Capítulo 11
El vizconde de Rockingham, que se hallaba mejor de salud, permaneció más tiempo compartiendo esa noche con la familia que le acogía. La duquesa se alegró de verlo más animado y le distrajo con su conversación; al término de la cena, se retiraron al Salón Azul, como tenían por costumbre. Lady Lucille y Anne echaban de menos a Beth y a van Lehmann pero intentaron centrarse en las historias náuticas de James. El vizconde exponía algunos detalles técnicos del Imperator, el tema favorito de la duquesa y, sin premeditarlo, comentó que en la tarde, le había explicado algunas de esas cuestiones a la señorita Hay en el despacho.
Sin razón aparente que pudiese sonrojarla, Georgie se puso como la grana, y su hermano en silencio levantó la mirada para observarla. “¿Acaso a Georgie le simpatizaba el vizconde?”. Anne le había hecho ya un par de consideraciones al respecto, pero él las había tomado como fantasías de su esposa. Luego estaba la conversación que había sostenido con el caballero en Clifford Manor, cuando se expresó elogiosamente de ella… ¡Todo era posible y él se mantendría expectante! Si el vizconde resultaba ser un hombre de bien, como parecía, no pondría objeción alguna para que se acercara a Georgie.
La joven permaneció en silencio, escuchando la descripción del Imperator, no ya en sus detalles constructivos sino en su diseño. Le agradaba la facilidad de palabras con las que el señor Wentworth hablaba del gran comedor de primera clase y de sus maderas barnizadas, de la imponente escalera labrada que le servía de entrada y que realzaba su elegancia; también habló de las encantadoras terrazas de recreo, espacios techados pero al aire libre, que brindaban una inigualable vista del océano.
Lo que más le llamó su atención, fue la descripción de un salón de primera clase con techo de cristal, desde el cual se podía observar el cielo. James lo había diseñado de forma hexagonal, con cuidados paneles de madera para las paredes y previendo mobiliario de lujo. ¡Qué encantador sería, en una noche como aquella, tomar un licor bajo aquel cielo estrellado de la cúpula de cristal! Georgie soñaba con las palabras del vizconde, pero no se atrevió a decir nada. A pesar de ello, cuando James la miraba, podía ver un brillo en sus ojos que no había encontrado la primera vez que estuvo en esa casa. Incluso una breve sonrisa se alojaba en su rostro, premiando el esfuerzo con el que él pretendía mostrarle una vez más, el arte que posee un ingeniero en su corazón.
Al final de la velada, Georgie le pidió a Edward hablar con él. Ya Anne se había retirado y su hermano la complació. Se trasladaron al despacho de la duquesa y Edward se sentó, sin sospechar el motivo. Podía imaginar por su expresión que se trataba de algo difícil de decir, pero quiso dejar que la joven se expresara.
—Esta mañana recibí correspondencia de Brandon —comenzó ella.
—Lo supe —asintió Edward—, y me alegra que te escribiera por fin. Espero que su tío se encuentre ya mejor de salud.
—Así es —murmuró Georgie—, su tío ya está mejor y Brandon está muy satisfecho con su visita a Nueva York. Al parecer es una ciudad magnífica, tiene razón lady Lucille al desear conocerla.
—¿También te gustaría ir a Nueva York? —le preguntó su hermano, curioso.
—Sí —confirmó la joven—, reconozco que la conversación del vizconde me ha hecho desear viajar en el Imperator a Nueva York, pero es un sueño muy difícil de cumplir.
Edward la escuchaba en silencio, meditando sus palabras. Sabía que Georgie siempre había deseado viajar y, por primera vez, la veía triste cuando hablaba de Nueva York y de Brandon.
—Me parece que la mayor dificultad para un viaje como ese sería tu boda —repuso él—. El tiempo es corto y, si pretendes casarte en el otoño, no considero conveniente que te embarques en un viaje como ese en septiembre.
Georgiana bajó la cabeza, no sabía cómo continuar hablando. Cuando Edward le instó a levantar la mirada, vio pesar en sus ojos.
—¿Qué sucede, Georgie? —dijo tomándole de las manos—. Hay algo que quieres decirme y no sé qué es… Por favor, no dejes de confiarme lo que tanto te inquieta —le pidió.
Georgie por fin se decidió a hablar.
—Le he escrito a Brandon comunicándole mi decisión de retrasar la fecha de la boda. No me casaré en el otoño como habíamos previsto.
Edward estaba muy sorprendido al escucharle decir esto. Anne le había advertido sobre ello, pero él lo consideró poco probable, sabiendo lo enamorada que estaba su hermana de Brandon Percy.
—¿Estás segura? —quiso precisar.
La joven asintió y Edward no pudo reprimir un suspiro de alivio. No se alegraba de ver a Georgiana así, por más que considerara que era lo mejor para ella.
—Juzgo atinada tu decisión —le contestó con franqueza—, pero me gustaría saber el motivo, Georgie. Apenas unas semanas atrás estabas deseosa de casarte con Brandon y ahora advierto que tienes dudas al respecto y me pregunto qué pudo haberlas propiciado.
Para la joven era muy difícil explicarle sus sentimientos, pero intentó hacer un esfuerzo. ¡Era tan fácil hablar con Anne! En cambio, Edward era un hombre y un padre para ella, por lo que le resultaba complejo confesarse con él.
—Considero que Brandon y yo debemos tener un compromiso más largo. A pesar de que nos conocemos desde hace años, llevamos pocas semanas prometidos, y su viaje ha significado una lejanía muy grande, que me impide tener absoluta certeza de su amor por mí.
Edward no esperaba esas palabras de Georgiana. Estaba asombrado de que hubiese llegado a ese razonamiento sin haber leído siquiera la nota del diario.
—¿Dudas de su amor por ti? —le preguntó con seriedad.
—Sí —admitió ella en voz baja—. Su viaje me ha hecho cuestionármelo y me ha privado de las atenciones y el cariño que hubiese esperado de él. No quisiera llegar al altar sin comprobar que esos sentimientos que alega sentir por mí, son verdaderos. Apenas ha tenido tiempo de manifestármelos y en ocasiones me es difícil encontrar en él al hombre enamorado que soñé y no al amigo de siempre —añadió—. Anne me ha hecho entender que el amor es muy difícil de ocultar y que, si tengo alguna duda respecto al que me profesa, es mejor esperar.
Edward agradecía los sabios consejos de su esposa, pero sabía que aquella decisión no había sido fácil para su hermana y lamentaba que las circunstancias la hubiesen colocado en esa posición. Se levantó de su asiento y le dio un beso en la frente.
—Imagino cuán difícil debe haber sido para ti escribirle algo así a la persona que quieres, pero no voy a negar que me siento aliviado de saber que has actuado de esa manera —confesó—. Sabes que Brandon es uno de mis más antiguos amigos y que le profeso un sincero afecto, pero temía que un compromiso corto y una boda precipitada, pudiesen traerte algún pesar en el futuro. No digo que Brandon no te ame —se apresuró a decir—, pero si necesitas más tiempo para estar convencida de ello, pienso que has tomado la decisión más acertada.
Georgie le miró agradecida, pero no dijo nada más. Ambos hermanos salieron juntos del despacho de la duquesa y se toparon con el vizconde, quien todavía no se había retirado del Salón Azul. El joven invitado les dio las buenas noches, pero no pasó desapercibido para él la expresión de Georgiana, a la que notaba un tanto abstraída. ¿Le habría sucedido algo? James sintió cierta aprehensión al ver su rostro marchito y se preguntó si los pesares de Georgie estarían relacionados de alguna manera con Brandon Percy.
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Al día siguiente, James recibió bastante correspondencia, eso indicaba que Gregory Hay había cumplido muy bien su cometido en su casa de Londres. Tenía una carta del propio Gregory donde decía que había puesto al corriente a su mayordomo sobre lo ocurrido, pidiéndole que redirigiese su correspondencia hacia Essex; por último, le informaba que en un par de días iría a hablar con el conde y que le mandaría noticias de esa visita.
Luego, James abrió una carta de su madre que, para su sorpresa, estaba enviada desde París. Quedó consternado cuando leyó que su hermano había desaparecido en esa ciudad durante una escala de unos días en el Grand Hotel de la ciudad. Thomas se había esfumado, dejando únicamente una nota donde explicaba que no deseaba ir a Viena y que no temieran por él, que era capaz de apañárselas sin necesidad de nadie. Su madre y Valerie estaban muy preocupadas, aguardaron por unos días esperando nuevas noticias, pero no habían recibido ninguna.
James abrió una tercera carta, que era de su mayordomo, en ella lamentaba que hubiese sido asaltado; entre las noticias habituales de su hogar en Londres, había una que llamó de inmediato su atención: Tommy había regresado a la casa, pero por apenas unos días, luego se marchó sin decir a dónde y no tenía más nada que informarle sobre él.
La cuarta carta que James leyó era la más agradable, provenía de un amigo, el señor George Burns, presidente de la Cunard. Estaba preocupado ya que no había aparecido para verificar los trabajos en el Imperator, lo cual le resultaba extraño; a pesar de ello, le decía que su barco no podía hallarse en mejor estado técnico ni ser más impresionante. En las últimas semanas había adquirido un aire más majestuoso de lo que inicialmente se evidenció el día de su botadura.
Por último, tenía una carta de su padre… Era raro, puesto que él no solía escribirle. Le había enviado una larga misiva, en la cual exponía la situación precaria en la que vivía, incompatible con su título y rango. No le pidió dinero, lo cual por un momento temió; se puso en cambio a divagar sobre su existencia, a explicar que su actual residencia necesitaba reformas y el techo se hallaba lleno de goteras; echaba de menos la vida de Londres y comenzaba a sentirse un viejo en el campo, con tan pocos amigos y nada interesante que hacer. Al cierre de la misma habló de Tommy, una referencia corta, pero precisa y mencionó la carta que tenía en su poder:
“He pensado en que me has ofrecido un buen dinero por ella, y he considerado bien la situación en la que me hallo y cuanto pudiese beneficiarme llegar a un acuerdo. No voy a pedir dinero, porque harto sé que este se acaba y que no lograría nada con una suma, por alta que fuese. Quizás no me creas, pero tengo ciertos escrúpulos y no me agradaría continuar extorsionando a mi familia. Desearía poder poner la carta en vuestro poder y dar por concluido este asunto, pero para ello me gustaría saber que soy bienvenido de regreso en nuestra casa”.
James continuó leyendo, sorprendido ante lo que su padre exponía. Ahora entendía por qué había preferido esa vía en lugar de pedírselo personalmente. Parecía que su relación con la última de sus amantes había concluido o se hallaba en crisis; estaba más viejo y solo, pero jamás había imaginado algo como eso… ¿Qué diría su madre de semejante proposición? James no se hallaba en condiciones de responderle por el momento. Exhaló un hondo suspiro, al menos con el Imperator todo se encontraba bien, aunque Tommy seguía dando dolores de cabeza. ¿Adónde pudo haber ido?
La primera carta que respondió fue la de su madre, lo hizo al Grand Hotel de París, sin tener la certeza de que continuaran allí. Le informó las noticias que había tenido de su mayordomo, señalando que Tommy había vuelto a desaparecer sin dejar rastro, pero no se atrevió a decir nada relacionado con su padre. Después de esta carta, pasó buena parte de la mañana en el despacho de la duquesa, terminando de contestar el resto de las misivas.
Cuando James concluyó al fin, sintió el sonido del piano de Georgie en el salón de música y se levantó de inmediato, seducido por la melodía. Recordaba haberla escuchado antes, pero no fue hasta que se acercó al umbral de la puerta que recordó que era la misma que había oído la tarde en la que se conocieron. Al igual que aquella vez, observó a Georgiana tocar con mucha concentración, sus ágiles dedos se movían por el teclado de un hermoso piano de media cola, evidenciando el virtuosismo de la dama.
La encontró una vez más muy hermosa. Aquel perfil le atraía más de lo que hubiese imaginado y la música que Georgie producía con sus gráciles dedos, le transmitía una emoción que no podía comprender a cabalidad. Como en aquella ocasión, ella se sintió observada y se detuvo, pero ya no con la irritación que experimentó en aquel primer encuentro. Había comenzado a sentir afecto y admiración por el vizconde, así que no podía disgustarse por verlo de pie en la puerta, escuchándole en silencio.
—Lamento interrumpirla —se excusó él—, recuerdo muy bien que no le agradan las interrupciones.
Georgie se rio, el vizconde rememoraba aquella inicial antipatía que le había durado en realidad muy poco.
—No me recuerde mi comportamiento de ese día —le pidió ella todavía sonriente, levantándose del piano—. Sé que fui muy dura con usted y no se lo merecía.
En esta ocasión fue James quien sonrió y se adentró en el salón, satisfecho con lo que escuchaba.
—No me conocía —admitió—, y yo también me disculpo por haberle dado una primera mala impresión que espero se haya esfumado en estos últimos días.
Así había sido, pero Georgie no sabía la razón por la cual las palabras de James le hicieron ruborizarse.
—Sin duda tengo ya una excelente opinión de usted —respondió ella—, y no lo considero un insensible —remarcó divertida.
—¡Cuánto me alegro! —exclamó él acercándose más—. Y aún sabe muy poco de mis sentimientos y mi sensibilidad.
Georgie no replicó, se sintió cohibida de inmediato, pero un tanto halagada.
Levantó la mirada y se encontró con los ojos grises de James que le miraban de manera escrutadora.
—Reconocí que tocaba la misma pieza que la tarde en la que nos conocimos. Es muy hermosa, pero confieso que mis conocimientos musicales no son suficientes para poder identificarle.
Georgie estaba asombrada.
—¿Recuerda lo que tocaba aquella tarde? —preguntó, todavía sin salir de su estupor.
—Así es —respondió él—, observaba las pinturas que iban a ser subastadas cuando escuché una hermosa melodía que me llevó, seducido, hasta usted. En su momento me consideró irreverente por la manera en la que le interrumpí en el salón de música esa tarde, pero jamás se ha puesto a pensar que quizás la culpable fuera usted.
—¿Culpable por tocar el piano? —replicó ella riendo, pero complacida—. ¡Jamás creí que la música pudiese considerarse delito alguno!
—Por supuesto que no, señorita Hay —contestó el vizconde—, salvo que su piano o su talento sean capaces de causar algún embrujo. En este caso, me parece que es usted completamente responsable.
Georgie no respondió, pero esbozaba una sonrisa tímida. Jamás había escuchado en Brandon frases de esa clase.
—No me ha dicho todavía si tengo razón… —prosiguió él.
—¿Respecto al embrujo? —preguntó sonrojada.
James se rio.
—Eso no es necesario que me lo responda, en todo caso soy yo quien debe confirmárselo y ya lo he hecho. Sin embargo, me refería a que la pieza que tocaba hace unos instantes era la misma que le escuché interpretar en Clifford Manor, ¿verdad?
—Debo reconocer que tiene una gran memoria musical.
—Y sensibilidad… —añadió él con picardía.
Ella asintió sonriente.
—¿Quién es el autor? —insistió—. Me avergüenzo de mi desconocimiento, señorita Hay, pero le pido que me ilumine en ese sentido.
—No debería avergonzarse, porque no tiene por qué saberlo, ya que no es una obra de nadie conocido. Se trata de una composición mía, señor Wentworth —concluyó con orgullo.
James se había quedado sumamente impresionado y su rostro así lo evidenció.
—Señorita Hay —le dijo al fin—, ¡es usted muy talentosa!
La habitual modestia de Georgiana se evidenció, por lo que se sintió un tanto avergonzada de haberle confesado algo tan íntimo.
—Exagera, vizconde —le contestó—, apenas soy una aficionada.
—Su música es maravillosa, Georgiana. —Por primera vez le llamaba por su nombre—. Es emotiva, melancólica, pero a la vez vigorosa en determinados momentos, lo que evidencia su virtuosismo al piano. He escuchado a muchas jóvenes tocar, pero jamás a nadie como usted. Su melodía me envolvió en una magia que me hizo llegar hasta usted, con el afán de descubrir a ese ser que tocaba con maestría. Reconozco que no la creí compositora, aunque advertí que era una excelente ejecutante… Pero ahora que sé de lo que es capaz, no puedo menos que felicitarla. Es una artista, señorita Hay, y me complace mucho que me haya revelado este secreto, para verla tal y como es. Le confieso que la impresión que tengo de su persona no puede ser mejor ni más extraordinaria.
Georgiana se estremeció al escucharle hablar así. Una atmósfera muy íntima se había creado entre el vizconde y ella…
—Le agradezco —susurró—. Me ha dicho más de lo que me merezco, pero su amabilidad me ha conmovido mucho.
—Usted me ha conmovido a mí, al compartir algo que la hace más excelsa ante mis ojos —prosiguió.
—No se lo he confesado a nadie fuera de mi familia —admitió ella—, pero he confiado en usted.
—Gracias por su confianza, me encantaría ir al piano con usted y escucharla nuevamente. ¿Sería mucho pedirle ese favor?
Georgie no pudo negarse y se dirigieron juntos al instrumento. Ella no se había sentado aún, pero permitió que James escudriñara la partitura que le parecía muy interesante. Georgie tocaba de memoria, era su música, pero no se atrevía a dejar de plasmarla en el papel pautado, salvándola así de un olvido involuntario. James se quedó pensativo mirando la primera hoja y luego colocó su mano derecha encima de las teclas, tocando las primeras notas de la partitura…
—¡No imaginaba que supiese! —exclamó Georgie admirada.
Él se interrumpió y se volteó hacia ella.
—Conozco lo elemental —le confesó—. Mi madre siempre insistió en que tuviésemos todos una educación completa y exigente, pero en modo alguno puedo compararme con usted y su exquisita formación.
—Me sorprende cada día más —murmuró Georgie volviéndole a mirar a los ojos—. No imaginaba eso de usted, aunque intuyo que los Condes de Rockingham debieron ser, en efecto, muy rigurosos con la educación de sus hijos.
—Mi madre principalmente —asintió James—. A mi padre poco le interesaban esas cuestiones y me instaba con frecuencia a hacer otro tipo de actividades. Aunque pueda imaginarme de carpintero en un astillero en Escocia, también disfrutaba mucho de mis clases de música. Pronto descubrí que era hábil con las manos, algo muy útil no solo en el arte sino también para un futuro ingeniero, como después fui.
—De cualquier forma —repuso ella—, sus manos le harán labrarse un exitoso futuro.
James le sonrió.
—Le agradezco. El futuro siempre es impredecible y la clave del éxito radica en la felicidad. —Georgie se quedó en silencio escuchándole—. Por favor, le pido que no demore más el sentarse al piano. ¿Su obra ya tiene título?
Georgiana accedió y se sentó en la banqueta. James permaneció recostado sobre el piano, muy cerca de ella, todavía con esa mirada luminosa y esa cálida sonrisa que tanto le gustaban de él.
—Todavía no he pensado en títulos, recién la he concluido.
Dicho esto, los largos y delicados dedos de Georgiana comenzaron a tocar, sumergiendo al vizconde en una ensoñación deliciosa, provocada por la riqueza melódica y el primer tiempo melancólico y evocador de la obra de la joven.
—Cuando la escucho pienso en la primera vez que subí a bordo de un barco, era apenas un niño… —murmuró—. No sé por qué, pero su música me hace pensar en el mar.
James no se sació con una única interpretación, pidió a Georgie varias veces que le tocara la pieza. La dama no se hizo de rogar, complacida con el interés sincero de James. Mientras tocaba, él no dejaba de mirarla. Aquella agilidad sobre el teclado, su sonrisa inocente, su mirada amable y aquella dulzura le atraían sobremanera. La música se convirtió en la ocasión propicia para que James no solo disfrutase del piano, sino también de ella y Georgie descubrió en él al más grande de sus admiradores.
La tarde transcurrió deprisa; James le instó después a tocarle buena parte de su repertorio. Ella se regocijó mucho con su compañía, hasta que el servicio de la duquesa les interrumpió, avisándoles de la hora del té. Se asombraron al constatar el largo tiempo que habían pasado juntos. Al salir del salón de música estaban felices y había nacido entre ellos una familiaridad que tal vez no podía explicarse con palabras, pero sí con acordes y sonrisas.
En la noche, cuando estuvo a solas, Georgie pensó en Brandon. A él le gustaba escucharle tocar, pero jamás sintió un interés tan vivo por su música e incluso ignoraba que compusiera. Se sentaba abstraído a escucharla, sin verter ninguna opinión que le halagara en demasía, salvo por los elogios habituales y corteses, carentes de emotividad que le dedicaba. Brandon era el artista, no ella. Él estaba acostumbrado a la fama y al reconocimiento, por lo que le era difícil advertir con su egolatría, el talento de la mujer que le amaba.
Georgie se sentía insignificante a su lado, como si el único digno de aplauso y de reverencia fuese él y se convenció a sí misma de mantener ocultas sus composiciones, no merecedoras de la atención de su prometido, quien no había reparado en ellas nunca. En cambio, James sí la había admirado. La miró como artista desde el comienzo y la entendió como nadie lo había hecho hasta ahora. Se sentía sorprendida de haber despertado tanto interés en alguien, maravillada de que el vizconde alabase su talento y exaltara, con sus sinceras lisonjas, su valor como persona.
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