1-Shaolín versus samurái.


«El viento contrario tuvo que levantarse por la protección de los dioses. ¡Qué maravilla! Debemos ensalzar a los dioses sin cesar. Esta gran protección solo puede haberse producido a resultas de las numerosas oraciones y ofrendas a los diversos altares»[1].

El fantasma de Da Mo —el fundador del Gong Fu Shaolin [2]— durante varios días había alejado a los espíritus malignos. ¿Cómo? Patrullaba de un extremo al otro el Templo Byōdō-in de la ciudad de Kyoto.

     Lo protegía de un grave peligro que podría hacer desaparecer a gran parte de la humanidad. Dios lo había enviado para responder a las plegarias de los miembros de las sectas y , los primeros en percibir la catástrofe que se avecinaba. Habían aprendido a advertir las señales cientos de años antes, ya que fundaron el templo en mil cincuenta y dos, época de decadencia del budismo debido a la degradación de los monjes y de los nobles, que se dedicaban a la guerra y a los placeres terrenales en lugar de a la oración.

     Dios no entendía de religión. Se trataba de un invento humano que separaba en lugar de unir. Los monjes daban su vida por Él, y, en retribución, el Jefe los salvaguardaba. Como lo hacía con el propio Da Mo, que había dado la suya mucho antes mientras lo servía con verdadera devoción.

     El fantasma, por culpa de la premura, no había tenido tiempo de pedirle a su amiga y discípula, lady Danielle —actual duquesa de Pembroke— que se le uniese y lo ayudara. Temía que esta ausencia significase una debilidad para la causa. ¿Por qué? Porque la fortaleza de hierro la daba la comunión entre un alma desencarnada y un humano vivo tocado por los espíritus. Descartó el pensamiento. Esta debilidad no era propia de él y menos cuando se enfrentaba a su destino. Y a sus miedos. Dudar solo lo convertía en frágil cristal.

     La paciencia era una virtud que practicaba a diario. Por eso continuaba inmerso en esta lenta espera. Pero no aguardaría mucho más, pues un sonido imperceptible para los oídos de los mortales lo puso en estado de alerta, al igual que el olor penetrante de la pólvora. ¿Sería esta la noche? Tenía la impresión de que sí. ¿Al fin su rival daría la cara?

     Muy despacio se dirigió hacia el Houou-do. El Pabellón del Fénix —traducido del japonés— la zona más antigua. Llegó rápido como una brisa ligera, no se hallaba lejos. Allí se detuvo y observó al frente. Se llenó de aire los pulmones, extasiado con el aroma a girasoles, a crisantemos, a sakuras [3] y a lirios japoneses.

     La estatua del Buda Amida —majestuosa en su gama de dorados y de tres metros de alto— destacaba en el altar mayor del templo. Pese a la incertidumbre le dio paz al contemplarla y lamentó no poder hacerle el debido homenaje, pues el deber lo llamaba. Se sobresaltó cuando se movió con la lentitud de una tortuga centenaria. Flotó hacia el sitio y recién ahí lo vio. ¡Había llegado la hora!

     Comprendió que el enfrentamiento resultaba inevitable al apreciar la indumentaria samurái de guerra que traía su adversario: parecía un demonio rojo con cuernos. El casco le cubría la cabeza y la máscara le escondía el rostro. Las protecciones anchas sobresalían y le resguardaban el cuello. De los hombros colgaban unos cuadrados de cuero superpuestos, como si fuesen cortinas. Las ligaduras y los pendones rojos armonizaban con el emblema de una mariposa kamon[4], también carmesí.

     Al advertir la presencia del maestro el guerrero dejó de mover la estatua y se le acercó con pasos pesados.

—Soy Taira no Masakado, del clan de los Taira y descendiente del Emperador Saga —chilló como un águila descomunal—. ¿Quién eres tú?

—Da Mo, un simple monje del Templo Shaolin —lo informó con humildad.

—Un monje fantasma que se ha unido a los vivos, será difícil hacerte el kubinejikiru, pero ya me las arreglaré —le prometió el samurái con voz grave y amenazadora.

—¿Kubinejikiru? —inquirió el maestro, calmado.

—Estás muerto. —Lo señaló como si la respuesta fuese obvia; los accesorios de la armadura de cuero danzaron y produjeron el peculiar sonido de cuando un reptil se arrastraba sobre la tierra—. Nunca le retorcí ni le corté la cabeza a un fantasma, la tuya será la primera. Estoy impaciente por añadirla a la de todos los enemigos que he derrotado.

     Y se lanzó contra Da Mo. Cargaba con la cabeza baja y lo apuntaba con los cuernos del casco, igual que un toro de lidia cuando embestía. El shaolin se apartó con facilidad.

     Al llegar al otro extremo el guerrero hizo aparecer un yumi. Era un arco asimétrico, lo sostenía con una de las manos casi en el extremo inferior. Y enseguida empezó a lanzar flechas a diestro y siniestro.

     El maestro dio un salto de tigre, y, ya en el aire, giró varias veces sobre sí mismo como si fuese un macaco para eludir los proyectiles. Si se hubiese quedado en el lugar todos los tiros hubieran sido certeros. Masakado, con un bufido, tiró al aire el arco, que se desintegró al momento.

     Como si estuviese en retirada el guerrero corrió hacia atrás del Buda y sacó una larga espada escondida allí. La hoja curva brillaba a la luz de la luna. Da Mo supo, al verla, que había segado la vida de miles de soldados de infantería y de samuráis a caballo.

     Cuando la distinguió mejor el maestro se estremeció. Sabía que la amenaza era extrema, si bien jamás imaginó que tanto. Pero, sobre todo, lamentaba no haber venido con Danielle. No había forma de vencer a Masakado, no si la esgrimía. Por primera vez dio dos pasos atrás.

—¿Tienes miedo, monje? —lo interrogó desde donde se hallaba, pegado a la estatua.

—Es de sabios reconocer que una batalla está perdida. —La entonación de Da Mo era triste.

—¿Te rindes sin combatir? Entonces supongo que seguirás el único camino honorable para ti. —Dio por sentado el rival mientras hacía aparecer otra espada y se acercaba para entregársela—. El seppuku es tu única vía.

—¿Seppuku?

—Debes sajarte el alma con ella. —Y el samurái se señaló el abdomen—. El dolor será el mismo que el que sentirías si fueses humano en lugar de un fantasma. Yo también seré honorable y te cortaré la cabeza mientras agonizas.

—No soy más que un humilde servidor, no doy ni quito la vida —negó Da Mo con rostro enigmático—. Es un tesoro del que no puedo disponer porque pertenece a Dios.

—¡Eres un cobarde, me obligas a matarte! —gritó el otro espectro, encolerizado, y el hedor de la pólvora se hizo más fuerte.

     Y se le aproximó con la espada en alto. El maestro voló como si fuese la más grácil de las grullas y con un aleteo evitó que la hoja de metal lo rozara. Si alguien lo observara, al apreciar la rapidez de los movimientos, vería miles de plumas que se agitaban, pues el alma del ave se había alojado dentro de la suya.

     Siguieron el resto de la noche en esta especie de baile siniestro. El samurái intentaba acabar con el otro espíritu y este lo evadía, se defendía en lugar de atacar. Cargaba contra él como si fuese un ejército en lugar de un solo individuo.

     Cuando el amanecer comenzó a despuntar, el guerrero se despidió:

—Debo irme, me esperan y no puedo llegar tarde a la cita. Terminaremos la batalla otro día, monje cobarde. Sayōnaraba[5]. —Y se esfumó con una pequeña y olorosa explosión.

     Da Mo lanzó un suspiro. Se encaminó hacia atrás de la estatua del Buda Amida. La acarició mientras cerraba los ojos y se recreaba en el tacto rugoso. Permitió que el perfume del incienso y de las flores se mezclara con las plegarias de millones de personas buenas que por allí habían pasado al buscar su camino. Y, por fortuna, encontró consuelo. Un bálsamo para el alma que creció al descubrir la obra oculta.

     Había un retablo gastado por el paso de las centurias y del que emanaba el aroma a la humedad de otras épocas. Inmortalizaba un libro de enseñanzas, el de Las promesas hechas por Buda al Príncipe Ajase. Se encandiló con la belleza de las imágenes. Por el rojo bermellón del cinabrio y el verde del zinc al igual que por los pétalos de plata, oscurecidos por el tiempo.

     ¿Por qué se sintió mejor? Porque la escena eternizaba el instante en el que el príncipe recibía la profecía de Buda Gautama, que establecía que Ajase alcanzaría la santidad e iría a la Tierra Pura.

     Pensó en Danielle, cuya vida se hallaba marcada por otra profecía. Con ella se haría más fuerte y luego juntos darían con Taira no Masakado. Lo apenaba interrumpir la especie de luna de miel en la que se encontraba inmersa. No le apetecía crearle problemas justo cuando la muchacha intentaba sentar cabeza, pero no tenía más remedio.

     Otro motivo de alegría para fortalecerse radicaba en que el maestro estaba en el Templo de la Igualdad y en el Pabellón del Fénix, razones de más para que lo inundase la calma. ¿Cómo permitir que la desesperanza lo invadiera? Da Mo también era un fénix que renacía de sus cenizas.

     Así, más tranquilo, desapareció en busca de la chica.


[1] Citado en Los samuráis. Historia y leyenda de una casta guerrera, Jonathan Clements, Editorial Crítica, S.L., Barcelona, 2010, página 171.

[2] Mal llamado Kung Fu en occidente.

[3] Flores del cerezo.

[4] Se llama así a las insignias de los distintos clanes japoneses.

[5] Forma antigua de la palabra sayōnara que significa que tiene que ser así pero que el encuentro continuará.


Da Mo se relaja esta tarde, antes de encontrarse con su rival.



Taira no Masakado también se ha preparado...



El samurái ataca.



Y Da Mo se defiende.


https://youtu.be/blAswrBhQjo












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