4- Perdidas.
«¿Por qué, si nada perdura, si no hay promesa alguna de permanencia en pensamiento o acto, si nuestros pequeños sistemas tienen su día y dejan de existir, deberían los hombres recrearse en eras pretéritas, viendo que, a pesar de todas sus investigaciones, no pueden arrojar luz sobre cosa alguna que pueda servir como guía para el futuro, ni establecer principio alguno salvo el de la inevitabilidad del cambio?».
The Times, 1º de diciembre de 1922[1].
¿Os cuento un secreto? Creo que ha sido una pésima ocurrencia visitar a mi mafioso en Melbourne sin la protección extra que me proporciona tener a mi esposo cerca. Aún está demasiado reciente la experiencia de la isla de Rodas, cuando el Diablo lo poseyó para controlarme y luego me sedujo con vergonzosa facilidad. Mientras me abrazaba perdí la cabeza y me dejé enredar por el calor de nuestros cuerpos, de nuestros besos, de nuestro pasado en común.
Resulta irónico que, aunque mi ex no recuerde nada en absoluto, estos instantes flotan todavía en el presente y no consigo liberarme de ellos. Solo necesitaba que coincidiéramos en cualquier espacio sin Nathan y sin los bebés de por medio —como ocurre ahora en esta cafetería céntrica— para ser consciente de lo que anida dentro de mí.
Verlo tan guapo mientras me espera sentado a la mesa me hace babear y provoca que un ejército de mariposas me revolotee dentro del estómago. Un revuelo que se torna más intenso cuando Cleo anuncia que no irá a la playa con nosotros. Luego, mientras nos preparamos para hacer kitesurf, me cuesta controlar que la excitación no me delate. Imagino que le paso la lengua por la piel caliente para probar el sabor a mar y a algas. Encima, aprovecho cualquier excusa para tocarlo y para palparle los músculos —más esculpidos que antes— y compruebo cómo se sienten al tacto ahora.
Tampoco ayuda nada compartir con él el espacio limitado del avión privado y escuchar sus carcajadas ante mis chistes. Reprimo las ganas de detallarle los sucesos que acontecieron mientras combatíamos a nuestro enemigo en la acrópolis de la cima de la colina de Lindos. Si os soy sincera, quitarme la tentación del camino es el motivo por el que insistiera tanto para que conociese a otra mujer. ¿Por qué los sentimientos que he constreñido se han desbordado aquí en Australia y justo ahora? ¡No lo entiendo! ¿Será porque mi delincuente ha conseguido, al fin, sentir con mi corazón y ver con mis ojos?
Sin embargo, las emociones que me invaden son el menor de mis problemas, pues en la entrada de Jewel Cave Cleo coge un collar y comienza a desaparecer. La sujeto de inmediato, no permitiré que se desvanezca en el aire, sola, como en nuestra misión de Japón.
—¡Suéltame! —me pide ella, preocupada por mi seguridad.
Fuerzas de polaridad inversa tiran de nuestras extremidades en sentido contrario y se ensañan con nuestras carnes. Se comportan como si quisieran desgarrarnos en mil pedazos, mientras un peso me sujeta a modo de ancla y se halla a punto de rasgarme la falda. A continuación una ráfaga de aire polar nos eleva y nos hace girar una y otra vez sobre nosotras mismas, como si fuésemos simple peonzas. Y el olor de la tierra reseca me llena las fosas nasales y provoca que me suba la bilis.
—¡Me mareo, es horrible! —se lamenta Cleo, desesperada.
—¡No pienses en ello, amiga, y cierra los ojos! —chillo, temo que el silbido del viento le impida escucharme—. ¡Recuerda que en esto estamos juntas!
El mismo mareo me inunda, pero me hago la fuerte. Cuando creo que el desmayo resulta inevitable, una boca gigante nos succiona y nos escupe sobre un suelo muy blando sobre el que caemos despatarradas.
—Es arena. —Cleopatra, confusa, se apoya sobre las rodillas.
—No tengo idea de dónde estamos. —La cojo de la mano mientras nos recuperamos de la mala experiencia—. Pronto amanecerá y veremos en qué sitio nos hallamos. Seguro que estamos cerca de la cueva. O un poco más lejos, en St. Kilda quizá.
—Lo dudo, no hay ninguna luz —me contradice ella—. ¿Un apagón que deje sin electricidad a todo Melbourne?
—Sí, tienes razón, no volamos tanto como para caer en la otra punta de Australia. Han sido solo unos minutos, aunque nos hayan parecido horas. —Muevo la cabeza de arriba abajo y me muerdo los labios—. Entonces debemos de seguir cerca de Jewel Cave, en algún sitio salvaje.
—Parece mágico ver las estrellas y los planetas de nuevo. —Mi amiga, melancólica, lanza un audible suspiro—. Llevo largo tiempo sin poder observarlos, desde que dejé Egipto y me fui con Chris y contigo. ¡Qué instantes maravillosos aquellos! De verdad, Dany, compartirlos con vosotros fue increíble, eres una amiga de verdad. —Al escuchar estas palabras que suenan a despedida me da la impresión de que me estrujan el corazón.
Para evitar los pensamientos negativos me distraigo al recordar algunos de los momentos a los que la reina se refiere. Porque fue en el Kempinski Nile Hotel Cairo donde se enamoró de Christopher Kendrick, el compañero de misión con el que me acostaba. Cada vez que levantaba los párpados tenía la cara de Cleopatra pegada al rostro y los ojos se clavaban en mí, expectantes. Al regresar del baño siempre ocupaba mi espacio en la cama y se abrazaba a Chris. Ni falta hace mencionar que me cortó el rollo y me hice a un lado.
—Chica —cansada, la regañaba—, ¿no te parece que eres demasiado insistente?
—Míralo, ¡es taaan guapo! —No lo soltaba ni a sol ni a sombra—. ¡Y taaan tierno! Por Osiris que no consigo dejar de contemplarlo.
—Has tenido un flechazo. —Intentaba ser empática, si bien no lo conseguía demasiado—. Pero él está vivo y tú no. ¿Cómo haríais?
—Podría introducirme dentro de tu cuerpo y poseerte. —Y esperaba a que aceptase la sugerencia—. Entonces al pasar la mano por esta piel bronceada sentiría su calor y a él se le erizaría de placer al sentir mi contacto. Luego lo acariciaría con la lengua, empezando por los párpados, y lo miraría a los ojos para apreciar cada cambio en su cara al gozar con mis caricias.
Y así, después de ocupar el cuerpo de la agente y traidora Aline Green y de muchas idas y venidas, se casó con mi colega. Más que fiesta de boda fue una batalla, pero esta es otra historia...
—Empieza a amanecer —me interrumpe Cleo los pensamientos; después de un silencio prolongado, añade—: ¿Sabes, Dany? Me ha parecido escuchar la voz de Willem al irnos. Además, sé que me he dado cuenta de algo importante, pero no consigo traerlo desde el inconsciente.
—¿La voz de Will? —le pregunto, incrédula, casi sin escuchar el resto—. No es posible, él se ha quedado en Perth. Tenía que ultimar unos negocios.
—¿Y desde cuándo Willem hace lo que dice? —me replica mi amiga—. Debo confesar que ya de por sí me asombraba que se despidiera de nosotras tan tranquilo después de bajar del avión. ¿Que no se ofreciese a llevarnos? ¡Era inaudito! Por eso es por lo que no me ha extrañado oírlo, seguro que nos espiaba.
—Tendría que estar aquí con nosotras, Cleo, y de momento nos encontramos solas. —Me hallo convencida de que se equivoca—. Igual has escuchado a alguien más.
—¡Lo dudo! Y no sé cómo explicarte que ahora no lo oigamos. —Observo, en la penumbra, que mueve la cabeza; mientras, el sol sube poco a poco en el horizonte—. Pero si de algo estoy segura es de que Will sería incapaz de perderte de vista en el aire sin hacer nada. Y no te olvides de que él conocía a los Rockrise, podría habernos ocultado datos. ¡Juraría que está aquí! Le gusta controlarte, aunque ahora solo sea el padre de tus hijos.
—Desde que me balacearon en Rodas ha cambiado, parece otra persona. Nathan me contó que tuvo que detenerlo porque estaba dispuesto a morir también —admito, reflexiva—. Pero para sacarnos de dudas lo mejor es que lo llamemos.
Así que las dos nos ponemos a gritar su nombre con todas nuestras fuerzas... Y, como resulta lógico, nadie nos responde. Pero pronto nos olvidamos de esta incógnita, pues nos quedamos de piedra al contemplar a nuestro alrededor con los primeros rayos del sol. Creo que para nuestra tranquilidad mental era mejor que siguiéramos a oscuras.
—¿Cómo es posible? —Verbaliza lo que ambas pensamos—. ¿El Valle de los Reyes? ¡No puede ser! ¿Y si alucinamos? —Yo por mi parte analizo, callada, lo que me permite apreciar la tenue claridad.
—¡La situación es todavía peor! No veo el suelo de la entrada —hablo con lentitud—. Tampoco vehículos ni turistas, quizá por la hora. —Intento engañarme.
—Aproximémonos, Dany —me apremia mi amiga—. Me parece que...
—¡Por favor, Cleo, aún no lo digas! —la corto enseguida, pues las palabras al pronunciarse se vuelven definitivas, como cuando un vaso lleno de líquido se desparrama por el suelo—. Primero vayamos más cerca.
Caminamos despacio, como sonámbulas. Mientras, el día nos envuelve y nos calienta la piel. Y nos muestra que lo imposible, una vez más, se ha convertido en realidad. La verdad es palpable y nos llega a través de los cinco sentidos. El viento tiene aroma a papiro, la arena es áspera, sabe amarga y se nos cuela por todos los recovecos. La ausencia de sonidos modernos nos aplasta. Porque delante de nosotras se encuentra el Valle de los Reyes con una apariencia que no es la actual. ¿Para qué silenciar lo evidente?
—Hemos ido al pasado —pronuncia Cleopatra muy bajo—. No tengo la más mínima duda.
—Ni yo —coincido con ella y suspiro; la cojo del brazo para indicarle que sea lo que sea lo importante es que estamos juntas—. ¿Pero cómo hemos podido desplazarnos tanto en el espacio y en el tiempo, así, sin más?
—No lo sé, tú tienes más experiencia que yo en estos temas —aspira con fuerza y agrega—: Ya has ido antes al pasado con tu maestro Da Mo. ¿Tan difícil era?
—No, con él viajamos en un parpadeo y no tuvimos estas horribles sensaciones. —Refresco la memoria para comparar.
—Es de lo más extraño —susurra ella y se le nota la emoción en la voz—. Este olor a arena reseca me resulta familiar. Cuando gobernaba acostumbraba a visitar Tebas[2] por lo menos una vez cada dos años. También Menfis[3], aunque amaba Alejandría y mi vida estaba ahí. Recorrer Egipto constituía la obligación de una reina, resultaba vital que conociese los problemas de mis súbditos de primera mano. Por algo llevaba la corona del Alto y del Bajo Egipto, no por mero adorno... Y aquí estoy, de nuevo, y solo puedo preguntarme: ¿cómo hacemos para marcharnos y regresar con mi esposo? No reniego de mi pasado, pero amo el presente que comparto con Chris. ¿Te imaginas cómo se sentiría si vuelvo a abandonarlo?
—No lo abandonarás, Cleo, hallaremos la solución. Déjame pensar —le pido, mientras proceso la información—. ¿Y si medito para encontrarme una vez más con mi maestro?
—¡Qué excelente idea! —Luce más tranquila—. Buscas a Da Mo y enseguida nos lleva de regreso al presente con Chris, Nat y los niños... Claro que primero tendríamos que buscar a Willem, no debemos dejarlo apalancado en Egipto, por más que sea un coñazo y que siempre nos ocasione problemas.
—¡Y dale con lo mismo! —Me río, contenta, al apreciar que hemos dado con el camino a seguir—. ¡Cleo, es imposible que Will haya viajado con nosotras! Y en cuanto a los Rockrise, no tengo idea de qué habrá sido de ellos así que ahora, cuando vea a mi mentor, le pido que nos ayude también con nuestra misión. ¡Y matamos dos pájaros de un tiro!
—Y yo insisto en que he escuchado a Willem cuando nos esfumábamos. Así que, por favor, cuéntale lo que me ha parecido —machaca mi compañera sin que la convenza—. Solo hay que dar con él. De lo contrario lo dejaremos varado aquí y habrá que volver al pasado a buscarlo.
—¡Está bien, se lo diré! —le prometo con la finalidad de tranquilizarla.
Me siento sobre la arena y cruzo las piernas en posición de loto. Luego me concentro en el latido de mi corazón. Inhalo y exhalo con lentitud para enlentecer las pulsaciones. La sangre que bombea se impregna con el profundo amor que siento hacia mi mentor. Recreo sus rasgos, la amabilidad, la paciencia infinita ante mis fallos. Para mí Da Mo representa la perfección del espíritu. Con los ojos cerrados —relajada— visualizo que me encuentro en el monte Songshan, de la provincia china de Henan. Levanto los párpados cuando el aroma de la arena y de la tierra desértica dejan de rasparme las fosas nasales como si fuesen lijas y aspiro el perfume de la hierba y de las piedras. Como en todas las ocasiones anteriores he conseguido desplazar mi alma en tiempo récord.
Pero, aunque me hallo junto al mismo precipicio de siempre y pocos aspectos de la geografía han cambiado, sí que existe una diferencia abismal: mi maestro no está. Ni tampoco sus discípulas.
—¡Da Mo! —grito a todo pulmón—. ¡Maestro, estoy aquí! ¡Ven a mí!
Y, para mi desesperación, solo me contesta el eco de mi voz al retumbar contra la montaña. Al principio me cuesta encontrar una explicación racional porque me siento desolada. Él me ha acompañado en casi todas las misiones y me ha guiado en los momentos de debilidad. Ahora me siento desnuda y en la más completa soledad sin su protección. La lógica me indica ante los datos de los que dispongo, que hay una única explicación razonable para que no se reúna conmigo. Y es que todavía no ha nacido. Si no me equivoco, Cleo y yo nos hemos desplazado en el tiempo antes del siglo sexto después de Cristo. ¡¿Cómo ha podido ocurrir algo así?!
Me resisto ante las evidencias y vuelvo a gritar:
—¡Da Mo, soy yo, Danielle! ¡Por favor, Gran Maestro, ayúdanos!
Pero nada, el silencio corta mis esperanzas como si fuese un puñal. De repente me cogen del brazo y me sacuden. Es Cleo.
—¡Despierta, Dany! —exclama con preocupación—. ¡Creo que viene gente!
En efecto, los vozarrones de varios hombres se oyen desde lejos. Todavía no se distinguen las palabras.
—¡Escondámonos cerca del montón de escombros! —me apremia, asustada.
Nos ponemos en movimiento en un santiamén. Y, rápidas, nos tiramos detrás de la pequeña montaña de desechos mezclados con arena y con grava. Huele fatal, como si hubiese decenas de ratas muertas. Allí nos hacemos dos ovillos e intentamos pasar desapercibidas. Con un ojo atisbo el panorama y trato de descubrir quiénes se aproximan.
—Willem no es —susurra Cleo, convencida de que tarde o temprano encontrará a mi mafioso perdido por el Antiguo Egipto—. Debe de ser la guardia encargada de vigilar las tumbas. Hablan en egipcio.
—Sí, tienes razón. —A medida que se aproximan los entiendo más nítido.
Como historiadora aprendí esta lengua muerta en la Universidad de Oxford, al igual que el latín y el griego antiguo, entre otras. Pero no os equivoquéis. A pesar de que con la piedra Rosetta[4] consiguieron descifrar los jeroglíficos y también el demótico no se sabe con exactitud cómo se pronunciaban, pues para escribir omitían las vocales porque todos las conocían. Lo mismo que hacemos nosotros cuando enviamos un whatsapp.
Gracias a Cleopatra pude hablarlo con precisión. Porque ella fue la primera gobernante de la Dinastía Ptolemaica que se preocupó por hablarlo a la perfección. Y, encima, conocía el griego, el latín y muchas lenguas y dialectos de su época. Que los guardias hablen este idioma nos indica que nos hallamos en un período anterior al siglo tercero de nuestra era, ya que con posterioridad se comunicaban en copto. Poneos en mi lugar, reflexionar sobre datos históricos me ayuda a sobrellevar el transcurso de los minutos y la incertidumbre mientras la policía del valle efectúa la ronda y comprueba las entradas de acceso a las tumbas.
—Supongo que ahora que estamos solas deberíamos analizar por qué nos dejaron los dos objetos. —Un lamento involuntario se me percibe en la voz—. ¿Por qué un collar con un escarabajo y una barca? ¡Y yo que me cuidaba de los escarabajos que caminan, después de la predicción de Nostradamus! Y me he puesto en peligro por un simple collar. —Efectúo una pausa—. Imagino que el que los colocó deseaba hacer referencia a la muerte, puede que guarde relación con el culto a Kepri. Como el escarabajo pelotero hace una bola de estiércol con sus huevos y la arrastra de un lado a otro, para los egipcios simbolizaba la muerte y el renacimiento. El escarabajo moría y sus hijos surgían de la boñiga... Quizá se refiera a los trillizos y a mí... Más adelante en el tiempo los sacerdotes de Ra equiparaban la bola del escarabajo al sol, símbolo de vida, y creían que un escarabajo gigante empujaba al astro rey por el cielo. Por eso en todas las tumbas hay tantos escarabajos y tantos amuletos con su figura. En cuanto a la barca, Ra al amanecer, que tomaba el nombre de Atum, viajaba en una junto a los espíritus que habían abandonado poco antes sus cuerpos... Creo que todo lo que nos han dejado nos lleva a pensar en la muerte, Cleo, en la muerte tuya o en la mía o en la de ambas. ¡Pero qué puedo explicarte yo a ti si tú lo sabes mejor porque lo viviste!
—Sí, lo sé. —Mi amiga, entristecida, aprieta el collar entre las manos con fuerza—. ¡Era esto lo que me estrujaba el cerebro y no recordaba! Pensaba en ello cuando nos ha cogido la tempestad y tanto bamboleo ha hecho que lo olvidase por un momento. Este escarabajo me lo regaló el general romano Marco Antonio... Y dentro de él fue donde escondí el veneno que utilicé para suicidarme. Cuando me percaté de que Augusto solo deseaba mi ruina y vanagloriarse de mi captura en Roma comprendí que solo me quedaba esta opción. El mensaje era inequívoco para nosotras... para mí. La referencia a la muerte es clara como el agua. Yo morí y renací. Y también tú, Dany...
Me quedo helada por la confesión. Jamás le he preguntado nada acerca de su suicidio por simple respeto, a pesar de que he estado a punto en un par de ocasiones. Siempre se dijo que se quitó la vida con un áspid, pero me parecía complicado que pudieran pasárselo con la vigilancia que había. Y menos creíble, todavía, que una serpiente la liquidara a ella y a sus dos sirvientas, el veneno no alcanzaría.
—Mira. —Lo abre y me lo muestra—. Aquí se depositaba el líquido mortal y esta pequeña punta que lo adorna servía para pincharte. ¡Quien lo ha dejado sabía muy bien lo que hacía!
—Y nos enviaba un mensaje. —Reflexiva, me tiro de un rizo—. Lo que aún no sé es qué pretende comunicarnos.
Me detengo porque, una vez más, escuchamos los vozarrones masculinos que regresan.
—Creo que lo mejor es que entremos en una de las tumbas. —Mi voz apenas es un susurro—. Estará oscuro dentro, pero en las mochilas tenemos los faroles de mano para iluminarnos.
—No sé. —Cleopatra duda—. Las penas por violar tumbas acarrean la peor de las muertes, el empalamiento en una estaca.
—Debemos escondernos en un lugar tranquilo hasta que analicemos qué pasos seguir —insisto, segura—. Y estoy convencida de que es el único sitio en el que nadie se atreverá a entrar. Es más, conozco el lugar idóneo: la tumba de Tutankamón. Lo sé todo sobre ella. Lord Carnavon, el hombre que financió la expedición de Howard Carter, era primo lejano de mi abuela. Y se apellidaba Herbert como ella. Su verdadero nombre era George Edward Stanhope Molyneux Herbert. Lady Helen lleva la arqueología en la sangre y no solo por su amistad con Agatha Christie y con Max Mallowan.
—No sé, me parece extraño. —Veo que la piel de los brazos se le pone de gallina—. Sería una falta de respeto.
—¡No nos podemos dar el lujo de ser quisquillosas o nos descubrirán aquí! —La cojo de la mano y la arrastro hasta allí, antes de que arriben los guardias en una nueva ronda de ida y vuelta.
Llegamos enseguida y descendemos con rapidez los dieciséis escalones de piedra que conducen hasta la puerta enyesada de la entrada. Está cerrada con los sellos del Valle de los Reyes, un chacal recostado sobre nueve cautivos atados. Cerca hay otro sello con el nombre por el que conocían sus súbditos a Tutankamón: Nebjeprure. Pese a la situación funesta en la que nos encontramos, me siento emocionada. Mi afán de investigadora se despierta, pues siempre envidié a Howard Carter, quien halló casi intacto el lugar de descanso eterno del joven faraón. ¡Claro que ni en mis más delirantes sueños imaginé que yo sería una de las que violarían su tumba!
Abro la puerta por la parte superior izquierda porque recuerdo cómo la encontró Carter. He visto las fotografías millones de veces. Utilizo toda mi fuerza y la empujo. Entramos con precipitación. Mi amiga enciende la lámpara y la vuelvo a colocar. Frente a nosotras hay un pasadizo que he visitado en varias ocasiones y que conozco muy bien, aunque ahora luce tal como lo dejaron. Me emociono y unas lágrimas pugnan por salir.
Lo recorremos hasta llegar al final, a la segunda puerta. A pesar del encierro se respira normal. No hay olores desagradables —solo a humedad antigua— ni nos falta el oxígeno. Contemplo el sello de la necrópolis y el de Tutankamón, y, una vez más, los fuerzo por el lado superior izquierdo. Enciendo también mi luz y miro hacia dentro por el hueco. El brillo del oro de los objetos de la antecámara me deslumbra. Con mucho cuidado, nos deslizamos hasta allí.
Se encuentra repleta de objetos que se apiñan los unos contra los otros. Hay carros desmontados, sofás dorados con animales tallados, camas de oro, baúles, cajas, la mayoría con el nombre de Tutankamón. Dirijo la vista al muro norte. Las descomunales estatuas del faraón lo custodian.
—Vamos por aquí —le indico a mi compañera.
Sé con exactitud dónde debo golpear para que el muro de partición se desmorone sin causar demasiado daño. Me da pena estropear los sellos, pero no puedo viajar al pasado e irme sin estudiar la cámara de enterramiento. Soy consciente, por segunda vez, de que los ladrones del pasado a los que Howard Carter se refería somos nosotras.
Resulta una proeza zigzaguear entre tantos trastos, pero traspasar el muro es muy sencillo. Me ha dado vértigo al saltar sobre la copa del deseo, por temor a romperla y cambiar el futuro. Os confieso que es un jarrón de una belleza exquisita, con asas que imitan a una flor de loto. Significa un símbolo de renacimiento y de resurrección, de rejuvenecimiento del espíritu, pues la nelumbo nucifera durante el día sale y se posa sobre la superficie del agua para abrir los pétalos al sol. Y, de noche, se hunde en el líquido. Por eso los antiguos egipcios pensaban que el espíritu de Ra se escondía dentro.
Tampoco consigo despegar la vista de la caja pintada con escenas de caza en la tapa y dibujos de batallas, en las que el faraón en un carro derrota a los adversarios.
—Antes de irnos debemos mirar bien —le aviso a Cleopatra, desde que hemos entrado ha mantenido un silencio respetuoso—. Hay ropa y calzado, según recuerdo. Nos vendrá de maravilla para quitarnos nuestras indumentarias modernas. ¡No sé qué le ha pasado a mi falda, le falta un trozo! Así pasaremos desapercibidas. También nos llevaremos joyas y otros objetos, todo lo que estaba en el listado y que Howard Carter no encontró porque lo habían robado los ladrones de tumbas. Necesitaremos dinero para movernos por Egipto.
Entramos por el nuevo agujero a la cámara sepulcral. Alrededor del espacio, al igual que en la antecámara, hay lámparas, jarras, remos, fetiches de Anubis —el dios chacal— y decenas de elementos. Sé que más allá se sitúa la cámara del tesoro —que tanto impactó a Carter y a lord Carnavon—, pero yo no puedo quitar la vista del muro donde dibujaron las escenas del funeral. Veo cómo conducen al faraón en un ataúd con forma humana, sobre un trineo de madera. Analizo cómo su sucesor, el anciano Ay, realiza la ceremonia de apertura de la boca para que pueda respirar, comer y hablar en la otra vida. La diosa Nut recibe el ka, su espíritu. En las imágenes Tutankamón también abraza a Osiris. A continuación, mis pasos —incontrolables— se dirigen hacia la capilla.
El reflejo dorado de esta casi nos ciega. Tiene puertas dobles, que trancaron con cerrojos. No me resisto y muevo los pestillos de marfil hasta abrirlas. ¡Jamás olvidaré la sensación de entusiasmo que me recorre el cuerpo! Debido a que el sitio está atestado —y por el peso— es imposible que mueva algo. Me conformaré con observar la base del primer sarcófago. No descubriré el segundo, laminado en oro. Ni el tercero, de oro macizo. Siento pena al no poder acariciar la máscara funeraria que tanto conocemos. Pero también me hace ilusión frotar la base del primer sarcófago, justo sobre los jeroglíficos. Y donde tallaron a las diosas Isis, Neftis, Serket y Neit. Cada una en su esquina despliega las alas para envolver al faraón. Desprenden tanta magia que me da la impresión de que las cuatro levantarán vuelo.
Cuando salgo de la capilla me sorprendo al apreciar que hay cientos de shabtis encima de un baúl. Soy capaz de jurar que antes no estaban ahí, aunque con el amontonamiento del sitio es posible que me equivoque.
—¿Los has puesto tú? —le pregunto a Cleo, que observa alrededor como si en cualquier momento la momia de Tutankamón nos fuese a recriminar nuestra falta de respeto.
—No, seguro que estaba así, Dany. Yo no me atrevo a tocar nada. —Y atisba a un lado y a otro.
Fascinada, cojo una de las piezas. ¿Sabéis? Los shabtis son figuras en miniatura que representan a los sirvientes. Se ponían dentro de las tumbas —junto a las herramientas— para que acompañaran al faraón a la otra vida y trabajasen allí para él. Carter encontró aquí cuatrocientos trece. Y también treinta y seis capataces y doce supervisores.
—¡Qué magnífico! —exclamo, entusiasmada.
Los cinco sentidos no me alcanzan para aprehender todas las maravillas. ¡Hay tanto que acariciar y tanto que disfrutar! Olfateo igual que un sabueso el olor a madera, a tela, a metal, a piedra, que se mezclan con el perfume de los años. En este momento me da igual que nos quedemos varadas en el pasado.
Y un segundo después de haberlo pensado los dos guardianes y las estatuas de Tutankamón —una mientras lanza arpones y la otra mientras monta sobre un leopardo— flotan hacia mí. Resulta evidente que hemos provocado un acontecimiento sobrenatural.
—¡Por Osiris! —vocea Cleopatra, en shock—. ¡Qué hemos hecho!
No la culpo por asustarse, pues ahora una silla de madera rompe la ley de la gravedad y las cabezas de león talladas me amenazan. Debería sentir pánico, pero me distraigo por la hermosura de su diseño. Donde se apoya la espalda hay imágenes de Tutankamón y de su esposa Anjesenamón de pie y ella se estira para pasarle ungüento. Por Carter sé que se hallaba en la antecámara, protegida por una tela de lino y escondida detrás de la cama del hipopótamo. ¡Ni siquiera ahora, ante el peligro, puedo dejar de concentrarme en mi profesión de historiadora!
—¿Qué está pasando? —Cleo se halla aterrorizada.
La capilla y el sarcófago se elevan en el aire, sin que el peso sea un obstáculo. Y la cámara y su contenido se sacuden como si hubiésemos despertado a un dragón prehistórico.
—Solo falta que aparezca la momia de Tutankamón y completamos el cuadro —bromeo para quitarle hierro a la experiencia y calmarnos.
Pero os confieso que, cuando escucho el crujido de la tapa del primer sarcófago al desprenderse, me arrepiento en el acto de haber pronunciado tal insensatez.
Me he tomado varias licencias en este capítulo y quiero que estéis al tanto de los acontecimientos históricos reales.
La tumba de Tutankamón fue violada dos veces en fecha no demasiado lejana al funeral. Se llevaron pequeños objetos tales como joyas, aceites, perfumes, ropas. Después del primer hurto, los funcionarios de la necrópolis que descubrieron el robo llenaron el pasadizo de la entrada con toneladas de piedras. A continuación sellaron de nuevo la puerta exterior. Con posterioridad los ladrones excavaron en la piedra caliza e hicieron un túnel y los guardias de la necrópolis volvieron a restaurarla y a sellarla. Por otra parte, el Valle de los Reyes es un lecho de río —wadi—, que la mayor parte del tiempo permanece seco. Al ser un sitio de clima desértico en general no hay problemas, pero cada tanto se inunda y el agua arrasa con todo. Esto fue lo que sucedió al final de la décimo octava dinastía y que hizo que la tumba de Tutankamón quedara debajo del barro, de la arena, de los sedimentos y de los escombros.
Más o menos doscientos años después, los constructores de la tumba de Ramsés VI —faraón de la vigésima dinastía— dejaron los desperdicios encima de la entrada de la de Tutankamón y construyeron ahí las viviendas de los trabajadores. Por supuesto, no sabían que allí se encontraba su última morada.
[1] Escrito en relación al descubrimiento de la tumba de Tutankamón y citado en la página 33 del libro La maldición de Tutankamón. La historia de un rey egipcio, de Joyce Tyldesley. Editorial Planeta, S.A, Barcelona, 2012.
[2] La actual Luxor.
[3] Ahora El Cairo, Guiza y zonas de los alrededores.
[4]En la piedra Rosetta aparece el texto de un decreto redactado en griego, jeroglíficos y demótico (este es la cursiva de los jeroglíficos) después de una reunión de sacerdotes celebrada en Menfis en el año 196 A.C. Leer al respecto las páginas 10 a 15 del atlas ilustrado Antiguo Egipto, Susaeta Ediciones, 2004, Madrid. También la página 21 de El Antiguo Egipto y las civilizaciones mesopotámicas, Irene Cordón Solá i Segalés, EMSE EDAPP, S.L, 2016, Barcelona.
Un huracán arrastra a Danielle y a Cleopatra y se ensaña con ellas.
Y cuando sale el sol comprenden que se han desplazado en el espacio y en el tiempo.
El brillo del oro ciega a la médium.
Y las escenas del funeral de Tutankamón la conmueven.
https://youtu.be/CjRas1yOWvo
A continuación te dejo algunos de los libros que he leído para este capítulo.
1-Tutankhamón. Vida y muerte de un rey niño, de Christine El Mahdy. Ediciones Península, S.A, Barcelona, 2002.
2-Mitos y leyendas del Antiguo Egipto, de Joyce Tyldesley. Austral, Barcelona, 2016.
3-Dioses y mitos del Antiguo Egipto, de Robert A. Armour. Alianza Editorial, S.A, Madrid, 2014.
https://youtu.be/KuYhNiVKynw
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