TIP 1. ¿Existió, realmente, la maldición de Tutankamón?

El que dio pie a todos los rumores fue el propio Howard Carter al publicar un artículo en Pearson's Magazine, el mismo año mil novecientos veintitrés, que se titulaba La tumba del pájaro.

  Desde que era niño amaba las aves y las dibujaba tal como le había enseñado su padre, Samuel John Carter, que era pintor. Por eso en Egipto, cuando estaba en la ciudad, compró un canario que cantaba con maestría de tenor y se lo llevó con él a Luxor. Los trabajadores recibieron al pájaro con alegría, diciendo que les traería buena suerte, ya que compartía largas horas con ellos con la misma función que en las minas, indicar que no había gases extraños. Y creyeron que sí fue de buen augurio, ya que enseguida de tenerlo encontraron los primeros escalones que descendían hasta el hipogeo de Tutankamón. Después de tantos años de esfuerzos infructuosos, parecía que el canario había traído luz a sus vidas.

  Cubrieron la tumba, le enviaron un telegrama a Lord Carnavon y esperaron a que este llegara para volver a abrirla, ignorando qué había en el interior y con la curiosidad arañándolos por dentro como si fuese una fiera. Esa noche, al regresar a su hogar, el pájaro cantaba como si estuviese festejando algún acontecimiento extraordinario, desconcertando a Carter por lo intempestivo de la hora.

  Cuando, finalmente, arribó Carnavon, que era quien financiaba los trabajos, continuaron con la tarea, notando que el canario se hallaba deprimido y silencioso. Pero en el instante que llegaron a la segunda puerta sellada le trajeron la fatídica noticia de que una cobra se había comido al ave. Justo en el momento en el que se lo decían la vela alumbró los tesoros de la antecámara, como si ambos acontecimientos estuviesen sincronizados, ya que lo primero que apareció ante ellos fue la cabeza que representaba al faraón con el ureo de la cobra. Un escalofrío los recorrió a todos.

  Se quedaron muy asustados ante este presagio de mala suerte, creyendo que se debía a que estaban violando el descanso eterno de Tutankamón. Para alejar el temor le pidieron a Lady Evelyn,  la hija de Lord Carnavon, que estaba en El Cairo, que trajera un nuevo canario y con esta iniciativa la calma regresó. Porque lo cierto era que todos creían que los antiguos egipcios eran expertos en lo relacionado con lo oculto, puesto que su cultura milenaria había demostrado ser capaz de realizar proezas, como las pirámides, que hasta ese momento resultaban inexplicables.

  No obstante ello fue imposible descartar totalmente el miedo porque Carnavon cayó enfermo de improviso. Marie Corelli, la escritora más leída de Gran Bretaña por esas fechas, después de conocer esta noticia dijo que era a consecuencia de haber entrado en la tumba y The Times lo publicó el veinticuatro de marzo de mil novecientos veintitrés, justo cuando hablaba acerca de una mejoría en la enfermedad. La autora reflexionaba que no podía dejar de pensar en que había corrido un gran riesgo «al perturbar el descanso final del rey de Egipto cuya tumba estaba especial y solemnemente custodiada»[1]. Decía, asimismo, que poseía un libro traducido del árabe por Vostier, el profesor de Luis XVI, titulado Historia egipcia de las pirámides, que explicaba que toda una serie de castigos sufrirían los que violaran las tumbas. También expresaba que ponían venenos entre los objetos, para que aquellos que los tocaran padecieran un suplicio. Por este motivo dudaba que la picadura de un mosquito fuese la causante de la dolencia de Lord Carnavon. Cuando este murió pocos días después todos consideraron que Corelli era clarividente y, dada su fama como escritora, el rumor acerca de la maldición se fue extendiendo con rapidez.

  A partir de ese instante aparecieron muchos médiums que deseaban rozar parte de la gloria y argüían que le habían advertido a Carnavon de que continuara los trabajos o que las hijas de Ajenatón le habían transmitido que abandonara sus planes sobre la tumba. Se añadía a todo esto que en el instante del fallecimiento del aristócrata en el hospital de El Cairo se produjo un apagón en toda la ciudad y su perra, en Inglaterra, lanzó un aullido y cayó muerta.

  Aunque la realidad era que en la tumba de Tutankamón no existía ninguna maldición escrita, muchos extendieron la voz de que sí e hicieron correr ríos de tinta, en especial cuando las muertes continuaron. A la de Lord Carnavon le siguieron al poco tiempo las siguientes muertes:

1-En mil novecientos veintitrés la del príncipe Ali Kemal Fahmy Bey, de veintitrés años, que había visitado la tumba. Su esposa, conocida como La princesa trágica, lo mató a balazos en el hotel Savoy de Londres.

2-Ese mismo año la de Aubrey Herbert, de cuarenta y tres años, medio hermano de Carnavon, que se quitó los dientes para curarse de la ceguera y se le envenenó la sangre.

3-En mil novecientos veinticuatro la de Hugh Evelyn-White, de cuarenta años, arqueólogo y profesor de universidad, que se suicidó dejando una carta en la que culpaba de ello a una maldición.

4-En mil novecientos veintiséis la de Georges Bénédicte, de sesenta y nueve años, jefe del Departamento de Antigüedades del Museo del Louvre, que se cayó después de ver la tumba.

5-La de Arthur Mace, de cincuenta y tres años, en mil novecientos veintiocho, que era ayudante de conservador en el Departamento de Antigüedades Egipcias del Metropolitan Museum of Art de Nueva York, colega de Carter y con quien este escribió su libro sobre el descubrimiento.

6-En mil novecientos veintinueve la de Richard Bethell, de cuarenta y seis años, miembro del comité de la Sociedad de Exploración de Egipto, secretario ayudante de Carter durante las excavaciones.

7-Ese mismo año la de Mervyn Herbert, de cuarenta y seis, medio hermano de Lord Carnavon, a causa de una neumonía malarial.

8-En mil novecientos treinta la de Richard Bethell, Lord Westbury, de setenta y ocho años, padre de Richard Bethell, que se suicidó al tirarse desde una ventana después de saber que su hijo había muerto. Mientras el coche fúnebre iba al cementerio atropelló a un niño de ocho años.

9-En mil novecientos treinta y cuatro la de Albert Lythgoe, de sesenta y seis años, egiptólogo del Metropolitan Museum of Art de Nueva York.

  Sir Arthur Conan Dyle, el creador de Sherlock Holmes, era médico y creía en los fenómenos paranormales. Decía en los periódicos norteamericanos que «Un mal primigenio pudo haber causado la enfermedad mortal de Lord Carnavon. Uno no sabe qué fuerzas existían en aquellos tiempos, ni cuál podría ser su forma. Los egipcios sabían mucho más que nosotros de estas cosas»[2].

  Para finalizar, diré que se especula con el motivo que llevó a Howard Carter a iniciar los rumores relativos a la maldición. ¿Era porque él, en efecto, creía en ella? ¿O tal vez para competir con otras historias semejantes y que atraían a los lectores, con la finalidad de que las ventas de su libro se incrementaran? ¿Podía ser, quizá, que de este modo pretendiera ahuyentar a los ladrones de tumbas, haciéndole creer que estaban protegidas por medios mágicos y ancestrales? Puede que la respuesta sea una combinación de todos estos argumentos...

  Más adelante intentó quitarle hierro al asunto en otra publicación, tildando todas estas historias acerca de la maldición de ridículas, cuando lo cierto era que fue precisamente él quien les dio combustible y las inició, ligando la muerte del canario con el descubrimiento de la tumba.

[1] Citado en la página 246 de La maldición de Tutankamón. La historia de un rey egipcio, de Joyce Tyldesley. Editorial Planeta, S.A, Barcelona, 2012.

[2] Página 259 del libro antes referido.

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