Capítulo 20
Georgie permanecía sin palabras mientras observaba al Imperator fondeado en el Prince´s Dock. La impresión de ver aquella enorme embarcación de acero, de casco oscuro y tres gigantescas chimeneas, le había privado del habla. A su lado, sus hermanos, la duquesa y van Lehmann hacían comentarios y reían por el entusiasmo que experimentaban; pero ella, en cambio, se enfrentaba a sentimientos más sobrecogedores que no podía verter con una simple sonrisa o un comentario banal. Centenares de personas estaban congregadas en el muelle: algunos partían, otros daban el último adiós a los que lo hacían y un tercer grupo era el de los curiosos, que se habían dado cita para ver zarpar al colosal buque en su viaje inaugural.
Cerca de Prince´s Dock estaba el ferrocarril de Riverside, por el cual algunos pasajeros llegaban directamente hasta el muelle, a tiempo para embarcarse. Las personas que ya habían subido abordo, se acercaban a la barandilla para despedirse; las jóvenes con sus pañuelos, los niños sobre los barrotes de hierro de la baranda para ganar altura, y algunos caballeros también saludaban con sus sombreros en la mano, llenos de alegría.
Cualquiera que hubiese visto a Georgiana Hay ese día, hubiese supuesto que no estaba feliz por marcharse. En cambio, su hermana Prudence comprendía que realmente estaba profundamente impresionada por lo que veían sus ojos.
—¿Era lo que esperabas? —le preguntó en voz baja colocándose a su lado.
Georgie se volteó hacia ella, satisfecha.
—Es más increíble de lo que hubiese podido imaginar.
—¿Dónde estará el vizconde? —exclamó la duquesa mirando entre los desconocidos que pasaban frente a ella—. Es una pena que no lo veamos para expresarle ahora mismo nuestras felicitaciones. El Imperator es una maravilla de la ingeniería naval; debe estar orgulloso y complacido.
—Lo estará más cuando gane la Banda Azul en el viaje inaugural —comentó Johannes con interés—, destronando al Lucania que la ostenta desde el 94.
—¿Banda Azul? —interrumpió la señorita Norris—. ¡No entiendo a qué se refieren!
—Pero querida —repuso la duquesa con paciencia—, ¿es que acaso no estás enterada? La Banda Azul es el récord de velocidad al cruzar el Atlántico.
—Está en manos de la Cunard de cualquier manera —asintió Gregory—, y el Imperator es de la misma compañía, así que de ganar la Banda Azul esta se quedaría en casa, aunque lógicamente sería un gran premio para James.
—¿El viaje dura unos seis días? —preguntó la señorita Norris, despistada—. ¡Jamás he cruzado el Atlántico!
—Menos de seis días —contestó lady Lucille que estaba muy bien informada.
—La marca de velocidad del Lucania son cinco días, siete horas y unos minutos —precisó lord Derby que hasta entonces había estado en silencio—. Es probable que el Imperator pueda cruzarlo en cinco días y unas pocas horas y rebajar este récord.
—¡Qué formidable! —exclamó la duquesa—. No veo la hora de poder conocer el interior.
Ya se habían encargado en el propio muelle de hacer subir los equipajes que eran bastante profusos.
— Creo que es momento de que suban a bordo —les recomendó el alcalde.
—¡Amigo querido! —expresó la duquesa tendiéndole las manos—. Siempre le estaré agradecida por su amabilidad y por la de la entrañable Constance. Le aseguro que le escribiré desde América y me agradará mucho verle al regreso para contarle personalmente mis impresiones.
—Les deseo un magnífico viaje y espero recibir noticias suyas desde Nueva York y, por supuesto, les ofrezco mi hogar al regreso —expresó despidiéndose del resto.
La aventura en el Imperator estaba a punto de comenzar…
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Los camarotes de primera clase estaban decorados de manera exquisita: paneles de madera en las paredes, alfombras y lámparas de cristal, luz eléctrica, agua caliente y los últimos adelantos de la ingeniería de la época. Louise y su esposo no se alojaron juntos, claro está, pero se hallaban muy cerca, y compartían con su hijo una terraza privada.
James no cabía de gozo, estaba muy feliz con el resultado. Hacía dos horas que habían zarpado y el Imperator comenzaba a demandar más de sus motores que, en mar abierto, podían ganar millas a su favor. Sus padres estaban muy orgullosos de participar de ese acontecimiento, y pocas veces se había visto al conde tan contento, locuaz y complacido. Su madre no dejaba de conversar con él, instalados en uno de los fastuosos salones. ¡Todavía quedaba tanto por ver! En la noche tendrían una cena de gala y después un baile, y los condes de Rockingham se sentían tan entusiasmados como si fuesen más jóvenes y estuvieran recién casados.
James no había visto todavía a sus amigos. Se preguntaba qué había pensado Georgiana sobre el Imperator, y no podía contener sus deseos de verla. Sin embargo, el viaje le generaba una tensión que era entendible, pues debió supervisar muchas cuestiones antes de partir. Esto le impidió estar pendiente de la llegada de la duquesa y de los demás, por mucho que hubiese querido agasajarlos en el muelle.
Una nota hizo que James dejara a sus padres y acudiese a las dependencias que ocupaba el señor George Burns, hijo del propietario de la Cunard Line, a quien su progenitor había puesto al frente de los negocios. Se trataba de un hombre amable, de más de treinta años, que tenía a James en muy buena consideración. Al verle, se levantó del escritorio donde se hallaba sentado, y luego de tenderle la mano y compartir algunas frases, él mismo descorchó una botella de champagne para celebrar.
—¡Por el Imperator! —exclamó.
James sonriendo chocó su copa con la de Burns y repitió el brindis. Luego se sentaron juntos en los cómodos muebles de piel marrón que se hallaban en la estancia.
—Papá está muy satisfecho con el Imperator —le dijo con sinceridad—. Me ha dicho que debemos pensarnos seriamente hacer otro como él, como mismo el Campania y el Lucania son hermanos. ¡Es una idea muy buena!
—Estaría muy satisfecho —contestó James—, aunque recuerde que he comenzado a trabajar en nuevo proyecto.
El caballero asintió.
—Estoy al tanto y, como le aseguré unas semanas atrás, ese barco que está diseñando es el futuro y no quisiera en modo alguno que el Imperio Prusiano se nos vaya por delante en velocidad, diseño y elegancia. Vivimos constantemente en una carrera, amigo James, en la que es tan importante la rapidez como la resistencia.
—Espero tener terminado pronto el diseño, aunque el trabajo por delante es grande.
—No se desespere —le recomendó Burns—. Tendremos tiempo, lo importante es que los planes de la Cunard se mantengan progresando, y eso nos permitirá mantener el puesto que hemos alcanzado.
La conversación iba casi a concluir, cuando George Burns pareció recordar algo importante.
—Por cierto, sobre lo que me pidió unas semanas atrás…
James asintió, era algo que le interesaba sobremanera.
—Pienso que mañana en la noche será el mejor momento para llevarlo a cabo. Hoy tenemos la cena de gala y el baile, pero mañana será el momento más adecuado. Le confieso que me siento muy complacido con ello; será algo que nos distinguirá sobre los otros.
—Yo también lo creo así —afirmó James—, y he puesto todo mi empeño para que resulte de la mejor manera. No puedo esperar a la noche de mañana.
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Georgie conversó un poco con las damas en el salón común que compartían, mientras los caballeros decidieron explorar algunos recintos del barco. Georgie tenía interés por conocer más, lo que había visto le había deslumbrado, pero tenía la esperanza de conocer, lo que le faltaba por ver, en compañía de James.
Un toque a la puerta interrumpió la charla, y fue Prudence quien mandó a pasar. Al instante entró una doncella que dejó sobre una mesa redonda de madera un búcaro con rosas blancas. Después de cumplir con su misión, se retiró.
Prudence no podía disimular su curiosidad y se levantó como un resorte del diván para leer en voz alta la nota que acompañaba a las flores: “Les deseo que el viaje en el Imperator les resulte agradable. Para mí ya lo será, sabiéndoles a bordo. Su afectísimo, James”.
—¡Santo Dios! —exclamó lady Lucille—. Sí que el vizconde es un caballero. Ha tenido ocasión para pensar en este detalle, que muestra su gentileza.
Georgie se ruborizó. Las flores eran para todas, pero el gesto de James le había conmovido.
—¡Qué delicadeza! —profirió la señorita Norris con su acostumbrada voz chillona—. Tiene un gran admirador, excelencia —agregó mirando a la lady Lucille—. Lástima que no tiene edad para pretenderle ni usted para reciprocar su sentir.
La duquesa no pudo reprimir una carcajada, y la propia Prudence se rio de lo desatinada que en ocasiones podía ser la señorita Norris.
—James sin duda me halaga —contestó después—, y aunque nos profesamos un afecto recíproco, estoy convencida de que no es a mí a quien aspira a pretender.
Las mejillas de Georgie se encendieron más, pero su hermana no quiso insinuar nada. La señorita Norris era demasiado tonta para haber advertido lo que quiso decir lady Lucille y era probable que todavía pensara que Georgie seguía comprometida con Percy. Sobre ese asunto, la duquesa había preferido no hablarle a su dama de compañía, por temor a que fuese indiscreta.
A la hora de la cena, Georgie se veía muy hermosa, con un vestido de color rosa oscuro, que le sentaba como un guante. Un sencillo camafeo como todo adorno, hacía resaltar su cuello, mucho más tras haberse recogido el cabello en un moño bajo. Georgie tenía una apariencia clásica, sin artificios ni adornos excesivos. Era la personificación de la femineidad y el buen gusto. Cuando Prudence pasó a su camarote, no pudo menos que decirle lo linda que estaba esa noche.
—Imagino que puedas bailar con el vizconde —comentó—. No creo que encuentre a una joven más bonita que tú.
—Exageras —contestó ella—, además el vizconde no ha aparecido a saludarnos si quiera…
—¡Tonterías! ¿Acaso olvidas las flores? Ellas evidencian lo presente que hemos estado en su pensamiento y en su corazón. Tal vez le haya sido difícil escaparse de los compromisos sociales que le acechan en este barco, aunque esta noche tendrá tiempo para charlar.
Al gran comedor de primera clase se accedía por una gran escalera de caoba tallada. El espacio, amplio y adornado con elegancia, contaba ya con bastante concurrencia. Los paneles de madera en las paredes, realzaban el lujo, así como las mesas puestas con la mejor vajilla. Georgie echó una ojeada, pero no pudo ver a James, así que se desalentó un poco.
Lady Lucille se sentó en una mesa cercana a una ventana de cristal. La familia se acomodó en sus asientos; sobre la mesa estaba colocado el menú de la cena de gala del Imperator en su viaje inaugural. Una comida con seis platos principales, concebida para el más exquisito paladar.
—¡Excelente! —exclamó Gregory—. Muero de hambre…
Prudence le dirigió una mirada a su hermano, regañándole por un comentario tan poco adecuado para el lugar.
—¡Oh, allí está James! —exclamó la duquesa.
Cuando Georgie miró en esa dirección, se percató de que el joven estaba sentado en una mesa más grande, acompañado por sus padres y otros caballeros que no había reconocido.
—Está en la mesa del señor George Burns, presidente de la Cunard. ¡Era de esperar! —repuso Johannes, que estaba al lado de su esposa.
—Los hemos conocido esta tarde —explicó Gregory—. James tuvo la amabilidad de llevarnos a conocer el Imperator: fuimos a la sala de máquinas, la de los oficiales, a las calderas… ¡Fue magnífico!
—Te lo perdiste, querida —comentó Johannes mirando a su esposa.
Ella se encogió de hombros.
—Pensé que la exploración la harían por su cuenta, no que el vizconde los acompañaría. De cualquier manera, preferí quedarme a descansar.
—Nos topamos al vizconde en nuestro paseo —respondió Gregory—, y fue él quien tuvo la deferencia de llevarnos a algunos sitios. No fue algo planificado.
Georgie lamentaba no haber visto a James en la tarde, pero se reservó su opinión. Al cabo de unos minutos, el joven se acercó a la mesa de la duquesa y todos se levantaron para saludarle. James enarbolaba una sonrisa espléndida, pero Georgie estaba muy cohibida.
—¡No tengo palabras para felicitarle como merece! —exclamó la duquesa, dándole un pequeño abrazo, algo que en ella no era frecuente—. El Imperator es magnífico, y me satisface ser parte de este histórico acontecimiento.
—Muchas gracias, excelencia —repuso James complacido—. Me alegra profundamente que personas tan queridas compartan conmigo este momento.
Sin ser muy consciente de lo que hacía, su mirada se posó en Georgie, y esta se ruborizó aún más. Si antes no encontraba las palabras adecuadas para decirle, menos ahora que estaba tan turbada.
—El barco es una maravilla —expresó Prudence—, y le agradecemos por su gentileza. Estamos muy bien instalados, y las rosas que envió son preciosas. Muchas gracias, vizconde.
Prudence observó a Georgie de soslayo, instándole a decirle algo, pero ante el mutismo de la joven, James se despidió deseándoles que disfrutaran de la cena.
—¿No crees que has estado muy silenciosa? —le reprochó Prudence después.
—Agradeceré al vizconde más tarde —repuso Georgie—. Frente a ustedes es difícil decir una palabra de elogio que no sea tomada por algo más.
La joven comenzaba a disgustarse por las expectativas que tenía su familia sobre su relación con el vizconde. En ciertas ocasiones, esas esperanzas podían causar un efecto distinto al esperado. ¡Por supuesto que quería hablarle! ¿Pero cómo abrirle su corazón y hacerle partícipe de la emoción que le causaba el Imperator, bajo la mirada inquisitiva de sus hermanos y de la duquesa?
—Perdonen la interrupción —dijo un caballero vestido de etiqueta, que llevaba del brazo a una dama—. Supe que usted es la Duquesa de Portland, he escuchado mucho sobre usted en mi última estancia en Londres.
La duquesa se giró hacia él; era un hombre joven, de unos treinta años, pero imponente.
—El vizconde y el señor Burns me han hablado de usted —agregó.
La duquesa le dio la mano, intrigada.
—Es un placer conocerle —contestó—. Lamento no poder identificarle como lo ha hecho usted conmigo, pero a juzgar por mi edad, espero que me dispense.
—Por supuesto, excelencia. Déjeme presentarme, mi nombre es John Jacob Astor y ella es mi esposa Ava.
La joven hizo un gesto de cortesía.
—Encantada —respondió la duquesa—, sé muy bien quién es usted y me encantaría que se sentaran a nuestra mesa, si no tienen otro compromiso.
El recién conocido tomó asiento, agradecido, junto con su esposa. Los Astor era una de las familias más adineradas y tradicionales de Nueva York, y la duquesa tenía referencias sobre ella, así como del propio John Jacob.
Un empleado sirvió el primer plato a todos, que era una sopa de tortuga. Los comensales comenzaron a tomarla, mientras lady Lucille introducía un nuevo tema en la conversación, a fin de que su invitado se sintiese más cómodo:
—Leí hace poco su novela Un viaje a otros mundos. Reconozco que no soy particularmente devota de ese tipo de literatura, pero me distrajo su lectura y admiro la imaginación de algunos escritores para hablar de ciencia y progreso en una historia de ficción.
La novela, publicada dos años antes, había tenido buena acogida.
—El futuro es de innovación y ciencia, mi estimada duquesa —replicó él, llevándose la servilleta a los labios—. Me alegra haya disfrutado la lectura.
—Dice usted que viajaremos a una gran velocidad en el futuro —le comentó lady Lucille—. Eso me resulta fascinante.
—¡Sin duda! A más de sesenta kilómetros por hora en coche —respondió él sin inmutarse—. En casa tengo un automóvil, pero estoy seguro que su velocidad actual será despreciable con relación a la que podrán alcanzar en el futuro. Me precio de ser un visionario, aunque me temo que muchas cosas no podré verlas.
—¡No tenga tan poco optimismo! A mi edad, es probable que uno piense así, pero usted es un hombre muy joven y tiene mucho por ver todavía.
—Muchas gracias, lady Lucille. Es por ello que me apasionan tanto los barcos, en el diseño naval uno puede ser testigo del progreso desde el punto de vista tecnológico. El vizconde de Rockingham es un visionario también.
—Su próximo barco sin duda lo es, al menos en el plano puede apreciarse —se atrevió a decir Georgie que observaba callada el desarrollo de la conversación.
—¿Lo ha visto? —preguntó interesado Astor.
—Apenas una ojeada, por descuido y, sin ánimo de adelantar nada, estoy convencida de que será el mejor barco de su tiempo.
—Este ya lo es —reconoció la duquesa—. Y esperemos que el próximo también lo sea.
La conversación se interrumpió cuando retiraron la sopa y sirvieron una ensalada; luego el primer plato, que era faisán y fois gras. Georgie comía muy poco, pensando en James y en lo que le diría después, si es que tenía la oportunidad. Su mente estaba en otra parte.
Gregory, degustaba de un exquisito vino blanco al mismo tiempo que le sonreía a la encantadora señora Astor, que era muy hermosa. Prudence le reprendió por lo bajo, era mejor que contuviera sus dotes de conquistador nato en la mesa o el asunto podría terminar muy mal. Ava Astor, un tanto incómoda por la mirada de aquel desconocido, se forzó a hablar para romper el silencio.
—Nos han dicho que estarán unos días en Nueva York —comentó, mirando sobre todo a la duquesa.
—Así es, lady Lucille prestará unas piezas de su colección personal al Metropolitan Museum y le harán un homenaje —expresó Prudence para ser amable—. Estaremos una semana, pero será muy agradable y es la primera vez de todos nosotros en Nueva York.
—Hemos escuchado mucho hablar de su museo, excelencia —continuó Ava con su voz bien timbrada—, pero no pudimos visitarle. Quizás en una próxima ocasión.
—Me encantaría ver las piezas que presentará —apoyó su marido—. Me interesan mucho la historia y la arqueología también.
—Puede pasar mañana por mi habitación y con mucho gusto se las mostraré —se ofreció la duquesa—. Por cierto, nos estaremos alojando en el hotel Waldorf, según tengo entendido fue construido por un pariente suyo.
El comentario no satisfizo a Astor. En efecto, el hotel fue construido por su primo William Waldorf Astor en el año 93, pero las fuertes rencillas dentro del seno de su familia no hacían que la mención fuese agradable para él.
—Sin duda no estará mal instalada —dijo con gravedad—, solo que es una lástima que mi hotel no esté terminado para que pueda gozar de mayor comodidad. El año próximo, si se decidiese a repetir el viaje, podrá disponer de una elegante suite en el hotel Astoria que estoy construyendo, justo al lado del Waldorf. ¡Le aseguro que estará mucho mejor que allí!
La velada transcurrió de manera muy agradable, pues la duquesa hizo que Astor aportara más detalles sobre su hotel. Dos casas contiguas en la quinta avenida se habían demolido para construir primero al Waldorf, y después un hotel mucho más alto, el Astoria, fiel expresión de esas rivalidades familiares que a veces tienen como saldo positivo el progreso humano. A lady Lucille no le interesaba en lo más mínimo las interioridades de la familia Astor, pero sí estaba complacida de escuchar más sobre las construcciones. ¡Astor era un hombre muy inteligente!
Georgie, de vez en cuando, miraba hacia la mesa de James, aunque apenas podía ver su cabeza. No podía explicar la sensación que experimentaba al tenerlo tan cerca y, a la vez, lo frustrante que podía ser aquella distancia.
Después de terminar de cenar, los caballeros discutían con Astor algunas de sus ideas sobre su novela, una vez concluido el tema del hotel. El caballero exponía que en el futuro las comunicaciones telefónicas unirían las regiones del mundo, de manera subterránea. También tenía sus propios criterios sobre la electricidad, y Gregory estaba tan fascinado con ello, que acaparó la atención del invitado. La duquesa y Johannes también intervenían, y Prudence, como era costumbre en ella, realizó varias preguntas ingeniosas, aunque se mostraba un tanto escéptica.
La señorita Norris permanecía muda, ya que no era capaz de seguir la charla, muy por encima de su sagacidad. Georgie lo entendía todo a la perfección, pero no estaba del mejor ánimo para aquella charla futurista, cuando su presente era tan complicado para ella. Se excusó con su hermana y salió del comedor, dirigiéndose a una terraza de recreo techada, con una hermosa vista del océano.
El aire fresco, a esa hora de la noche, le daba en el rostro. Georgie se reclinó sobre la baranda y vio el mar oscuro y calmado, reflejando la luna. ¡Qué vista tan bonita! La terraza tenía casi veinte metros de longitud, estaba iluminada por lámparas en el techo que rompían la atmósfera sobrecogedora que inspiraba la vista del Atlántico, con su misterio y profundidad.
Nadie más se hallaba en la terraza, tal vez estaban todos muy entretenidos terminando de cenar o ya en el baile, pues le pareció que la orquesta comenzaba a tocar en la distancia. Georgie pensaba en su vida, en cómo habían cambiado las circunstancias en las últimas semanas y en lo confundida que estaba. El dolor de la separación había sido menor que la turbación que James le causaba, y admitir eso ante sí misma era peligroso, ya que no solo se recriminaba por su nublado juicio respecto a Brandon en el pasado, sino que comprendía también la decisión que sobre James debía tomar en el presente.
Tal vez él ya no la amara. Se notaba tan feliz y divertido en su mesa, que apenas la había mirado. Después de su rechazo en Essex, de la distancia que había establecido en contra de los dos, logró alejarle quién sabe si de forma definitiva. Aquella noche, en casa de la duquesa, James la había compadecido, satisfecho de que conociese al fin la verdad. Fuera de su compasión, en cambio, no había hallado en él rastros de aquel amor que había descubierto en Essex.
—¿Georgie?
Una voz le hizo voltearse al instante: era James. Tal parecía que, la mención que hacía de él en sus pensamientos, le había llevado a ella de manera instintiva, como acudiendo a un llamado que, en realidad, no había sido hecho.
—¿Por qué estás aquí? —le preguntó.
—No lo sé… —contestó—. Por un momento me sentí cansada de la conversación en mi mesa y deseaba estar a solas.
—¿Quieres que me marche? —James estaba un tanto aturdido. No sabía lo que ella deseaba, así que prefería preguntar antes de ser tildado de inoportuno.
—Nada de eso —le tranquilizó—, me alegra que hayas venido. El sosiego de la terraza me permitirá decirte lo que pienso desde esta misma mañana sobre el Imperator, y que un rato antes no fui capaz de decirte…
Él asintió.
—Te noté muy retraída, pensé que no te sentirías bien y que este viaje a Nueva York podía traerte sentimientos contradictorios. He tratado de respetar tu dolor y establecer distancia, pero cuando terminó la cena y no te vi con Prudence, me decidí a buscarte. Lamento que estés triste.
—No estoy triste —replicó ella—. Tal vez un poco todavía, pero no es el sentimiento que más me domina…
—¿No? —Él tenía interés por conocer cuáles eran esos sentimientos que albergaba.
Georgie se veía hermosa con su vestido rosa y el cielo nocturno a sus espaldas.
—Si piensas que me ensombrece ir a Nueva York por la posibilidad de encontrarme con… —no dijo el nombre—. La verdad es que no me preocupa. Él no sabe que viajaré hacia allá, y la duquesa le ha contado a Prudence que por estos mismos días estará en San Francisco, así que no creo que podamos vernos, ni siquiera por casualidad. De cualquier forma, yo deseaba ir a Nueva York por la posibilidad que supone un viaje como este, pero sobre todo por conocer al Imperator.
James se quedó en silencio. No estaba al tanto de ese viaje del señor Percy a San Francisco. ¿Habría podido Tommy ubicar a Brandon? Alejó estos pensamientos que le ensombrecían, para centrarse solo en Georgiana.
—El Imperator es como un sueño —murmuró ella—, y en un sueño me hallo. Te felicito por lo que han creado tus manos y tu inteligencia, algo tan excelso que me siento abrumada al constatar lo que eres capaz de hacer. Eres brillante, James, y estar aquí me ha hecho advertir mucho mejor tu valor. Te admiro… —titubeó—. Admiro lo que has vislumbrado, lamento no habértelo dicho antes, no fue indiferencia, te lo aseguro. Lo que sucede es que hay palabras que es mejor decirlas a solas.
James se estremeció y se acercó a ella, levantó una mano y le acarició el rostro, pero luego se detuvo. No debía tomar ventaja de su fragilidad, cuando lo mejor era aguardar… Las palabras de ella le habían sorprendido tanto, que era él quien se consideraba viviendo un sueño.
—Exageras mucho al admirarme como lo haces —contestó con sencillez—, pero me siento tan feliz de escucharte, que no puedes imaginarte lo que experimento a tu lado. No es por vanidad, Georgie, es porque… —quería repetirle su amor, pero fue cauto—, es porque tu opinión es la que más valoro y la que más esperaba —le confesó.
—¿Mi opinión? —repitió ella incrédula—. ¡Pero si no sé absolutamente nada del mar o de ingeniería! —Ella sabía que no era por eso por lo que lo decía, pero le daba placer disgustarlo.
—El Imperator no puede verse solamente desde la técnica, Georgie. Es parte de mi corazón, y sé que tú lo has advertido. Es esa percepción tan íntima de mi obra y de mí mismo, lo que me ha conmovido de ti esta noche. Y dudo, Georgie, que otra mujer pueda conmoverme como tú…
Ella tembló al escucharle decir estas palabras. No sabía qué responder; por unos minutos se quedaron en silencio, mirándose, con las estrellas como testigos, tan cerca que hubiesen podido besarse, pero a la vez tan cohibidos de hacerlo, que ambos sospechaban que no sucedería.
Aquella atmósfera se rompió por la llegada de Gregory a la terraza. Le preocupaba que su hermana y el vizconde pasaran demasiado tiempo a solas, eso podía ser perjudicial para su reputación y, aunque deseaba propiciar ese romance, en ausencia de Edward se sentía con mayor responsabilidad sobre Georgiana.
—Me preguntaba por dónde andarían —dijo, luego de carraspear.
James se apartó en el acto de Georgie, en contra de su voluntad.
—Vine a buscar a Georgiana para llevarla al baile —respondió James con naturalidad—. Me encantaría que me dedicase una pieza.
Georgie asintió, no muy segura de poder mantenerse en pie entre sus brazos.
—¡Vamos entonces! —les agitó Gregory—. Tengo una apuesta por ganar.
—¿A qué te refieres? —preguntó el vizconde por lo bajo.
Gregory se echó a reír.
—He apostado con Prudence que no tendría temor alguno de sacar a bailar a la señora Astor. ¡Es tan hermosa!
—¡Santo Dios! —exclamó James riendo—. Evita los problemas, amigo. No quisiera que, por una reyerta de tamañas proporciones, el Imperator se hundiese en su viaje inaugural…
Gregory también se rio y James llevó a Georgiana al salón de baile. Aquella noche tuvo el pensamiento de que aspirar a su amor, quizás no fuese una utopía.
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