5- Vagando sin rumbo.
«Cuando te pones en el cielo occidental,
La tierra está a oscuras y como muerta;
Dormimos en cámaras, con la cabeza cubierta,
Un ojo no ve al otro».
El gran Himno a Atón[*].
El mafioso se sujetó a la falda de Danielle igual que antes se aferró a la relación entre los dos. Con todas sus fuerzas, como si tuviese garras en lugar de dedos.
Durante varias horas o minutos sintió que era la cuerda de una cometa, se sacudía hacia un lado y hacia otro en medio del viento feroz. Le resultaba imposible saber con certeza cuánto tiempo transcurría, pues la desesperación multiplicaba hasta el infinito los segundos. A pesar del zarandeo se mantuvo asido a la tela, consciente de que soltarse significaba perder a su exnovia en medio de un tornado o de un agujero negro... O quizá raptada por la propia Muerte, celosa de que se le hubiese escapado. No se trataba de poseer demasiada imaginación, sino que había atravesado con ella situaciones que en principio parecían irreales, pero que eran el pan de cada día para la chica. Lo único que lo tranquilizaba —porque significaba que la tenía muy cerca— era aspirar su sensual perfume, que combinaba los aromas del jazmín, del clavo de olor, del cilandro, del Ylang-Ylang, del jacinto, del pachulí, del sándalo y del musgo de roble. Y que en el bolsillo tenía El Corazón de Danielle. Si salían de esta le devolvería el collar y no aceptaría más negativas.
—¡Dios mío! —Los dedos se le deslizaban hasta el borde—. ¡No puedo perderla de nuevo!
Cogió la falda con toda la energía de la que era capaz. Tanta que escuchó por encima del inclemente ciclón cómo se rasgaba el tejido. Casi en cámara lenta los hilos cedieron uno a uno. Hasta que una ráfaga procedente del norte rajó el paño y el delincuente cayó en el oscuro vacío.
—¡Danielle! —gritó sin pensar en su seguridad, solo en la de la muchacha—. ¡Mi amor, estoy aquí! ¡Te buscaré!
Tampoco supo cuánto se mantuvo en caída libre. Tal vez porque a la inmutabilidad de la nada se le sumaba que al aterrizar con suavidad sobre la arena sufrió un desmayo. Y cuando despertó apenas amanecía.
—¿Cómo diantres he venido a parar al desierto australiano? —preguntó en voz alta, incrédulo, se sentía en la más miserable soledad—. ¡¿Y cómo he podido viajar tanto?!
La arena lo rodeaba desde todos los puntos cardinales y no sabía hacia dónde caminar. Sacó el móvil del bolsillo y lo estudió: no tenía cobertura.
—¡Mierda! —Lo levantó lo más alto que podía mientras caminaba de un lado a otro, tanto que los músculos del brazo se le tensaron y le sobresalían.
Pero a pesar del esfuerzo seguía sin dar señal. Ni siquiera sabía para qué lo intentaba. Conocía a Danielle y a Cleopatra y apostaba a que habían dejado los teléfonos en el coche. Ambas acostumbraban a ponerlos allí a cargar y cuando se bajaban se los olvidaban. Tampoco los necesitaban demasiado, el método de «comunicación fantasmal» les resultaba infalible.
—Danielle, ¿dónde estás? —Aulló y ante la falta de respuesta decidió ir hacia el norte, lo guiaba la brújula incluida en su reloj de muñeca —. ¡Danielle, soy yo, Will! ¡Responde! —Pero nada, estaba más solo que la una.
Avanzó kilómetro a kilómetro. Y no dejaba de llamar a su expareja. Al principio el aire fresco evitaba que se cansara. Pero cuando el sol subió en el horizonte, la caminata se convirtió en una tortura refinada. Pese a que se quitó la camisa y se la colocó a modo de turbante sobre la cabeza, se sentía igual que un cerdo dentro del horno, solo le faltaba la manzana en la boca. El calor provocaba que los músculos del pecho y de la espalda brillasen por la transpiración. Y el hedor a sudor se mezclaba con el de la arena limpia. ¡Odiaba sentirse tan sucio!
Más que el dolor por las quemaduras —como si lo bañaran en ácido— o el tacto áspero de la hirviente arena que calcinaba sus zapatos Aubercy —de más de tres mil euros—, que olían a cuero achicharrado, lo que lo torturaba era la silente calma. No se escuchaba el gemido de ningún animal. Ningún perro ladraba, ninguna cobaya chillaba, ningún gato maullaba. Ni rompía la muda monotonía el susurro de un río ni el gorgoteo de un lago ni el estruendo del mar. Ni siquiera la más mínima voz humana quebraba la placidez aterradora. Salvo la suya cuando se desgarraba la garganta al llamar a su exmujer. Y nada había para ver, aparte de la arena matizada cada tanto por piedras.
Hubo un instante en el que creyó que moriría allí, desprovisto de todo y sin la compañía de nadie. Si se mantuvo firme fue porque temía que su ex estuviera en peligro. Colmó los pensamientos con los avances de los inteligentes trillizos. Rememoró las risas, los llantos, sus esfuerzos por ser un buen padre, pese a las malas elecciones del pasado.
Y se entretuvo al acordarse de la madrugada en la que pilló a Danielle en la habitación de los niños mientras jugaba con ellos y los conocía por primera vez. Se había escurrido en la mansión sin que su guardia pretoriana la detectase.
—¡¿Qué cojones está pasando aquí?! —gritó, aterrorizado, al descubrir que los pequeños flotaban solos alrededor de la estancia.
La chica —en lugar de excusarse— le soltó unas preguntas estrafalarias sobre brujas y sobre cazadores de brujas, que se relacionaban con su cometido de aquel momento.
—¡Quédate a vivir aquí con nosotros! Con tus hijos y conmigo. Yo te amo, muchísimo más de lo que alguna vez te querrá Nathan. —Se humilló al punto de suplicarle—. ¿Por qué no eres capaz de entenderlo?
—Es imposible, tengo que salir de Londres a una misión muy importante. Pero con lo que me has dicho acerca de Brad creo que sería una buena idea que vinierais todos conmigo para que estéis más protegidos. —El trabajo, en esa ocasión, los separaba en lugar de unirlos.
Insistió en que los acompañase y él repuso:
—Tu lugar está aquí con nosotros. Si deseas protegernos quédate en casa y ejerce el papel de madre que te corresponde. —No le extrañaba ahora que la joven se hubiese alejado para siempre de él, se había comportado como un auténtico cavernícola—. ¿Cómo pretendes que recorra el mundo en compañía de tres bebés recién nacidos? ¡La mera sugerencia es ridícula! No eres realista, Danielle, se nota que no tienes la menor idea de lo que me pides. ¡Madura! Debes aceptar que eres madre y quedarte aquí con tu familia.
—No discutiré contigo, Willem, no tiene sentido. Fuiste tú el que tomó la decisión de hacerme madre y quien eligió por mí. No solo quiero que me acompañéis vosotros cuatro, sino Brad también. Al ser descendiente de Mathew Hopkins está en peligro y vosotros con él. No te puedo explicar por qué, pero es necesario que te tomes mi advertencia muy en serio. —Él no le hizo caso y por eso la chica murió para salvarlos, ceguera que le remordía la conciencia a diario.
—O puede ser que los bebés estén en peligro solo por ser tus hijos —la contradijo él, ofuscado por la necesidad de tenerla cerca—. Razón de más para que te olvides de las aventuras y que te instales aquí. Mi gente cuidará de todos nosotros.
—¿Por qué me pones piedras en el camino? —le preguntó, se veía hermosa mientras, enfadada, recorría el dormitorio de los bebés—. Cumpliré mis obligaciones con los fantasmas y con el MI6 le pese a quien le pese. ¡Y nada hará que cambie! No me siento madre ni tengo la intención de ejercer como tal, por este motivo te di la custodia. ¿Qué más quieres? ¡Considero que ya es demasiado que me preocupe por la seguridad de estos monstruos pequeños cuando yo no elegí traerlos a este mundo!
—¡Tu principal obligación es con ellos, da igual cómo se engendrasen! Ahora están aquí y esta es la realidad —gritó él, enfadadísimo, en tanto sus hijos flotaban en el aire, encantados, sin enterarse de que los señalaba—. ¡Y conmigo, no puedo cuidarlos yo solo!
—Sé que te las apañarás, eras tú el que necesitaba ser padre. Y si no, pues haber preguntado antes. ¡O contrata tres niñeras! Dinero te sobra.
Efectuó una pausa y continuó:
—Siempre que hablas te olvidas de algo, Willem. Estoy casada con Nathan, lo amo y somos muy felices. ¡Nunca me arrepentiré de nuestra boda! Lo único que lamento es no haberle propuesto matrimonio mucho antes.
La tenía cogida del brazo, y, al oír estas palabras, sintió que el dolor y la impotencia anidaban en su alma. Tiró de ella y se la aproximó al cuerpo.
—¡¿Para qué me hablas de ese imbécil?! ¿Te haces una idea, Danielle, de cuánto te extraño en mi cama? —Sentía que ella lo apuñalaba directo al corazón—. ¡No parece que recuerdes cómo tu piel se estremecía al acariciarte! ¿Y te olvidas de cuánto te amo? Ver a nuestros hijos es como tenerte a ti, sois como gotas de agua. ¡Necesito que estés con nosotros! ¡¿Cómo has podido olvidar lo bien que nos llevábamos cuando vivíamos juntos?!
—Cambias de tema y te vas por las ramas. —Él creía que la joven no se dejaba arrastrar por los sentimientos, pero en el presente comprendía que con su actitud había matado el amor—. Vendréis conmigo para que os protejan el MI6 y mis fantasmas, ¿sí o no?
—¡Por supuesto que no! —Ignoró el peligro extremo que corrían, solo pensaba en que se mudase con él—. Además, que tú y el MI6 se encuentren cerca no significa que estemos a salvo. ¿O te has olvidado de lo que pasó en Japón? Alguien murió y tú estuviste a punto.
Al apreciar el profundo dolor en la mirada azul y cómo escondía la cara entre su abundante melena rubia, la abrazó y la besó igual que cuando eran pareja. Jugó con los labios femeninos e intentó que comprendiese su necesidad. Le dio la impresión de que sí lograba el objetivo —que reconocía ante sí misma que lo amaba—, pero el destino jugó sus cartas de otra manera y todavía seguían cada uno por su lado... Y nunca recuperarían aquella proximidad.
Recordó, también, los momentos más agobiantes. Cuando Satanás la asesinó y arropó su cadáver entre los brazos. Creyó que él también moría de tanto dolor, como si le arrancasen de cuajo el corazón. La culpabilidad lo desgarraba por dentro. Y ahora la dejaba en paz para que continuara con su vida y fuese feliz. E, incluso, intentaba mantener un vínculo amistoso y sin segundas intenciones.
Le prometió a Danielle que conocería a otras personas y lo intentó. Con reservas, porque sabía que le sería imposible encontrar una relación similar. Cierto que al lado de ella los días eran un descontrol debido a las misiones y a los fantasmas, pero nada los superaba en cuanto a emoción. Estaban en Londres o en Brujas y al momento siguiente viajaban a la otra parte del mundo. Y terminaban montados en elefantes o rodeados de tiburones o se medían contra samuráis o contra brujas cabreadas o contra el mismísimo Diablo. Para su desgracia, lo mismo que la apartaba de él era lo que lo hacía amarla con toda el alma. ¿Cómo podría conocer a una mujer que le inspirase un sentimiento semejante? Le resultaba inverosímil, aunque para hacer honor a la promesa trató de divertirse con alguien más. Willem, distraído ante tanta remembranza, puso mal el pie mientras bajaba por la duna y se lo torció.
Rodó desmadejado, como si fuese un muñeco de trapo. El agotamiento hizo mella en él y no conseguía erguirse. Luego se preguntó para qué luchar contra una muerte inevitable. Se hallaba solo y sin agua —encima, en medio del desierto australiano— y lo rodeaba arena, arena y más jodida arena.
¡Pero no, no se daría por vencido! No claudicaría a la primera de cambio, los pequeños lo necesitaban. Debía encontrar a Danielle y a Cleopatra, que seguro lo pasaban tan mal como él. Y luego entre los tres hallarían la solución al problema.
—Antes hemos reconducido peores situaciones que esta. —Se puso de pie y avanzó; las horas de sol implacable habían pasado y ahora no le cortaba la piel como antes, aunque estaba rojísima y repleta de ampollas—. ¡Te buscaré, Danielle, seré fuerte!
Para distraerse recordó su cita en Melbourne. La joven era una empresaria irlandesa en viaje de negocios.
—Me gustas mucho, Will. —Ella se lo comía con los ojos mientras cenaban y daba la impresión de que el primer plato era él y no la langosta que habían ordenado—. Eres guapísimo. ¿Vives en Londres?
—Ahora sí, pero soy belga —le contestó con apatía y sin responder al halago, pues lo dejaba tan frío como un témpano; ella era muy hermosa, pero le faltaba el brillo y el aura de misterio de Danielle que a él tanto lo atraía—. ¿Por qué? Siento curiosidad. ¿Vives en Londres?
—¡Sí! —Kate le efectuó un guiño—. Me encantaría encontrarme contigo en nuestra ciudad y continuar esta conversación. ¿Verdad que Australia es demasiado salvaje, impropia para una charla civilizada? Te alejas un poco de la urbe y da la sensación de que la naturaleza te engulle.
—Para nada, ¡amo la Naturaleza! Con mi yate suelo recorrer los océanos y los mares. —Pero se arrepintió en el acto al pronunciar estas palabras, pues debía hacer un esfuerzo por salir con alguien y le daba igual una que otra—. Te llamaré, entonces, cuando regrese a Inglaterra. Todavía debo permanecer aquí el resto de esta semana y de la siguiente.
—¡Qué pena, Will! —exclamó ella y por la decepción pintada en el rostro parecía sincera; no le apetecía hacer nada, pero se alegró de no haber perdido su toque ni su atractivo—. Yo salgo para casa mañana por la tarde.
Cuando terminaron de comer y empezó a despedirse, Kate lo frenó:
—¡La noche es joven! —Se le acercó y le frotó el pecho por encima de la camisa entreabierta—. Además, nos alojamos los dos en el The Langham... ¿Te gustaría subir a mi habitación y nos bebemos la última copa?
Era una invitación clara para pasar la madrugada juntos y tener sexo. Pero, si era sincero, a pesar de su belleza no se sintió tentado en lo más mínimo. Desde que habían nacido los bebés espació este tipo de citas. Las utilizaba como un mero desahogo fisiológico, pues odiaba la frustración que lo inundaba después de estos intercambios sin pena ni gloria. Solía encontrarse en un motel con alguna de sus antiguas conocidas, que no esperaban ningún preámbulo y menos cenas, rosas o frases románticas. Y así tiraba, pero cada vez las dilataba más. De hecho, no se acostaba con nadie desde que regresó de la isla de Rodas.
Pensó en la promesa que le había hecho a la madre de sus hijos, y, a regañadientes, aceptó. Se dejó llevar mientras Kate le ponía una copa de champán entre las manos. Y también cuando lo besó apasionada. En el momento en el que le desprendió —uno a uno— los botones de la camisa, cerró los ojos y permitió que ella continuase. Incluso le acarició los labios con los suyos y la estrechó contra el cuerpo.
—¡Me enloqueces! —La chica perdió la compostura y le apretó los músculos de los brazos; luego, le desabotonó el pantalón.
—¡Tú también, Danielle! —pronunció y le rozó el cuello con la lengua—. ¡Siempre me enloqueces!
Sintió que Kate se tensaba y que se apartaba de él. Ignoraba el porqué de este cambio de actitud.
No tenía idea hasta que ella lo acusó:
—Me has llamado Danielle. ¿Quién es? Creo que no has sido sincero. Dime: ¿Danielle es tu esposa?
La soltó como si le quemase, y, vencido, se sentó sobre el lecho con los hombros caídos.
—Es mi exnovia, la madre de mis trillizos. —Sintió que la realidad lo derrotaba, nunca le había pasado antes algo similar—. Lo siento. Y perdóname, está todo muy fresco aún.
—¿Todavía la quieres? —Kate se acomodó en la cama como para una charla prolongada.
—Sí, pero ella se casó con otro hombre. —El peso de su amor por Danielle lo aplastaba y le imposibilitaba seguir adelante—. No puedo condenarla porque si me dejó fue por mi propia culpa.
Y, así, lo que se suponía que sería una noche de placer culminó en una sesión de psicoanálisis. Habló todo el tiempo de su ex y de cómo cuidaba a los bebés. Los dos seguían tendidos de espaldas sobre la cama, vestidos y sin intención de consumar el acto sexual. ¡Vaya salida! Quedaron en encontrarse en Londres, pero ambos sabían que lo decían por compromiso. Willem no era un buen partido para una mujer que buscaba compromiso. Seguía atado a un amor del pasado y cumplía con sus responsabilidades del presente.
De improviso, detuvo la marcha. Había siete u ocho chozas en medio del desierto. Sin duda era un espejismo por la falta de agua y por el cansancio extremo de la jornada. Un asentamiento en medio de la nada solo constituía una mera alucinación.
Pero al arribar a ellas no se desvanecieron. Pasó la mano por la superficie rugosa de la madera y entró en la más grande. Cuando superó el acceso se quedó pasmado al encontrar una armadura, un casco coronado de plumas, cotas de malla, escudos, espadas de distintos tamaños. En el extremo derecho había túnicas de tela y sandalias de cuero.
—¿Estarán filmando una película? —susurró, confundido.
Sin pensárselo dos veces se quitó la ropa y los zapatos y los escondió en una especie de mochila antigua. Se enfundó una de las túnicas, y, en los pies, una especie de caligae hechas de cuero. A decir verdad, los objetos le dieron muy mal rollo.
Sabía que algunos nativos australianos vivían de una manera muy primitiva, pero lo que acababa de encontrar estaba fuera de contexto. En especial, el estandarte con un águila. Willem sabía a la perfección lo que significaba. Se resistía a admitirlo, prefería achacárselo a la desorientación por la ausencia de líquidos o a algún filme que se rodaba en el desierto.
Pero cuando un legionario romano entró a las corridas y le entregó un papiro, supo que la habían liado de nuevo.
—General —pronunció el hombre en latín—, estas son las nuevas órdenes. Os esperan en Alejandría.
[*] Atón es el sol, considerado único dios por el faraón hereje Akenatón. Citado en la página 377 de Tutankhamón. Vida y muerte de un rey niño, de Christine El Mahdy. Ediciones Península, S.A, Barcelona, 2002.
El mafioso cae solo en el desierto del Sahara, aunque todavía no lo sabe.
Para no claudicar ante la muerte piensa en los momentos que compartió con Danielle.
Pero esto no le sirve cuando se topa con una legión romana.
https://youtu.be/EYb84BDMbi0
Historia National Geographic. Atlas Histórico. Mundo Antiguo. Egipto. Próximo Oriente. Grecia. Roma. EditorJosé Enrique Ruiz-Doménec, RBA, 2016, Barcelona.
https://youtu.be/lYwwUos6coA
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