La máscara de ciervo


Era tarde, pero había comido tantos caramelos que la sed no me dejaba conciliar el sueño. Di vueltas y vueltas en la cama, hasta que me decidí a bajar a beber agua a la cocina. La casa era antigua, crujía y daba miedo.

Como cada año, había ido a pasar la noche de Samhain a casa de la abuela Abby. En el Valle del Sauce todos disfrutaban de esta fiesta ancestral con ilusión y respeto. Calabazas con sonrisas espectrales iluminaban las calles. Se encendían hogueras alrededor de las cuales la gente reía, comía y bailaba canciones populares al ritmo improvisado de flautas, violines y alguna gaita.

Era tradición salir ataviados con una larga capa y con el rostro tapado por una máscara que cada uno se confeccionaba en secreto. Decían que si ocultabas quien eras, invitabas a los espíritus a acompañarte sin temor a ser descubiertos. Así, muertos y vivos, volvían a estar juntos una vez al año.

Las sombras y las luces anaranjadas de la chimenea se movían inquietas por las paredes de madera. Me armé de valor y puse el pie en el primer escalón, pero antes de seguir bajando, me agaché a mirar hacia el salón a través de los barrotes. Me sorprendió ver a mi abuela sentada hablando con alguien. ¿Quién podía ser a esas horas de la madrugada? Pensé que sería la señora Margaret, la vecina, pero enseguida reparé en que aquella silueta que me quedaba de espaldas era de un hombre joven de alborotados rizos.

Intrigada, bajé sigilosamente unos escalones más para poder oír algo. Entonces dejaron de hablar. Creí que me habían pillado, pero enseguida retomaron la conversación.

Ahora podía ver perfectamente la cara de mi abuela. Aunque sus ojos brillaban llenos de lágrimas, sus mejillas estaban sonrosadas, y su boca mostraba una sonrisa de las que se guardan para los que amas de verdad. ¿Quién era ese chico? Que yo supiera, no teníamos ningún primo ni familiar de esa edad.

Entonces él se levantó, se arrodilló delante de ella y apoyó cariñosamente la cabeza en su regazo. Ella le acariciaba el pelo con dulzura mientras le hablaba sin cesar. Uní palabras de aquí y de allá, y comprendí que le contaba cosas de la familia, de nuestro día a día. Entre susurros, pude oírles reír sobre mi obsesión por la mermelada de grosellas casera. Les observé durante horas. Había tanto amor en aquella escena que sentí cómo se empapaba mi corazón.

De pronto sonó el viejo reloj del alféizar y ambos se abrazaron. Él la besó con suavidad por todo el rostro, como intentando memorizar con sus labios cada recodo, cada arruga. 

Finalmente, se puso la capucha y la máscara de ciervo que había dejado en la mesa. Abrió la puerta de la calle y levantó la cabeza hacia donde yo estaba agazapada. ¿Desde cuándo me habían visto?

—El año que viene espero que te unas a nosotros. Soy tu abuelo Alan. Adiós Wendy, te quiero.


https://youtu.be/Ib6Iy6-Sy1I

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