EPÍLOGO. El descubrimiento.
«Ninguno de nosotros pudo evitar sentir la solemnidad de aquella ocasión, ninguno pudo dejar de ser afectado por la idea de lo que íbamos a ver: el ritual de enterramiento de un rey del antiguo Egipto que había vivido treinta y tres siglos antes de nuestro tiempo. ¿Cómo aparecería el rey?»
Howard Carter[1].
El Valle de los Reyes amanecía conmocionado. El típico aroma a tierra reseca se mezclaba con el del café, nadie quería dormirse. Tanto la tecnología como los científicos se esmeraban para exponer a la luz el hallazgo del siglo. Reinaba un optimismo total y ninguno pensaba que se iría con las manos vacías.
Hacía unos años el egiptólogo británico Nicholas Reeves había descubierto dos huecos ocultos en los muros norte y oeste de la tumba de Tutankamón. Según él, debido a la prematura muerte del faraón habían tenido que utilizar el lugar de descanso de Nefertiti[2]. Por eso sostenía que, cuando revelasen lo que allí se escondía, sin duda encontrarían la momia de esta reina, modelo atemporal de belleza femenina. Y cuyo busto extraído de las arenas de Tell el-Amarna deslumbraba a los visitantes del Museo Nuevo de Berlín.
Con posterioridad Hirokatsu Watanabe y sus arqueólogos habían estudiado dichas paredes con un radar infrarrojo. Y habían confirmado la existencia de dos espacios y de materiales orgánicos y mucho metal. Nadie dudaba que maravillas similares a las expuestas por Howard Carter el dieciséis de febrero de mil novecientos veintitrés saldrían de su escondrijo milenario esa misma jornada.
Esto de cara al público y a la prensa. Porque tanto el gobierno egipcio como su socio en la aventura, el Secret Intelligence Service, conocían a la perfección la experiencia de los viajeros del tiempo durante meses en la antigüedad. Y por eso se adelantaban a la posibilidad de que surgiera algún descubrimiento sorprendente debido a la relevancia que este sitio había tenido en las andanzas del grupo y a la intervención del fantasma de Tutankamón. Con la excusa de la protección del hipogeo, vetaban el acceso a todos. Solo un pequeño grupo de privilegiados —entre ellos Danielle— se encontraban en primera línea.
—Dame una pista, chico —le susurró la médium al espectro por enésima vez—. ¿Qué hay aquí?
—¡No lo sé, no tengo ni idea! —En el tono se le notaba la intriga—. Ya te he dicho mil veces que no sé nada de esta parte de la tumba. Yo solo me limité a cuidar mis tesoros. Estaba muy aburrido, nadie me hacía compañía. Hasta que llegasteis Cleopatra y tú y me volvisteis loco con tantas preguntas.
Al día siguiente de que restaurasen la línea temporal —de la cual, por fortuna, solo habían estado ausentes un día— Operaciones le propuso que regresara a Egipto. Y la muchacha le rogó a Tutankamón que la acompañase. Contemplar el asombro y la felicidad del amigo hacía que el viaje valiera la pena. Porque el faraón movía la cabeza, agradecido, al apreciar el sarcófago con su momia en el centro de la sala, rodeado de luces que le conferían un aspecto sobrenatural. Lo fascinaba el aroma a esencias desconocidas para él y contemplar cómo la gente —vestida de forma estrafalaria— pronunciaba su nombre con reverencia y le confería de este modo la inmortalidad.
La joven le prometió que lo llevaría al museo para que constatase el cuidado con el que trataban sus pertenencias y para que pudiera acariciar las superficies esmaltadas y las rugosas. También quería que contabilizara cómo acudían cientos y cientos de turistas a rendirle un mayor homenaje.
Dedicarse por entero al faraón le servía de excusa. Porque necesitaba alejarse de Nathan y de su mirada interrogativa, de los silencios incómodos. Y, sobre todo, poner tierra de por medio entre ella y el mafioso para evitar la tentación de ir a buscarlo. Estiraría la estadía en África al máximo y le dedicaría los minutos por entero a su compañero de aventura, le haría tours explicativos que él disfrutaría. Tutankamón se merecía estas atenciones y mucho más por la ayuda que les había proporcionado.
La médium intentaba mantener el optimismo. No ignoraba que su amante necesitaba tiempo para reflexionar y comprender los cambios que se habían operado en él. Y no estaba dispuesta a cometer el error de acosarlo. Él le había insistido cuando no era el momento oportuno y esta conducta los había mantenido apartados.
Sabía que una confesión suya —si le explicaba qué la desvelaba por las noches— haría que el hombre corriera a su encuentro y que nunca se apartase de ella. Pero, aunque todas las fibras de su cuerpo se lo pidieran, debía mantenerse callada por el bien de la relación.
Al meditar en ello, distraída, sin querer trastabilló y a punto estuvo de desmoronarse sobre el suelo. Operaciones la sujetó e impidió que se cayera.
—¿Está bien, Danielle? —le preguntó, pasmado.
—Sí, debe de ser por tanto calor después del clima frío de Londres. —Fingió despreocupación, sabía muy bien por qué era.
—Quizá ha sido prematuro pedirle que me acompañara —repuso su jefe, reflexivo.
—No se preocupe, estoy bien.
La muchacha se distrajo de sus problemas porque el equipo de expertos comenzó a cortar el muro norte con una especie de sierra. Tenían extremo cuidado para no estropear las imágenes que ayudarían al faraón en el Más Allá. Invirtieron horas en la tarea, pero como Danielle controlaba el procedimiento con rigor de especialista le parecieron segundos.
Al final la pared se desprendió, y, con cautela, la cargaron hacia el exterior. El olor a encierro, a moho, a polvo antiguo les inundó las fosas nasales y despertó las expectativas hasta el infinito.
—Primero debemos acceder nosotros tres. —El Ministro de Antigüedades señaló a Smith y a la médium—. Por favor, duquesa, usted primero. Haga los honores, se lo merece después de tanto esfuerzo. —Danielle traspasó el umbral, el corazón le latía a velocidad de vértigo.
—¡Cuán emocionado estoy! —Tutankamón la cogió de la mano; la cabellera se le elevó en el aire y rozó la pared de la cámara.
Como al ministro casi se le salían los ojos de las órbitas al observarla, le explicó:
—El faraón está con nosotros y me ha rozado, por eso el pelo se me ha quedado así.
No habló más porque en la habitación recién descubierta había dos momias en perfecto estado de conservación. Y sin sarcófagos, quizá porque el tamaño del sitio no lo había permitido. Una de ellas portaba una máscara mortuoria femenina rematada en la corona alta —de color azul—, que se acoplaba sobre una banda de oro puro.
—¡Es Nefertiti! —El Ministro de Antigüedades caminó hacia ella como si estuviese hipnotizado.
La joven, en cambio, le dedicó toda la atención a la otra momia. Las vendas eran de color gris verdoso. Y escondían el cuerpo y el rostro consumido por el transcurso de los siglos, con excepción de las manos. Estas estaban libres de telas y la piel avejentada y oscurecida por el natrón se le pegaba a los huesos. Estos datos indicaban que el occiso era una persona anciana. Danielle aspiró el aire y creyó advertir el penetrante aroma de los aceites y de los ungüentos de rosas que Cleopatra solía aplicar en todos los objetos antes de las celebraciones. Pero ¿cómo podría conservarse un perfume sin deteriorarse durante más de dos mil años?
Aunque había una evidencia que resultaba mucho más curiosa que todo lo anterior. Entre el índice y el pulgar derechos el muerto asía una tablilla de arcilla. Y, entre los izquierdos, un papiro.
—¿Qué sucede? —le preguntó Operaciones, solícito.
—Esta momia es inusual desde todo punto de vista. Alguien nos llama la atención sobre ella.
Y, sin pensárselo dos veces, cogió la tablilla con extremo cuidado de no arrancarle el brazo. La sopló para sacar las partículas concentradas encima de ella y luego le pasó el pincel que retiró del bolsillo.
—¡Es increíble! —exclamó extasiada.
—¿Qué es increíble? —El ministro abandonó con reticencia a Nefertiti y fue a mirar.
—Este objeto. —Se lo enseñó—. Tiene dibujado a San Jorge mientras mata al dragón —efectuó una pausa, estremecida, y luego añadió—: Dice en inglés: Aunque os quiero, nunca me he arrepentido. Y la firma que aparece es de Duncan Rockrise.
Y a continuación le entregó la tablilla a Operaciones. Después con precipitación la médium agarró el papiro de la mano del fallecido y lo sopló.
—Es una carta en griego antiguo dirigida a Samuel: Hijo, siento que mi decisión de último momento te haya causado tanto dolor. Resultó inevitable, y, aunque nunca me he arrepentido, ha sido una espina clavada en mi corazón comprender la magnitud del daño que le he hecho a mi familia. Por favor, perdonadme. Siempre vuestro, Duncan.
—Allí hay más objetos. —Se asombró el ministro—. Seguro que muchos de ellos contienen información acerca de vuestra misión en el pasado... Sin embargo, hay algo que no comprendo. —Y se detuvo con gesto reflexivo.
—¿Qué es lo que no comprende? —le preguntó Danielle, intrigada.
—Usted nos ha dicho, duquesa, que nuestra línea temporal ha sido restaurada. Entonces, ¿cómo es posible que Duncan Rockrise desde un pasado alternativo, que jamás existió porque lo borraron, pudiera dejarnos estos mensajes? Y, lo más importante: ¿cómo ha llegado hasta nosotros su momia?
—¡No tengo ni idea! —le confesó la chica—. Está fuera de mi entendimiento saber cómo funciona el efecto mariposa y los multiversos. Pero tengo una teoría: si están aquí es porque Dios deseaba que nos consolásemos y que no nos entristeciéramos.
Y lo pensaba de verdad. Horas después, en su suite del Hilton Luxor Resort & Spa, lucía la misma cara de incredulidad al contemplar las cinco pruebas de embarazo positivas sobre la mesa. Tres eran tradicionales y dos electrónicas. Todas confirmaban lo que ya sabía, pero que le costaba admitir.
En Londres los mareos la habían acosado y al principio le había achacado la culpa al rigor de los cambios experimentados.
—¡Hazte la prueba de embarazo de una buena vez, querida Dany! —había insistido Cleo—. Estás embarazada de varios meses, pero como eres terca igual que una mula no me haces caso. —Y, como casi siempre, su amiga tenía razón.
—¿Por qué no llamas ahora mismo a tu mafioso y le explicas que esperas un hijo de él? —Tutankamón le colocó la mano sobre el hombro para que ella supiera que compartía las emociones, su tacto le daba la energía extra que necesitaba, aunque le cambiase el peinado.
—¡No, es imposible! —negó la chica enseguida.
—¿Por qué no? —se desconcertó el fantasma—. No lo entiendo. Todos sabemos que él te ama y que tú a él.
—Porque deseo que vuelva a mí por propia voluntad y no obligado por las circunstancias. —Danielle tenía los ojos brillantes y las lágrimas se le deslizaban por las mejillas—. ¡Y claro que lo amo! ¡Con toda el alma y por eso me contengo!
El faraón la abrazó. La médium, destrozada, se permitió llorar a lágrima viva. Y apretaba con tanta fuerza El Corazón de Danielle que se hacía sangre, pero no le importaba.
[1] Citado en el artículo El apasionante relato de Howard Carter sobre el hallazgo de la tumba de Tutankamón, de Mónica Arrizabalaga para ABC Cultura, actualizado al 18 de noviembre de 2015.
[2] Otros autores sostienen que Tutankamón utilizó la tumba del anciano Ay y este la de él.
Danielle pone distancia entre ella y el mafioso para no caer en la tentación de ir a buscarlo, pero su tristeza resulta evidente.
No deja de realizarse pruebas de embarazo porque no se lo puede creer.
La tumba de Tutankamón nunca deja de sorprender. Este último hallazgo tiene en vilo a los estudiosos, que no pueden esperar el momento en el que se abran y que expongan el contenido. Puedes ver cómo son las dos cámaras en el croquis. Están pintadas en amarillo.
https://youtu.be/nSDgHBxUbVQ
Historia de las mujeres. La Antigüedad. Modelos femeninos, bajo la dirección de George Duby y Michelle Perrot. Taurus Ediciones, Santillana, S.A, 1993, Madrid.
https://youtu.be/HV576f3219w
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