Se hallaban en el salón donde ella solía recibir a sus visitas, un lugar que tenía su impronta en cada rincón. El conde se distrajo observando el mobiliario y las obras de arte; algunas las recordaba, pero otras parecían ser de reciente adquisición. Debía reconocer que James era un joven inteligente. Después de graduarse como ingeniero en París, se había destacado en uno de los astilleros de Clydebank y ganado buen dinero, lo que le permitió comprar acciones. La inversión inicial había sido un préstamo de Franz, su cuñado austriaco, quien tenía una buena fortuna. Luego esa inversión se fue multiplicando, y permitió que la familia Wentworth recuperara parte del esplendor del que gozaba en generaciones anteriores. Para su pesar, el conde ya no disfrutaba de su familia ni de la ventura que les había sonreído. Necesitaba dinero con desesperación para mantener su nivel de vida y los lujos que conllevaba un título como el que ostentaba.

Louise lo miró a los ojos. Lo encontró más viejo, más descuidado en su vestir, pero no dijo nada. Ya no era su responsabilidad. Aunque le indignaba que estuviera frente a ella, sabía muy bien por qué había acudido, y así se lo hizo saber.

—No me sorprende su visita. —Le trataba con formalidad—. Aunque me recrimino a mí misma por haber pensado que conservaría un mínimo de dignidad que le impediría volver a esta casa, después de lo que fue capaz de hacer con Tommy.

El conde sonrió. Le agradaba bastante el carácter de su esposa.

—No he hecho nada contra Thomas —aseguró—, apenas una advertencia. No pienso negar el crédito que me merezco por ese artículo en The Post, pero reconozco que fue menos osado de lo que pudo haber sido. Si hubiese querido destruir a mi familia, hubiese dicho lo que sé de manera clara, sin valerme de artilugios como una ridícula pintura. El apellido Wentworth no aparece por ninguna parte, pero podría llegar a figurar…

—¿Serías capaz de hacer algo así? —Louise dejó de lado la formalidad—. Es tu hijo y asegura que eso que alegas contra él es una patraña.

—Sabes muy bien, quizás mejor que yo, que no es una patraña. Tengo además una carta en mi poder que prueba lo que digo —le contestó al fin, con más tristeza que sensación de triunfo—, una carta que no pretendo utilizar en mi beneficio, a menos que mis hijos me sigan teniendo en tan poca consideración.

Louise estaba azorada con lo que escuchaba.

—¿Una carta? —preguntó aturdida—. ¿Una carta que prueba qué, exactamente?

El conde sacó el pliego de papel de su chaqueta, pero lo retuvo en su mano.

—Hace unos meses atrás visité Londres y me reuní con unos amigos en el Albermale Club que, según tengo entendido, es el que frecuentaba Tommy. Pues bien, yo no sabía que mi hijo se encontraba allí, puesto que me hallaba en un salón aislado con algunos caballeros, fumando y tomando unas copas y no lo vi hasta mucho después.
Louise reprimió la expresión de disgusto al comprobar que su esposo continuaba con los mismos vicios. Era muy probable que después hubiesen ido a buscar la compañía de alguna fémina.

—¿Y qué tiene ese asunto de particular? —inquirió exasperada—. En realidad, Tommy no suele frecuentar el club, es un joven bastante introvertido y ha asistido en pocas ocasiones.

El conde asintió.

—Mi nombre, al contrario, era más conocido, a pesar de que en los últimos tiempos me he privado de salir de mi hogar, por las dificultades financieras que presento y que no son un secreto para ustedes. En fin, volviendo al asunto, esa tarde me hallaba con mis amigos, cuando uno de los empleados se acercó a mí para darme una carta. Según había dicho, otro miembro del club la había dejado para mí. Estaba algo embriagado, pero leí el remitente y, puesto que no lo conocía, guardé la carta en mi chaqueta sin abrir. Un tiempo después, al marcharme, me topé con Tommy a la salida, nos saludamos brevemente pues él jamás ha tenido una relación cordial conmigo.

—¡Qué esperabas! —le interrumpió su esposa—. Es el más pequeño, y el que convivió menos tiempo contigo. Es entendible que para él seas poco más que un conocido.

—Me juzgas con dureza —replicó—, pero admito que, hasta cierto punto, me lo merezco. —Hizo una pausa para volver a tomar el hilo de la conversación—. Al subir al coche, de regreso a mi residencia, recordé el asunto de la maldita carta. La saqué de mi bolsillo y al mirar el sobre, comprobé que estaba dirigido con letras grandes al señor Thomas Wentworth, a secas. Me extrañó un poco que no mencionaran mi título, pero no me importó demasiado. Rompí el sobre y me dediqué a leer lo que estaba escrito. Reconozco que no era una carta larga —en su rostro se evidenciaba el desprecio que el recuerdo de su contenido le provocaba—, pero las palabras eran insultantes para un caballero. —Su esposa estaba atónita—. En ella se me citaba a un encuentro, se hablaba de la pintura que conoces y de cuestiones que me eran ajenas por completo, hasta que caí en cuenta que la misiva no iba dirigida a mí. Entonces lo comprendí todo: el empleado se equivocó de persona porque el sobre decía Thomas Wentworth, que es mi nombre, pero también el de nuestro hijo más pequeño, que también se hallaba en el club. En cuanto al remitente, no voy a decir en voz alta de quién se trataba, pero imagino que no haga falta que lo haga, tu sagacidad te hará comprender la identidad de la persona.

Louise estaba más que sorprendida con lo que había escuchado, intentó tomar el sobre, pero el conde no se lo permitió.

—¿Acaso crees que puedo romperlo y desaparecer tus pruebas? —le espetó.

El conde la miró en silencio, aún sin recuperarse de la impresión que le causaban esos recuerdos de lo leído.

—No es eso —le contestó—, pretendo ahorrarte el profundo desagrado que sentí al leerla y el que experimento cada vez que rememoro lo que está plasmado en ella. Te pido confíes en cuanto he dicho, por más difícil que pueda parecerte. Esta misiva es la prueba de que mis pasadas suposiciones sobre Tommy eran ciertas, por más que me duela admitirlo.

Louise quedó en silencio por unos segundos.

—¿Te duele admitirlo? —le preguntó rabiosa—. ¡No lo parece! Te vales de este asunto para venir en busca de dinero.

El conde se encogió de hombros.

—Estoy quebrado y lo necesito, no creas que lo hago por placer.

Louise desapareció del salón y lo dejó solo, para acudir a su habitación para buscar el dinero que tenía a mano. Luego volvió y se lo entregó de una vez, con el estómago revuelto.

—Aquí tienes. Por esto has venido y ya lo has conseguido, así que puedes marcharte de inmediato.

Su esposo hizo una pequeña reverencia, tomó el dinero y se marchó sin añadir nada más. A pesar de haber obtenido lo que precisaba, la victoria le sabía amarga.

El remordimiento por su chantaje no duró en cambio, demasiado. Una vez que subió a su coche mandó al cochero a dirigirse a la casa de Mayfair, donde vivía el señor Percy. ¡Esta vez sí tendría que recibirle! Sin embargo, estaba de mala suerte: Percy no se hallaba en casa. Una vez más, rehusó dejar su tarjeta. Volvería otro día, pues no estaba de humor para aguardar horas, como la ocasión anterior. Pensaba emplear en algunos gustos, parte del dinero que le habían entregado.

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En efecto, Percy había salido de su casa en la tarde, con el objetivo de visitar a su prometida. Después de lo que había sucedido, no era conveniente desatender a Georgie, ya que Edward estaría más pendiente que nunca de cada uno de sus movimientos. De cualquier manera, a Georgie la visitaba porque la quería. Se había enamorado de su pureza, de su buen corazón, de su hermoso rostro que había pintado en el lienzo, pero también de la manera en la que lo miraba. Ninguna mujer lo había mirado antes de aquella forma, por lo que no demoró más en tomar la decisión que había meditado muy bien: pedirle matrimonio. ¿No deseaba él tener una esposa e hijos? Georgie cumplía con creces, el ideal que se había planteado muchas veces.

No le resultaba fácil a Percy, burlar la estricta vigilancia de la tía Julie que, en lo relativo a Georgiana, se comportaba muy protectora. La joven permanecía unos días con su tía, antes de marcharse para Essex, mientras que Lord Hay se hallaba en su casa de Westminster con su esposa. La tarde era calurosa, así que luego de compartir en el salón con la tía Julie, los jóvenes pidieron permiso para salir al jardín. La tía permaneció en el salón, con su bordado sobre las piernas, pero sin perder de vista a la pareja.

Muy pronto, para su fortuna, Percy logró salir del ángulo de visión de la tía Julie, y se sentó con Georgie en un banco, rodeado de flores. El pintor no supo distinguir si el rubor manifiesto en los pómulos de su prometida se debía al calor del verano o a la cercanía de su amado.

Tomó entre las suyas una de las manos de Georgie. Sentía un inmenso temor de perderla a causa de por los comentarios malintencionados, pero él no iba a permitir que le apartaran de ella.

—¿Sabes que estás muy hermosa así? Si tuviera a mano mi cuaderno y mis lápices, no desaprovecharía la oportunidad de hacer un boceto tuyo en este hermoso vergel.

Brandon la miraba con intensidad, y Georgie le sostuvo la mirada. Por un momento, pensó que le daría un beso, pero su terrier interrumpió la escena al halar su vestido, buscando la atención de su dueña. Georgie se inclinó y le acarició la cabeza a Snow.

—Dentro de pocos días partiremos para Essex —le comentó Georgie después—. La duquesa nos espera en su hogar, pues tiene unos inmensos deseos de ver a Anne. También se acerca la subasta y me preguntaba si podríamos vernos en esa oportunidad.

Georgie se alegraba de volver a Essex, le agradaba el museo, así como el colegio. En ocasiones le habían permitido impartir alguna clase de música, y había descubierto que le encantaba enseñar a los niños. Anne se lo había sugerido, pues ella también sentía pasión por aquella ocupación, y pronto Georgie aceptó su ofrecimiento, sintiéndose cautivada por el encanto de los pequeños de Clifford Manor.

—Lo siento —dijo Brandon interrumpiendo sus pensamientos—, tengo un par de compromisos que me impiden asistir a Essex y tampoco tiene mucho sentido que participe en una subasta de mis propios cuadros.

Georgie escondió su decepción al escucharle decir esto. Quiso replicar, aduciendo que luego de la subasta habría un baile, pero se mordió el labio y se quedó callada. Brandon comprendió su desilusión.

—Lo lamento, Georgie. —Volvió a tomarle las manos—. Me hubiese gustado mucho verte, pero me temo que las subastas me ponen de mal humor. Es difícil explicarlo, pues sería absurdo pretender conservar toda mi obra, pero la verdad es que yo pinto por la satisfacción tan grande que me brinda el don de la creación. Luego, cuando una de esas piezas es vendida, me invade cierta nostalgia por lo que ha dejado de pertenecerme. Una subasta es, por consiguiente, el peor lugar en el que puedo estar, viendo como desconocidos pujan por mis obras. La duquesa se negó a que yo le pagara por algunas de mis pinturas para conservarlas, aludiendo que ello perjudicaría la subasta en sí. Le ofrecí buen dinero, pero no se vio tentada a aceptarlo.

Georgie se quedó pensativa. Brandon demostraba una sensibilidad extraordinaria por sus pinturas, y esas emociones le habían ganado su corazón.

—Mi hermano me ha prometido darme el dinero suficiente para pujar por la obra que más me guste —le confesó—. Si hubiese alguna en particular que deseases conservar, yo bien podría pujar por ella.

Brandon sonrió ante la dulzura de su prometida. Cierto que él acostumbraba a utilizar testaferros que adquirían las obras que él deseaba, sin llamar de esta forma la atención. Georgie sería entonces la más hermosa de sus aliadas.

—Te lo agradezco —respondió besándole sus manos—, pero prefiero que seas tú quien elijas la obra que prefieras. Poseyéndola tú, es como si continuase perteneciéndome.

Georgie volvió a reflexionar, recordando las obras de Percy que se hallaban en el museo de la duquesa.

—Esta mañana he leído la magnífica entrevista de The Post —le expresó—. He disfrutado cada parte, incluyendo la exhaustiva descripción de Pasaje de Baco, una de las pinturas que más llamó mi atención de la exposición. De tener la posibilidad, me gustaría pujar por ella.

Percy se sorprendió mucho al escuchar las intenciones de su amada, pero no se sentía con la moral de inducirla o disuadirla de hacer tal cosa. ¿Qué pensaría Edward si se enterase que él la había alentado a adquirirla? La jovencita estaba ajena a lo sucedido en la nota anterior del diario, por lo que no sería adecuado que él le explicase las razones por las cuales no debía adquirir esa obra en específico.

—Eres libre de escoger la que prefieras —le contestó.

Él sabía que era casi imposible que Georgie la adquiriera, pues ya se habían tomado todas las providencias al respecto.

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James se hallaba recostado en el diván, junto a su hermana, mientras su madre les narraba la visita de su padre. Ella estaba preparada para darle el dinero, pero no para que el conde tuviera un elemento de tanto peso para chantajearles. James estaba indignado, pero más que eso, se sentía triste al comprender que Tommy les había mentido, negando una historia que parecía ser cierta. Por más que le fuese difícil aceptarlo, entendía las razones que lo habían llevado a guardarse para sí la verdad. ¿Cómo decirle a su madre lo que en realidad sucedía?

—No creo que nuestro padre haya mentido acerca de esa carta —consideró Valerie—. Es indudable que se aprovecha de la situación, pero no tendría por qué mentir sobre una cuestión tan delicada como esta. A fin de cuentas, Tommy también es su hijo.

Louise, como madre, se mantenía callada. Sabía que su esposo era un bribón, pero no lo tenía como un mentiroso. ¿Cómo negar lo que decía si ella, como madre, era consciente de la conducta de su hijo?

—Pretendo poner a Tommy al tanto de esto —afirmó—. No quisiera que se preocupase con este asunto, pero ya no me quedan dudas de que debemos partir hacia Viena por un tiempo y este nuevo hecho, por su gravedad, terminará por decidirlo.

—Yo debo permanecer en Inglaterra por mis negocios y el barco, mamá, pero haré las coordinaciones pertinentes para el viaje de ustedes.

—Debe ser lo antes posible —recomendó Valerie—. He recibido carta de Franz esta mañana y me comenta que piensan nombrarlo attaché militar en Ámsterdam, en representación del Imperio. Es un puesto muy codiciado, por lo que dentro de un tiempo deberemos mudarnos. Hasta que no se oficialice el nombramiento, Franz me necesita.

Su madre y James la felicitaron.

—Siendo así —repuso Louise—, no sé si sería adecuado imponer nuestra presencia en un momento crucial para ustedes.

—¡Tonterías! —exclamó Valerie—. El asunto no es tan inminente, pero sí es importante que apoye a mi marido antes de la designación. En cuanto a la mudanza, sería encantador que también nos acompañen por unas semanas en Ámsterdam, es una ciudad preciosa.

—Al menos los tendremos más cerca —comentó James—, espero que tus viajes a Inglaterra tengan una mayor periodicidad.

—No puedo prometerlo —dijo su hermana sonriendo—, pero haré un esfuerzo. Ya conocen que no soy amante de Londres, pero trataré de venir a visitarlos con mayor frecuencia.

Louise se despidió de sus hijos y anunció que iría a ver a Tommy a su estudio de pintura, para hablar del viaje. No se conformaría con una negativa, así tuviese que obligarlo, Tommy iría a Viena con ellos.

Valerie se quedó en silencio, mirando a su hermano que se hallaba un tanto abstraído.

—¿En qué estás pensado? —le preguntó—. ¿Qué harás en nuestra ausencia, además de dedicarte al trabajo?

—¿Has visto la entrevista del señor Percy en The Morning Post? En ella hace alusión expresa a Pasaje de Baco. No hay duda de que fue muy habilidoso al desmentir, de manera indirecta, lo que mi padre quiso insinuar la ocasión anterior. A pesar de ello, la cuestión de la pintura aún está presente, por lo que he pensado en ir a esa subasta para adquirirla.

—¿Hablas en serio? —Valerie no salía de su sorpresa.

—Es lo más adecuado, para nuestra tranquilidad.

—Quizás el señor Percy se haya encargado ya de sacarla de la subasta —opinó Valerie.

—Puede que busque la manera de apropiarse de ella, pero dudo que luego del artículo de The Post, se señale al retirar una pieza como esa, no sería inteligente; mucho menos adquirirla él mismo. Una actitud de esa clase haría pensar que lo insinuado en el diario es veraz. Además, el artículo de hoy volvía a afirmar que Pasaje de Baco sería subastada.

—Creo que tienes razón —concordó la dama.

—Ya lo he decidido, iré a la subasta. No es algo que haga por placer, hermana, pero no me queda otra opción. En tus manos recae la responsabilidad de llevar a Tommy lejos de Inglaterra, así estará fuera de cualquier polémica y nuestro padre no tendrá ocasión de pedir más dinero.

—Te olvidas de la carta… —le recordó.

—No lo he olvidado, sin embargo, me parece que será más difícil de adquirir. Tal vez con una suma bastante alta, nuestro padre acceda a entregarla, pero aún no estoy seguro de proceder en esa dirección.

Unos días después, Louise partía con sus hijos rumbo a Viena, dejando atrás a su hijo mayor, a quien también estaba muy apegada. No deseaba alejarse de su hogar, pero reconocía que era la mejor decisión que podían tomar. No le fue muy difícil convencer a Tommy; para su sorpresa, el joven había leído el artículo de The Post y había quedado horrorizado. Su madre le confesó entonces que la mano de su padre estaba detrás de ello y le habló de la carta, por lo que era conveniente que se marcharan por un tiempo. Insistió también en que Valerie la necesitaba para preparar su viaje a Ámsterdam, remarcando que ese viaje podía ser muy agradable para ellos.

El Conde de Rockingham no se esperaba que su esposa desapareciese con sus hijos. Lo supo de los labios del propio James, cuando una tarde se negó a entregarle más dinero. Sabía que su padre no se atrevería a utilizar la carta, mucho menos en ausencia de Tommy. Es por ello que se mostró más firme de lo que el conde esperaba. Si su madre había consentido en darle dinero, él no iba a permitirle que continuase con el chantaje.

—En cambio —le dijo James en su mismo despacho —, si se dispusiera a entregarme la misiva, pudiésemos acordar un buen precio por ella. De lo contrario, no voy a permitir que me extorsione cada vez que le convenga. Esto es lo único que pienso ofrecerle.

El conde lo pensó por breves segundos, pero su desesperación no era tan grande y rechazó, por el momento, la propuesta de su hijo. Al salir de allí, volvió a casa del señor Percy quien, con tan buena suerte, lo recibió. ¿Por qué contentarse con la suma de dinero que iba a ofrecerle James, si antes podía sacarle un buen dinero al señor Percy? En esta ocasión estaba seguro de que el caballero accedería, y así fue.

Los términos en que se desarrolló la entrevista con el Conde de Rockingham le hicieron a Percy tomar una resolución. Un par de días después, no dudó en tomar su coche para ir al encuentro de Georgie. Una vez que llegó a Essex, halló a la familia reunida en el Salón Azul, el preferido de la duquesa de Portland y dueña de la casa. La anciana se hallaba presente, era una dama alta y muy distinguida, bastante entrada en años, pero tan ágil y brillante que nadie osaría decir que no estaba en plena madurez intelectual y física. A su lado se encontraba su hija Beth van Lehmann y su esposo. La pareja iba a permanecer con la duquesa todo el verano antes de regresar a su casa en Ámsterdam. También se hallaba Anne, la nieta de lady Lucille, reposando en un diván. En su figura ya resultaba más evidente el embarazo que habían anunciado unas semanas atrás. Edward sostenía la mano de su esposa y Georgie se hallaba al lado de su hermano.

Al verle aparecer inesperadamente en el salón, escoltado por el señor Graham, noble escocés al servicio de la duquesa, se pusieron de inmediato de pie. Fue lady Lucille la primera que llegó a su encuentro y le tendió las manos. Desde que se habían conocido el año anterior, la anciana le dispensaba un cariño especial.

—¡Que sorpresa tan grata! —exclamó—. Me satisface mucho de que haya venido a hacernos la visita. Me preguntaba si contaríamos con su presencia para la subasta, pero me han asegurado que no podrá asistir.

—Me alegra mucho verle, excelencia, para mí también es muy agradable saludarle otra vez, así como a su familia. En cuanto a la subasta, es cierto que me será imposible estar, pero ya debe suponer que no me resulta del todo agradable perder mis obras.

La duquesa se rio.

—Espero no haya venido a convencerme de no subastar sus cuadros…

La idea era tentadora, pero él negó con la cabeza.

—He venido por otro motivo… —dijo con voz queda.

—Y el motivo está aquí mismo —contestó lady Lucille con una sonrisa, abriéndole paso a Georgiana—, por lo que le dejo en su compañía.

El resto de la familia se acercó a Percy para saludarlo con afecto, pero después se retiraron para dejarlos a solas. Únicamente lord Hay y su hermana permanecieron junto al visitante.

—No sabía que vendrías —le comentó Edward—, pero eres bienvenido. ¿Pretendes quedarte? —le interrogó—. Puedo pedirle a Anne que se encargue de disponer una habitación para ti.

El aludido respondió que no era necesario, pero agradeció la cortesía. Al menos la relación con Edward volvía a un punto de normalidad.

—He venido por otra razón —confesó mirando a los dos hermanos—. He recibido una carta de mi tío materno que vive en Nueva York, el único pariente vivo que me queda. Me ha dicho que se halla indispuesto y sé que su salud es precaria, por lo que me ha pedido que vaya a verle sin demora. Tomando en consideración esto, le he respondido diciéndole que iría. Pretendo viajar en unos pocos días, de modo que he venido a despedirme…

El rostro de Georgie evidenciaba una tristeza muy honda y una gran extrañeza. ¡Brandon iría hasta América y aquello le parecía demasiado lejos! Fue Edward el primero en recuperarse de la notica que le estaban dando.

—Entiendo ese compromiso —se limitó a decir—, es importante que cumplas con la familia. Ha sido una deferencia que hayas venido hasta aquí a decírnoslo.

—En modo alguno podría marcharme sin despedirme de Georgie… —añadió Percy, con cierta tristeza también, que era sincera—, pero antes, me gustaría dejar fijada la fecha de nuestra boda para mi regreso, si les parece bien.

Georgie asintió; incapaz de pronunciar palabra, se quedó observando a su hermano.

—¿Cuánto tiempo planeas estar en el continente? —le preguntó este.

—Unas ocho semanas quizás. ¿Es tiempo suficiente para hacer los preparativos? Dejaré al señor Wallace, mi hombre de confianza, pendiente de correr con los gastos que sean necesarios.

—No es un problema de gastos —se apresuró a decir Edward—, siempre imaginé que tendrían un compromiso más largo y me hubiese gustado hablar de este asunto en privado y no frente a Georgiana.

Ella se molestó al escuchar a Edward hablar de esa manera.

—¿Por qué dices eso? —Se mostró ofendida—. ¡Yo merezco dar mi parecer! Y por supuesto que estoy de acuerdo…

—Lo siento —se disculpó Percy—, Edward tiene razón. Lo que sucede es que este viaje me ha imposibilitado de hablar del asunto con el detenimiento que merece, pero luego de esta separación, no desearía continuar alargando el compromiso.

—En ese caso —contestó lord Hay con la mayor naturalidad posible—, como Georgiana está de acuerdo, no pondré ninguna objeción.

Ella sonreía.

—Brandon, te deseo un feliz viaje —continuó Edward, dándole un pequeño abrazo—. Los dejaré a solas para que puedas despedirte de Georgiana. Hasta pronto.

Percy agradeció que la conversación se hubiese desarrollado de tan buena manera, y le dio el brazo a Georgie hasta que salieron al jardín de la duquesa.

—Te echaré mucho de menos —le aseguró a su prometido, con la voz temblorosa.

—Te escribiré con frecuencia —le prometió él—. Espero que el tiempo pase deprisa y pronto podamos estar juntos, próximos a casarnos, como es nuestro deseo.

—Así será.

Brandon se inclinó sobre Georgiana y le dio un breve beso en los labios, más breve de lo que ella hubiese deseado. Después de ese contacto, se despidieron, y la joven se quedó inmóvil observando el coche que desaparecía en el horizonte.

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