PENÚLTIMO CAPÍTULO. 24- El efecto mariposa.
«Ante el devenir inevitable de los acontecimientos, había que buscar atentamente la ocasión, y, al reconocerla, pensar rápido y actuar al instante, saltar pese a no haber puente, nunca volver la mirada atrás».
Zeus conquista el Olimpo, de Marcos Jaén Sánchez[1].
Poneos en mi lugar. ¿Sois capaces de comprender que necesito toda mi fuerza de voluntad para sujetar la moneda de Gerberga y recitar los cantos? A modo de mantra me recuerdo una a una las misiones en las que participé y me repito que contribuí al bien de la humanidad y de mi época. En estos puñeteros minutos traigo a la memoria las enseñanzas de mi mentor, la risa y la ternura de mi padre adoptivo, las caricias de mi abuela y de lady Henrietta, las travesuras de los trillizos, los detalles grabados en la moneda. En Nathan, en cambio, prefiero no pensar.
Pero ante el huracán de mi amor por mi mafioso, de su devoción incondicional de los últimos meses, todos mis afectos pesan menos que mi amante. Y darme cuenta de la magnitud de los sentimientos que me arrollan —porque ahora vivir sin él me resulta imposible— me descoloca tanto que por poco arrojo lejos el translador y nos dejo varados en la antigüedad.
Mi adorable delincuente me observa con cara de decirme «tú decides». Y me suelto —con cuidado— para no obstaculizar el viaje del resto. Me lanzo al vacío de mi pasión, dispuesta a permanecer con Willem en el Antiguo Egipto hasta donde el amor nos conduzca. Que envejecerá y yo no es un detalle que no me interesa. Admito —al fin— mi inmortalidad, pero no constituirá un obstáculo porque lo acompañaré hasta el final de sus días y me dedicaré a él por entero.
En los ojos azules de mi pareja leo la batalla que se inicia entre la felicidad, la culpa por dejar a nuestros hijos en la estacada y sus sentimientos hacia mí... Y vuelvo a colocar la mano como antes. No debo forzarlo a tomar una decisión tan egoísta.
Comprendo que he madurado. Ya no soy la chica exitosa que se creía el centro del mundo. Quien, convencida de ser mala gente a causa de la tortura a la que la había sometido su enemigo Joseph Black, arrasaba por donde iba igual que un elefante en una cacharrería. Aprendí a ser desinteresada, a luchar por el bien común. En la isla de Rodas llegué al extremo de dar mi vida por mis hijas y por mi mafioso. Y ahora postergo mi felicidad y pongo primero el bienestar de las personas que me quieren.
Resulta curioso porque sigo adelante cuando me percato de que la sala se esfuma, pero tan dolorida como si me extrajesen el corazón del pecho y sin anestesia. Me choca admitir que el pequeño instante en el que todo puede ser diferente desaparece en medio de una explosión cósmica interna similar a la que se produce cuando muere una estrella. Porque ya no hay vuelta atrás... Ni espacio para el arrepentimiento. Willem ha tenido la magnanimidad de permitirme decidir. Y mi elección es irrevocable para ambos.
—¡¿En dónde cojones hemos caído?! —mi amante me corta las reflexiones profundas mientras examina alrededor con sorpresa.
—¿En Las Vegas? —Contemplo, anonadada, los edificios con forma de pirámide—. ¿Y qué ha pasado con Tutankamón? No lo veo por aquí.
Nos soltamos con rostro de pánico. Y la moneda cae en el pavimento que imita ser césped, justo sobre la cara que representa a San Jorge. De improviso, arde como si la hubiésemos rociado de acelerante y encendido con un mechero. En pocos minutos el oro se desintegra sin que quede ningún rastro de él.
—Supongo que este numerito significa que de aquí no nos moveremos. —Samuel, pasmado, permite que salga a flote su humor negro—. ¡Fin del viaje! ¡El ticket ya no tiene validez, era solo de ida!... Y os aseguro que esto no se parece ni de cerca a Las Vegas, he estado muchísimas veces allí. Ni huele a flores de loto ni a papiros como este sitio. Y la pirámide a la luz del día es negra y no luminosa como estas. ¡Mi padre tenía razón, era mejor que nos quedáramos en Alejandría!
—Y, que yo sepa, los coches siempre se desplazan por el suelo, en Las Vegas y en donde sea. —Cleo señala cientos de puntitos que vuelan sincronizados.
Ante nuestro desconcierto el semáforo más próximo abre un luminoso que dice: «Atasco a un estadio»[2]. A continuación todos los vehículos se elevan más en el aire —como si formasen parte de un ballet sincronizado— y avanzan pacientes y en orden, sin hacer sonar el claxon. Mientras, millones de luces flotantes les delimitan la nueva ruta. Y todas las letras son en realidad jeroglíficos.
—Antes de que digas nada, Dany, reconozco que tenías razón y que se nos ha ido la mano con los cambios. —Cleo pone cara de perplejidad—. No necesitas echármelo en cara.
—¡Os advertí que debíamos cuidarnos del efecto mariposa! ¡Hemos jugado a ser Dios! —Lanzo un audible suspiro—. ¡Y tú insistías una y otra vez y me alentabas a liarla al máximo! Pero no creas que te culpo, porque al final me entusiasmé con los cambios. ¿Y ahora qué hacemos? No tengo idea de cómo proceder. ¿Se os ocurre algo? ¡Ni siquiera sé en qué punto geográfico nos hallamos!
—No lo dudo, mi amor, me da la sensación de que hemos aterrizado en un planeta extrasolar. —Will me coge de la cintura con fuerza para infundirme valor y seguridad, ¡cuánto lo quiero!
—Jeroglíficos por todos lados, pirámides de materiales que dan la sensación de ser alienígenas y que rozan el cielo. Y que, pese a ello, no esconden la luz solar —analiza Samuel en voz alta mientras estudia el río cercano—. Yo diría que es el Támesis. Quizá la moneda tenía grabado al patrón de Inglaterra para traernos aquí. En mi opinión, sin duda es Londres. Los botes tienen forma de camellos. Son raros, pero ¡al fin algo que se acerca a la normalidad londinense!
—¡De normalidad londinense nada, chico, tú sí que en el fondo eres un optimista! Mira, ese bote también se eleva hacia arriba como una golondrina. —El chillido de Cleo atrae la atención de unas paseantes; las chicas visten túnicas transparentes que les llegan hasta los tobillos y que permiten que se les vean los senos y el vello poblado del pubis—. ¿Deberé buscar a Chris en el firmamento? —Enfoca la vista en el cielo.
—Lo ignoro, Cleo —y para aligerar el ambiente, agrego—: Lo que me preocupa ahora mismo es si debo rajarme la parte superior del vestido y sacar los pechos hacia afuera para mimetizarme mejor entre la gente. Tapados llamamos más la atención.
—Que no se te ocurra mostrar nada, mi vida, no me encuentro preparado para batirme a los puñetazos si a alguno se le da por tocar... Y tanto no desentonamos. —Mi pareja se señala la túnica romana—. Si la tela fuese más ligera y un poco más larga estaría perfecto. La moda aquí es enseñarlo todo, incluso las joyas de la corona. ¡Mirad a esos tíos de ahí! —Señala a un grupo de hombres con la cabeza—. Eso sí, tendría que bordarle a la mía un par de jeroglíficos.
Lo cierto es que no hay diferencia de sexos en cuanto a la vestimenta. Ni siquiera en los adornos ni en el maquillaje del rostro. Y parece que nadie invierte tiempo en depilarse. Solo por esto último merecería la pena seguir aquí.
—Las egipcias no estaban sometidas como en la cultura griega y en la romana, hacían y deshacían —les recuerdo a los demás—. Imagino que Cleopatra y Marco Antonio conquistaron Roma y a partir de ahí occidente se construyó a imagen y a semejanza de la sociedad egipcia. ¡No es de extrañar que ahora no reconozcamos nada! Decía Plutarco que el general estaba acostumbrado a que las mujeres lo mangonearan, algo de lo que todos nosotros damos fe, estuvimos ahí. Así que Cleopatra, sin el obstáculo que representaba la inteligencia diabólica y la astucia maquiavélica de Octavio, se dio el gusto de reinar desde el Capitolio.
—Tú cháchara me parece inoportuna, mi querida Dany. Se te da estupendo analizar, pero ahora mismo estás siendo un coñazo. ¿Y si con tanto cambio he borrado a Chris de la historia? —me corta el rollo mi compañera, las lágrimas se le deslizan por las mejillas—. Y te olvidas de que Cleopatra también soy yo. Y que, de tener oportunidad, sí que hubiese gobernado desde el Capitolio. Por lo tanto lo único que haces es repetir lo que ya sé. ¡Y no tengo paciencia para tus datos históricos justo en estos instantes cuando temo haberme cargado a Chris!
Mientras mi amiga me regaña y se desahoga, uno de los extraños automóviles aterriza en la calle cerca de nosotros. E imaginaos nuestra sorpresa al ver a Christopher descender de él.
—¡Cleo, mi amor, estás aquí! —grita él en griego, feliz, y corre en dirección a nosotros.
Es inevitable que mi mirada se dirija, indiscreta, hacia la zona del bajo vientre de mi compañero del MI6. Tal vez porque mi curiosidad me exige saber si todo sigue igual en este mundo paralelo... Y constato que sí. Sus atributos masculinos son tan grandes como siempre y causarían depresión en los congéneres de mi época en caso de ponerse de moda estos ropajes. Resulta evidente que las nociones sobre masculinidad y feminidad han cambiado y que nosotros deberemos efectuar un curso intensivo de modernidad, pero será un placer vivir en una sociedad más igualitaria.
—¡Ay, mi vida, cuánto te he extrañado! —Cleo se le zambulle entre los brazos—. ¿Cómo me has encontrado?
—Porque mi teléfono me avisó de que tu huella genética se encontraba cerca. ¡Uy, cuánto amor desbordas! —Él la besa con pasión—. ¡Y eso que solo te has ido por un día! Si te hubieses ido a una misión por varios meses, ¿entonces qué harías?
Ante estas palabras los cuatro nos quedamos de piedra. Nos plantamos en nuestros lugares como si fuésemos estatuas.
—¡¿Cómo que solo un día?! —verbaliza Cleo lo que todos pensamos—. ¡Llevamos casi medio año perdidos en el Antiguo Egipto! ¿No recuerdas, acaso, que tú y los demás os encontrasteis con nosotros en el interior de la Gran Pirámide?
Chris la observa tan pasmado que da pena. Es obvio que no tiene ni la más remota idea de qué le habla.
Así que intervengo:
—¿Y a cuál misión se supone que hemos ido Cleo y yo?
—A buscar a los empresarios Duncan Rockrise e hijo. —Señala a Samuel—. Veo que ya habéis dado con uno de ellos... Pero no entiendo, ¿cómo pudo pasar tanto tiempo si recién ayer me despedí de las dos?
—Es muy largo de explicar, mi amor. —Cleo admira, distraída, el cuerpo masculino a través de la túnica transparente; en cambio, yo solo reflexiono que en estos mismos segundos hay otra Cleo y otra Danielle semidesnudas inmersas en la tarea de investigar la desaparición de los bilderbergs—. Mejor vamos a nuestra casa, y, con calma, te lo explico. Y tú también me pones al día de todo este horror. ¡No reconozco nada! Necesito saber qué diantres sucedió mientras estábamos fuera, esto no parece Londres.
—¿Londres? —Christopher pone cara de pasmo—. ¿Qué es Londres? No sé de qué hablas. ¿Llamas así a esta ciudad? Mi amor, estás muy confusa. ¿Acaso no reconoces Nueva Menfis? Vives aquí desde hace largo tiempo.
—¡Vamos a casa ya mismo, me explota la cabeza! —Se nota que Cleo lo dice en serio—. ¡Me cago en la mariposa que causó este tsunami!
—¿Y cómo están los trillizos, lady Helen y Nathan? —Mi mafioso me quita la frase de la boca.
—Muy bien, se las han apañado genial. —Y sonríe divertido—. Me imagino que para cualquiera sería sencillo con tantos robots. Cada uno de los pequeños tiene uno que se dedica en exclusiva a su cuidado, así que los mayores desempeñan las tareas con normalidad. Y el androide de Ofelia la lleva a pasear cada vez que la perra se lo pide, ella lo adora. De sir Alban no sabemos nada, no lo vemos. —Me señala con una sonrisa de oreja a oreja—. Pero tu abuela dice que te extraña. No para de maullar y le da igual que ella intente consolarlo... ¿Queréis que de paso os deje ahí? Me lleva solo un momento desviarme.
—No, mejor déjanos a Danielle y a mí en algún hotel —mi delincuente niega de inmediato—. ¿Me prestas dinero, una tarjeta de crédito o lo que sea para que lo pague? No podemos caernos por allí, primero es necesario que nos recuperemos del shock. No estoy preparado para dejar ahora mismo a Danielle con Nathan e irme con los trillizos.
Mi compañero de misiones le lanza una mirada estupefacta, antes de aclarar:
—¿Dejar a Danielle? Perdona que me entrometa, pero no entiendo por qué tenéis que ir a un hotel. Has pasado tantas noches con ellos que no es lógico que hoy no hagáis lo mismo. ¿U os habéis arrepentido del trío que tenéis montado desde que volvisteis de Oriente?
—Este no es el mundo del que provenimos, Chris —le responde mi amante con cara de horror—. Ya Cleo te lo explicará en detalle y te harás una idea de cómo hemos metido la pata. Danielle y yo ahora mismo necesitamos resituarnos, porque no entendemos nada —e insiste—: ¿Podrías prestarme dinero o tu tarjeta de crédito para pagar el hotel?
—Es que no entiendo el objeto de tu pregunta, Will, los hoteles son lugares abiertos para que todos nos entretengamos. —Luce desconcertado—. Basta que vayáis al que más os guste, os escanean el cuerpo y pasáis. No se paga.
—¿Y qué se paga, entonces? —inquiere mi amor, aturdido.
—Todo lo que excede de uno y que no sea placentero —le explica el otro hombre, pensativo—. Una segunda pirámide, un segundo vehículo. Todo lo básico para vivir con desahogo y lo placentero corre por cuenta del faraón desde la última revolución, hace quinientos años.
—¡¿Del faraón?! —chillamos Will y yo al mismo tiempo.
—Pues no entiendo por qué tanto os extrañáis si vosotros todavía tenéis una monarquía —se burla Rockrise hijo—. Una monarquía en pleno siglo XXI es un anacronismo. Y tan antinatural como un faraón. ¿Cómo podemos ser todos iguales según la Constitución si luego se nos diferencia por la sangre? Y me da lo mismo que me digáis que la británica es una Constitución no codificada, eso no hace que varíe ni un ápice lo que sostengo.
No le aclaro que en realidad soy la duquesa de Pembroke, descendiente de la aristocracia más rancia y con un abolengo que se remonta a Guillermo el Conquistador. ¿Por qué no lo hago? Porque estoy de acuerdo con él.
Conversamos de modo amigable mientras nos subimos al híbrido de avión y coche. Sobrevolamos la urbe, intercambiamos novedades, nos sorprendemos con las noticias y nos maravillamos de los cambios. El Secret Intelligence Service, por ejemplo, es una descomunal pirámide en tonos azules por la que entran y salen vehículos voladores, tantos que se asemejan a las abejas cuando liban las margaritas y otras flores. Y al cuidado de la Inteligencia de Memphis dejamos a Samuel, después de darle un largo abrazo.
Cuando mi amante y yo entramos en nuestra habitación de hotel nos preparamos para descubrir cualquier fenómeno. Y nada más traspasar el umbral nos percatamos de que con solo pedírselo la gigantesca cama de dos plazas —que más que un lecho es una pista de patinaje— se eleva y flota, al igual que la amplia piscina que hace las veces de bañera de hidromasajes.
—¿No te parece que estos nuevos egipcios están obsesionados con que todo vuele? —Mi mafioso me atrae hacia sí.
—Me da pena que Tutankamón no haya conseguido viajar, lo hubieran maravillado todos estos cambios. Los egipcios están obsesionados porque las cosas vuelen y yo estoy obsesionada contigo. —Le recuesto el rostro sobre el pecho y le aspiro el perfume a lirio del cuello—. No quiero que esto termine, deseo estirar al máximo las últimas horas que compartiremos.
—Lo dices como si fuésemos a separarnos, mi amor, y no es así. —Me tranquiliza y juega con mis labios.
Ante este roce sensual me derrito por dentro. Mis emociones se encuentran a la máxima potencia, como si fuese un pararrayos y mi mafioso la descarga eléctrica que baja desde el cielo. Cada terminal nerviosa espera sus caricias.
Bajo los párpados y las sensaciones se intensifican. El sonido de las manos contra la tela del vestido —mientras me lo desata— provoca que la piel se me erice. Y, todavía más, cuando da un golpe seco al caer sobre la madera del suelo debido a las joyas que lo adornan. Solo llevo puesto El Corazón de Danielle.
Escucho con expectación cómo se quita la túnica y la arroja lejos. Aun con los ojos cerrados —para no perder esta exquisita magia— lo tanteo con la pierna. Lo recorro con ella y me estremezco al apreciar la fuerza de los músculos. Y, ¡cómo no!, también la de su excitación. Luego las embestidas son dulces, rítmicas, amorosas. Porque es una noche de ternura, de energía, de amor en el estado más puro. En la que nuestras almas se hablan a través de la materia y dan origen al sexo espiritual. Nunca creí que tal combinación fuese posible. Pero claro, para llegar a la cima primero debía vivir en el Antiguo Egipto —a años luz de lo cotidiano— y subir de nivel al enamorarme hasta las trancas de él.
Por eso a la mañana siguiente —frente a la pirámide del periódico La Voz de Nueva Menfis—nuestras manos ansían en la distancia entrelazarse. Y el corazón se me desgarra mientras intento disimularlo. La brisa que se cuela entre ambos —y que provoca que nuestras túnicas aleteen como estorninos— siento que nos separa de manera inevitable. No me encuentro preparada para la ausencia, por más breve que esta sea.
—¡Aquí estás, Dan! —Mi esposo me abraza, me resulta chocante verlo con la ropa transparente en lugar de con uno de sus trajes cotidianos en la gama de azules—. Hola, amigo mío. Chris acaba de llamarme y me ha comentado que os ha encontrado ahora mismo y qué ha pasado. ¡Ven, cariño, vamos a tu oficina!
Me empuja con suavidad por la cintura. El semblante de mi amante cambia de expresión, no sé si por la mentira que entre todos obligamos a contar a mi colega o por la cercanía de mi marido, que actúa como si estuviesen vigentes sus derechos sobre mí. Es lógico, para Nat solo ha pasado un día. Y por más que Christopher le haya explicado es imposible para él percibir, siquiera, los millones de cambios que se desarrollan en mí.
Por este motivo, apenas les presto atención a los objetos y a los individuos estrafalarios con los que me cruzo. Camino por los pasillos de la pirámide como alma en pena. No sé qué tal lo lleva la otra Danielle, yo solo soy consciente de que me siento morir. Deseo coger a mi delincuente de la mano y salir a las corridas de aquí. Porque esta realidad delirante aplasta los momentos más felices de nuestra relación. ¿Por qué ahora me cuesta tanto disimular mis sentimientos si antes ni siquiera los reconocía? Y a él le sucede lo mismo, arruga el ceño como cuando no se encuentra cómodo.
—Pasen. —Nathan abre la puerta y efectúa un gesto con la mano—. Salgo y vuelvo enseguida.
Reparo al entrar que la disposición y el mobiliario es similar al de mi oficina «auténtica» en The Voice of London. Con una única gran salvedad. El cuadro de Edgar Degas que me regaló mi abuela y que cuesta una fortuna —Bailarina con un arreglo de flores— ha sido sustituido por otro que reza Celebración de Dioniso y Afrodita, cuyos dos protagonistas tienen los rostros exactos de Marco Antonio y de Cleopatra.
—¡Sorpresa! —grita Nat mientras entra con los trillizos: él trae a las dos niñas en los brazos y un robot con forma de columpio a mi hijo.
—¡Mis amores! —grita Will, emocionado.
Los bebés chillan, felices:
—¡Papá, papá, papá!
Y mi mafioso, tan fortachón, se ve enternecedor cuando las lágrimas le riegan el rostro, igual que los aspersores a la gramilla. Imagino que se conmueve porque uno de sus mayores temores —que creciesen y que quemaran etapas sin que él estuviese presente— no se materializa, pues aquí solo ha pasado un día. Pero sí le noto la culpabilidad reflejada en el semblante, lo que me hace preocupar. ¿Me responsabiliza al verlos por la decisión que tomó al cogerme de la falda y salir disparado hacia la antigüedad? Resulta probable. ¿O tal vez me considera responsable por haber estado a punto de quedarse allí para siempre?
¡Ya está bien de darle entrada a los pensamientos intrusivos y de contemplarlos a los cuatro de lejos y con amor! Me les acerco y los pequeñuelos extienden los bracitos. Luego me sonríen con sus encías de ancianos. Los aprieto de uno en uno contra el pecho y me embriago con el aroma a bebé y a colonia. También de uno en uno se los paso a Will para turnarnos.
—¡Se han portado genial! —nos comenta mi marido—. ¡Y eso que se encuentran muy molestos, a los tres les sale el primer diente! Pero son unos campeones, se ríen y hablan entre ellos. ¡No os imagináis cuánto los quiero!
Relata una a una sus proezas, como si fuese un padre orgulloso... Y el ceño de Willem se frunce todavía más. Me preocupa porque deduzco que no augura nada bueno. Quizá estoy con las emociones a flor de piel —siento cómo me borbotean y me crecen por dentro— e igual malinterpreto las señales que emite. Se nota que lo emociona el reencuentro, aunque las circunstancias sean surrealistas. Y las palabras de mi esposo solo lo han hecho reflexionar en los meses que ha permanecido lejos de ellos. ¿O tal vez se le pasa por la cabeza que ha estado a punto de renunciar a los niños y de elegirme a mí? El ceño puede ser un gesto de culpabilidad y mi primera impresión de hace unos minutos ha sido la acertada. ¡Ay, pensamientos intrusivos, cuánto os odio!
Me propongo no dar pie a la negatividad. Después de tantos meses de tocar el cielo con las manos y de ser felices al adaptarnos a una vida más sencilla, no les daré rienda suelta a problemas que no existen. Durante la noche hicimos el amor hasta caer extenuados y nos repetimos miles de veces que nos amábamos y que viviríamos juntos con los trillizos.
Cuando Nathan nos deja —un político lo espera en su oficina— mi delincuente camina hasta mí con Helen y con Liz entre los brazos y se disculpa:
—¡Te juro, Danielle, que no soy capaz! Siento que no puedo robarle la esposa a este tío. ¡Ha cuidado a nuestros hijos igual que si fuesen suyos! Y, mientras, nosotros hacíamos el amor como conejos. Les ha dedicado tiempo, cariño, mimos... ¡Y yo pensaba abandonarlos si tú me lo pedías! De hecho, hemos estado a punto.
—¿Qué es lo que me quieres decir, Will? —El alma se me parte en millones de trocitos.
—Danielle, ¡te juro que te amo, no dudes de mis sentimientos! —habla pausado y susurra con énfasis—. Pero no sé qué ha sucedido conmigo. No soy capaz de ser el mismo hijo de puta de antes... O al menos no en esto. Nathan es una buena persona, me lo ha probado una y otra vez. Siempre ha estado ahí cuando lo necesité y no le importaba nuestra rivalidad... ¿Querías que cambiara? Pues he cambiado, para bien o para mal. El cambio más grande lo produjo el nacimiento de nuestros hijos. Y, luego, cuando moriste, fue el descenso al Infierno. No puedo fingir que no ha pasado nada, Danielle, soy otra persona. Y descubrir que también tengo conciencia es doloroso.
—O sea que aquí se acaba todo. —Un frío polar me conquista el cuerpo y paraliza las burbujas que antes saltaban dentro de mí.
—Lo que te explico, mi vida, es que a pesar de quererte tanto que me mata pronunciar esto, me haré a un lado. —Me clava una mirada emocionada—. No me interpondré entre tu esposo y tú.
Yo no comprendo nada y me quedo con cara de pasmo. Me mantengo en la oficina —inmóvil y en silencio— mientras rememoro las conversaciones y las promesas. Permanezco ahí, como si el mafioso me hubiese abofeteado en pleno rostro.
Aspiro el aire perfumado con la fragancia a loto —me concentro en la respiración— para que no me duela cómo Willem se despide de Nathan con un abrazo y de mí mediante un simple adiós con la mano. Y abandona la oficina en compañía de nuestros hijos. Solo las lágrimas que se le escapan de sus maravillosos ojos azules evidencian cuánto le cuesta.
Reacciono tarde, cuando él ya se ha ido. Y me recrimino por no haber gritado a los cuatro vientos nuestro profundo amor. Porque hay una verdad como un templo: ahora no soy capaz de existir, siquiera, si no vivimos juntos.
Poneos en mi lugar y comprendedme. ¡Cada minuto en el que estamos separados se convierte en una eternidad! El único consuelo que me queda es acariciar El Corazón de Danielle. Y en esta oportunidad os prometo que no se lo devolveré.
[1] RBA Coleccionables, S.A.U, 2017, España, página 73.
[2] El estadio era una unidad de medida. Un estadio egipcio equivalía a aproximadamente ciento cincuenta metros.
Por culpa del efecto mariposa, Danielle tiene la sensación de aterrizar en una galaxia lejana.
Y Cleo está a punto de perder la cabeza.
Por suerte Chris los ayuda y pueden entender qué sucede.
Nathan no advierte el cambio operado en su esposa.
Y ella no se convence de que estos momentos de complicidad con su mafioso se han acabado.
Porque Willem se va con los niños. Y solo sus lágrimas evidencian cuánto la quiere.
https://youtu.be/XPpTgCho5ZA
1) Revista Historia National Geographic, Edición Especial, 8/2014, Grandes revoluciones. Un panorama de los movimientos sociales que han cambiado el curso de la Historia, desde la instauración de la democracia en Atenas hasta la Comuna de París. Editor José Enrique Ruiz-Doménec, RBA, 2014, Barcelona.
2) Revista Historia National Geographic, Nº 172, 6/2018, El valle de los reyes. La fabulosa tumba de Seti I. Editor José Enrique Ruiz-Doménec, RBA, 2018, Barcelona.
3- Revista Muy Historia Nº 96, febrero/2018. Tumbas perdidas. Buda, Alejandro Magno, Cleopatra...¿Dónde están? Y también el artículo Mitos universales y el dossier Los ritos secretos de la inmortalidad en el Antiguo Egipto. G+J, 2018, Madrid.
https://youtu.be/XH3qVHOu5J0
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