Capítulo 6 - Eric

—¿Estás seguro de que es aquí? —inquiero mientras me asomo por la ventana del taxi.

Henrik está tan perplejo como yo.

—Sí... ¿Es aquí?

El taxista, un latino, nos responde también en español:

—Es aquí, Malibu Dreams, sí, la clínica de desintoxicación.

Si mi quijada cae más me quedaré así para toda la vida.

—¿Cuánto me está costando esto? —murmuro.

Henrik levanta mucho las cejas.

—No sé, pero espero que te recuperes pronto o te quedarás sin dinero.

Asiento.

Pagamos y bajamos del taxi.

Una mujer, vestida con un traje tan similar a los que usa Mailén, se acerca con una enorme sonrisa. Camina con paso firme en medio de unas altas columnas griegas... Sí, griegas, porque la casa principal parece transportarte a Grecia.

El jardín es enorme. Estoy seguro de que no conozco todas las flores que hay en éste.

Oh, tiene estatuas de leones a los costados de la entrada.

—Bienvenidos, señor Dogre, señor Jarvi. Mi nombre es Anne, seré su anfitriona en el tour de bienvenida y también su asesora asignada para cualquier petición o sugerencia que puedan tener —saluda ella con un discurso ensayado y la sonrisa de anuncio de pasta dental—. Una persona llevará su equipaje, no se preocupe.

—Hola —Es todo lo que alcanzo a decir.

La mujer amplía más su sonrisa.

—Síganme, por favor, les enseñaré las instalaciones y su habitación. Mañana conocerá a su equipo de trabajo.

—¿Puedo venir de vacaciones? —pregunta Henrik mientras empezamos a caminar detrás de la mujer.

Ella ríe.

—Lamentablemente no, señor Jarvi, es un sitio exclusivo y privado para la recuperación de nuestros pacientes. De hecho —Se detiene. Nosotros casi nos estrellamos con ella. Gira y extiende sus manos—. Necesito que me entreguen sus celulares.

Y lo hacemos, ya sabíamos que era así. Además, pude dejarle un mensaje a Aura para avisarle que ya habíamos aterrizado, ella sigue en su vuelo.

La mujer los guarda en las bolsas de su elegante saco, sonríe y vuelve a encaminarse con nosotros.

—Oh, mira, tienen sala de música —señala Henrik. Al medio de la casa principal se encuentra una habitación circular donde hay un piano y, obviamente, una guitarra—. ¿También hay sobre población de guitarristas?

La mujer ríe, mas no responde.

Supongo que sí.

Unas garzas, trazadas en líneas azules, me regresan la mirada desde esas paredes curvas.

El lobby parece copia de uno de los hoteles de lujo de la familia de Dimas. Es blanco con acabados dorados y con muebles que parecen costar mi casa completa, quizá hasta la del vecino.

Nos lleva por los jardines, las piscinas —ni pude contar cuántas eran—, los edificios y me indica la casa, frente al mar, que será la mía.

Una casa completa para mí solo.

Sin embargo, la impresión por la majestuosidad de la clínica de rehabilitación resulta insuficiente para controlar la ansiedad que comienza de nuevo a apoderarse de mí.

Mis manos tiemblan. Sudo frío. Una jaqueca empieza a despertar.

Henrik lo nota, me toma de la mano mientras recorremos uno de los últimos jardines con otra enorme piscina.

La señora me dirige una sonrisa tranquilizadora y señala uno de los edificios grandes de dos plantas que también tiene columnas griegas, aquí todo lo tiene.

—¿Se siente un poco mal, señor Dogre? —pregunta ella cuando abre la amplia puerta de caoba.

—Sí —admito.

Ella sonríe, señala el interior y nos pide que esperemos un momento; sólo que antes de marcharse, dice:

—Es momento de despedirse, señor Jarvi.

Y se marcha

Henrik traga duro, me mira y encuentro miedo en sus ojos casi plateados.

—¿Estarás bien?

—Tengo que estarlo...

Él asiente.

—¿Quieres quedarte? Ya sé que esto se parece más al paraíso que a una clínica de rehabilitación, pero si no quieres...

—Lo haré —interrumpo y bromeo—: Y me recuperaré pronto para no terminar pidiendo limosna.

Henrik sonríe.

—El seguro está cubriendo casi todo, Eric, pero...

—Y aunque no lo cubriera, tengo que hacerlo... No puedo seguir así.

—No, no puedes...

Henrik sujeta mi rostro y recarga su frente en la mía.

»No tienes idea de lo mucho que te admiro, Eric.

Su comentario me hace sonreír.

—¿Quieres terminar en rehabilitación?

—Sabes que no es por eso...

Cierro los ojos.

Asiento.

—Yo también te admiro, Henrik.

Al abrir de nuevo los ojos lo descubro llorando.

»Estaré bien.

—Perdón, Eric... Tenías razón, también te fallé.

Me oprime el pecho escuchar su disculpa.

Era todo lo que quería.

Lo abrazo con fuerza, él responde igual, y permanecemos así hasta que escuchamos a alguien aclararse la voz.

Anne y un hombre con bata blanca se encuentran a unos metros.

—¿Está listo, señor Dogre? —pregunta Anne—. Si necesitan un momento más...

—No, no —niega Henrik y se aparta—. Él está listo, todos lo estamos.

—Bien —dice el hombre—. ¿Desea acompañarme, señor Dogre?

Asiento, pero antes de seguirlo, vuelvo a abrazar a Henrik.

—Llamaré a Aura, no te preocupes —me susurra Henrik—. Concéntrate en ti, por favor.

No puedo hablar o romperé en llanto.

Henrik limpia sus lágrimas, se despide con un apretón de manos de Anne —ella le devuelve su celular— y el médico, luego sale del lugar.

—Subamos —me pide el médico—. Gracias, Anne.

—Aquí los espero —dice ella y toma asiento en uno de los sofás que ni vi.

El médico le guía por unas amplias escaleras hasta la segunda planta que es una larga fila con habitaciones. Abre la primera puerta y me invita a pasar.

Es un consultorio médico.

—Soy el doctor Lay, seré el encargado de su atención médica —explica mientras me señala la camilla—. ¿Entiende que los primeros días son los más difíciles?

—Sí, eso creo... Nunca he hecho esto tan... profesionalmente.

—¿Ya se ha desintoxicado antes?

—Eh, sí —admito, apenado—. Pero fue por mi cuenta...

—Entiendo —sonríe—. No se preocupe, esta vez será más sencillo.

—No lo creo...

—Yo sí —vuelve a sonreír—. Tiene una familia que lo necesita, señor Dogre, no existe mayor motivación.

Respiro hondo.

—Es verdad...

—Yo estaré a su lado, no está solo. Y juntos vamos a salir de esto, entonces empezaremos con el tratamiento conductual y todo estará mejor.

Su voz pausada inyecta calma. Es un hombre apenas unos años mayor que yo, pero que parece haber vivido miles de vidas por el cansancio de sus ojos.

—¿Usted...?

Él se coloca el estetoscopio y sonríe:

—Nadie es perfecto en esta vida, señor Dogre, todos cometemos errores y tenemos derecho a rectificarlos para mejorar.

Se rehabilitó, descubro.

Sí se puede.

—Quiero mejorar —admito.

Él amplía la sonrisa y asiente:

—Y lo logrará, señor Dogre, ya verá.

Y, por alguna razón, le creo.

Si salto, ¿cuánto tendría que nadar para salir de los terrenos del centro de rehabilitación?

Mierda.

No.

Me restriego el rostro con fuerza, quiero que así se marchen estas ansias locas por volver a consumir. Necesito algo divino que calme los latidos alocados de mi corazón y los pensamientos destructivos que no dejan de llegar.

Estoy en la cocina de mi nueva casa —o lo que sea— mientras contemplo el mar al amanecer.

Fue la puta noche más larga de mi vida. No pude dormir. Los enfermeros pasaron varias veces a verme porque, debido a mi caso específico, no puedo consumir ningún medicamento para sobrellevar la abstinencia; sólo tranquilizarme con té.

Mierda.

Creo que podría matar a alguien por unas pastillas.

Y no lo digo en metáfora.

Carajo.

Me pego en el rostro.

Recuerdo a Aura, bajo las manos y trato de que la tranquilidad del mar se filtre en mis venas.

Obviamente no funciona.

Aura está a miles de kilómetros, en otro país, en casa con nuestros hijos... y con Luca.

No quiero que me abandone y le doy todos los motivos para hacerlo.

¿Quién quiere como esposo a un puto drogadicto? Ni pude preocuparme por Sofía, por lo que causé. Estaba demasiado intoxicado siquiera para pensar.

Tal vez me saquen de la banda. Eso tendría sentido.

Quizá todo esto de poner a Dimas es sólo una artimaña. Primero acostumbran a los admiradores, luego dan el paso definitivo.

Dimas es bueno. Si se propusiera ocupar mi lugar, lo lograría. En unos meses ya ni preguntarían por mí.

Mi reflejo, en una de las puertas de la alacena, capta mi atención.

Me veo tan mal.

Tengo las mejillas hundidas, ojeras, el cabello seco y quebradizo. No soy ni la sombra de lo que fui.

Ya ni puedo depender de mi físico.

Quizá hasta mi voz ha cambiado.

Creo que sólo me queda mi talento...

Mis manos tiemblan bajo mi mirada.

¿Cuál talento? No puedo ni pensar, sólo odiarme. Encontrar todas las razones por las que no soy digno del amor de nadie.

Sólo quiero abrazar a mis hijos y pedirles perdón por no ser el padre maravilloso que creyeron que era.

Rachelle me miraría con desilusión.

Henrik no querría que lo abrace.

Y mis dos pequeñas que vienen en camino...

Seré padre de cuatro niños, cuatro.

Es mucha responsabilidad, ¿puedo hacerlo? Necesito hacerlo.

O Aura se marchará.

Ella es hermosa y talentosa, no tardaría en encontrar a alguien más. Pronto mis hijos llamarían «papá» a otro hombre y fingirían que no existo, que morí.

Eso sería lo mejor.

Morirme.

Carajo.

Otro golpe en mis sienes. Extiendo la mano y tomo el teléfono inalámbrico. Sólo presiono el botón uno y al segundo timbre me responde una de las enfermeras.

—Necesito cinco litros de té.

Cuelgo.

Hoy iniciaré mi terapia. Quiera o no. Claro que no quiero.

¿Cómo voy a contarle todo esto a una persona desconocida?

Se burlará de mí.

Soy el cliché de músico drogadicto.

Qué vergüenza.

Ni he podido hablar con Aura. Ella llamó, pedí que dijeran que estaba durmiendo, pero al menos sé que ha llegado a casa. No quiero decir alguna estupidez que la preocupe más.

¿Y si no está durmiendo sola...?

Idiota, claro que no duerme sola, duerme con nuestros hijos.

Suelto un quejido de pura frustración.

Nunca he odiado tanto a alguien como lo hago conmigo en estos momentos.

Y ya hablé de esto con el médico. Es normal. Todos estos pensamientos destructivos lo son, es parte del proceso, sólo debo luchar contra ellos.

Nada más...

Oh, mierda, mejor me lanzo al mar y que me lleve el carajo.

Abro la puerta del patio y pongo los pies el pintoresco balcón que tiene vista al mar. Descubro que no puedo arrojarme como pensé, caería en la arena y me encontrarían porque hay guardias de seguridad vigilando.

Claro, no podían tener las casas acceso al mar, alguien en serio se arrojaría.

Sería tan patético que intente suicidarme en el mar y sólo me rompa un brazo en la arena.

Y eso me hace sonreír.

¿Qué mierda me pasa?

Necesito un cigarro. Eso sí puedo hacer. Fumar.

Tomo uno de la cajetilla, peleo tres mil millones de minutos intentando encenderlo y propino una calada.

Debería dejar el cigarro también, pero consideré que era demasiado. Será el siguiente paso. Por ahora me conformo con no intentar suicidarme en la arena.

La calma llega lento.

El sonido del mar, la brisa, las gaviotas, todo, me hace respirar hondo un par de veces.

Ojalá ese té llegue pronto.

Y sigo pensando en el té cuando una melodía conocida me rodea. Mi cerebro está atorado en la imagen de la jarra del té mientras los versos de una canción de Agatha llegan como un murmullo.

¿Ahora estoy sufriendo alucinaciones auditivas?

¿Por qué alguien cantaría una canción de mi primera banda? ¿Por qué alguien lo haría aquí?

Mi cuerpo sigue esa voz. Es una mujer con una pronunciación chistosa, así que debe hablar inglés y trata de cantar en español.

No puedo más.

Con esto que late en mi pecho.

No puedo más.

Necesito gritar.

Todo lo que siento.

Todo lo que quiero.

Y que ya no volverá.

Salgo por el costado del patio, a través de la puerta en la cerca. Camino alrededor de la casa, atravieso los matorrales y me abro paso en medio de los que tiene la casa vecina.

La mujer para de cantar.

El patio es igual al mío, como casas clones, pero en la mesa de jardín tiene una guitarra acústica. También hay una taza de café, un libro demasiado grande y un par de pantuflas rosadas en el suelo.

La guitarra incrementa mi jaqueca.

Igual hay sobre población de guitarristas aquí.

En la mesa encuentro que está leyendo a Carlos Fuentes, al parecer es una recopilación de varios de sus trabajos.

Es el autor de «Aura».

La ironía de la situación me hace sonreír.

Al menos ya mi sonrisa no se relaciona con morirme.

Algo me dice que no debería estar aquí. Se supone que la idea de las casas privadas es para guardar la identidad de los pacientes, al menos que ellos se dejen ver en las salas comunes.

Si me expulsan... igual no es tan malo.

¿O sí?

—Hola —saluda una voz femenina a mis espaldas.

Al girarme el mundo entero se detiene.

Una mujer castaña clara, casi rubia, y vestida de blanco, me sonríe y señala la guitarra.

»¿Sabes tocar?

—Sí.

—¿Me enseñas?

La mujer no espera mi respuesta, sino que camina descalza hasta el sofá, se coloca las pantuflas y se sienta; luego toma la guitarra y la sostiene.

»¿Estás bien? ¿Quieres que llame a la enfermera?

Niego.

No estoy bien.

No quiero que llame a la enfermera.

Tal vez me he arrojado por el balcón y me rompí el cuello en la arena.

Creo que estoy muerto.

No existe otra explicación para que «ella» esté aquí.

Esto es el cielo o el infierno.

Es el infierno.

¿Por qué otra razón vería a la mujer que falleció por mi culpa con mi hijo en el vientre?

¿Por qué Ángela, la mujer por la que tengo un tatuaje de alas en la espalda, me estaría preguntando si la enseño a tocar la guitarra?


Nota:

¿Quién sera? o-o

Leo sus conclusiones 🫣

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