8: Cadáver de papel

«Peter Pan».

Ese nombre grabé al menos diez veces en mi cuaderno de estudios, el mismo que usé para plasmar el inquietante relato protagonizado por la versión física de Martina con las anomalías del extraño de la Locomotora.

De a poco fui añadiendo pequeñas palabras al nombre de aquel misterio.

«Peter Pan», titulé la siguiente página en blanco.

Observé las palabras por el tiempo suficiente para que la silueta de cada vocal y consonante se grabara en la córnea de mis ojos. Pronto dejé a mi lápiz desviarse unas líneas más abajo, y añadí la que sería la primera frase de muchas que tergiversaría:

«Todos los niños crecen, menos uno».

Lo dejé así, aunque luego regresaría a aquella frase.

Tenía otras inquietudes martillando mi mente, y ya no tenía doce años. Había dado un salto a los trece que, en mi lógica de entonces, conllevaba una responsabilidad en ascenso, implicaba que me estaba volviendo un hombre y debía ordenar mis prioridades.

Tenía que enfrentar a Claxon, decirle que era un ser sin alma que había pasado a las profundidades de una lista negra que su nombre inauguró. Tenía que decirle que ni siquiera me dolió lo que hizo, que no lo necesitaba, y que el microscopio ya había sido inventado. Y que su nombre era estúpido, además.

Pero primero lo primero. Mi urgencia inmediata era descubrir de una vez por todas qué había bajo los escalones que conducían a mi aburrido sótano.

Necesitaba entender qué tenía tan inquieta a mi vecina. Si resultaba ser lo que yo sospechaba -nada-, al menos podría restregarle su equivocación en el rostro. Tener razón nunca sería un mal consuelo.

Volví a la armadura detectivesca, cada vez era más alto y menos cachetón pero el estilo no podía perderlo. Luego recolecté la artillería: lupa, libreta, brújula, tiza y un lápiz de grafito en ausencia de las afamadas estilográficas. Conseguí silenciar mis pies con el respaldo de unos esponjosos calcetines y me coloqué mis lentes con tal solemnidad que podría creerse que con ellos podía mirar más allá de las paredes. Por último añadí un sombrero negro para potenciar lo enigmático de mi silueta.

Cuando me sentí preparado salí de mi cueva bajo la escalera, para descubrir que mamá me esperaba al otro lado.

-¿Vas a alguna parte?

-Ehh...

-No saliste a desayunar -dijo en tono de reproche.

-Es que el pastel me reguelvió el estómago.

-Te he dicho que no se dice «reguelvió», Iván, es «revolvió». -Aunque rodó los ojos se veía menos inaccesible que de costumbre. No comprendí su actitud hasta que las siguientes palabras huyeron de sus labios-. Lo siento mucho por lo de ayer. No quise ser tan brusca contigo en tu cumpleaños, temo haberlo arruinado...

-Tuve un buen cumpleaños -interrumpí, tanjente.

Tal vez lo dije porque era cierto, porque al final la conversación con mi padre perfeccionó mi día, o tal vez solo lo dije porque quería emprender mi exploración lo antes posible.

-Me alegro por eso, pero me apena no haber contribuido a ello.

-Está bien, mamá. Me... me estoy orinando.

-Entiendo, quieres tu espacio. Hablamos a la hora del almuerzo, ¿sí?

Asentí apresurado y me alejé a la carrera como si fuese tras una pelota invisible en un aclamado partido de fútbol.

No me preocupé porque mi madre me viera desviarme camino al sótano pues en la cima, justo antes de llegar a las escaleras, había un baño. Era menos elaborado y concurrido, mucho más lejos que el de el pasillo a los cuartos, pero existía. Puede que mi madre atribuyera mi preferencia por la lejanía como un intento de apartarme de ella, pero al menos no iba creer que mentía y mucho menos que estaba a punto de destrozarle su escalera.

Al llegar lo primero que hice fue comprobar, justo donde estaba la última marca de nuestra investigación, si lo que decía Martina era cierto. Bastó con golpear un par de veces el escalón de arriba, el marcado y el de más abajo, para confirmar sus declaraciones: el único hueco era el que ella señaló.

Tuve que volver arriba por un destornillador de pala y una roca, solo me faltaba algo puntiagudo así que tomé lo primero que se me atravesó: un cuchillo, el más pequeño del juego de mi madre.

Al regresar a los escalones tenía todo lo que necesitaba, incluso algo que no: miedo.

La adrenalina me carcomía las extremidades mientras colocaba en posición el artefacto puntiagudo. Me sudaba la frente y a su vez el sudor hacía que me picaran los ojos. Mi madre iba a escuchar los golpes de la roca contra el cuchillo y el eco de la madera al llorar, acudiría de inmediato y me clavaría a mí de la pared con las armas que yo mismo había recolectado.

No estaba desentrañando un misterio, estaba cavando mi tumba.

Tuve que volver a la sala, no tenía opción, salvo un paro cardíaco, y al llegar improvisé un plan que dentro de mi inocente seguridad en mis ideas denominé como infalible.

Accioné el tocadiscos, dejé que el gramófono proyectara las somnolientas melodías de un piano en despecho y un tipo con voz demasiado ronca que a mi ver debía ser fingida pero que mi madre idolatraba pese a que no fuera melodiosa o relajante, y desaparecí, dejando a mamá con el eco de sus éxitos favoritos.

Regresé a la escena del crimen por lo que me pareció la quinta vez, y eché una ojeada veloz para asegurarme de que nada estaba fuera de lugar. Imaginé a mamá llegar a las escaleras mientras yo colocaba la música, examinando con la boca abierta las armas homicidas e ideando una solución a toda marcha en su cerebro hecho de fuego. Luego, se ocultaba, tal vez dentro de la boca del sótano donde no se veía ni la sombra de una sombra, y esperaba a que yo me pusiera a descuartizar el cadáver. Entonces salía, con las manos manchadas de cera y los ojos reflejando las llamas de su alma, y me alzaba por el cuello hasta dejarme colgado en la pared por un clavo que ni Martina ni yo logramos detectar antes.

La alucinación pasó enseguida, pero el sentimiento de ser vigilado desde las entrañas del sótano jamás me abandonó. Incluso pude sentir la cera caliente rodeando mi cuello mientras daba los dos únicos golpes necesarios al cuchillo contra la madera.

Una vez el hueco tuvo el tamaño deseado encajé el destornillador. Dejé salir una gran bocanada de aire para conseguir calma, pero volví a aspirarla a toda prisa como si de pronto temiera no ser capaz de inhalar oxígeno nuevo.

Luego, hice palanca con mi peso sobre el mango del destornillador y la punta haciendo presión hacia arriba dentro del hoyuelo en la madera. Eternos segundos me torturaron mientras varios dedos de sudor me recorrían la espalda y mi corazón armaba sus maletas para salirme por la boca.

No iba a lograrlo. O lo haría, pero a costa de un ruido tan estrepitoso que mi madre llegaría como el monstruo de cera a devorarme.

Hasta que al fin un trozo de la madera se despegó. No fue una extracción limpia pero yo solo pude sentir alivio por el silencio de su reacción, apenas se había escuchado un rasguño. Misión cumplida.

Mentiría si dijera que esperé, expectante, para conocer el contenido de mi hallazgo, la realidad dista mucho de asemejarse a esa fantasía. Hice el pedazo de madera a un lado, metí las manos en el hueco antes que mis ojos, y palpé la victoria con los dedos antes de sacar su contenido.

Era papel. ¿Quién tomaba tantas precauciones, quién ideaba un escondite tan rebuscado, quién podía ser tan paranoico, solo por papel? Un montón de hojas apiladas y una vieja camisa amarilla a la que le faltaba un pedazo. Eso era todo lo que había.

Si Martina esperaba encontrar un tesoro en mi casa no veía la hora de decepcionarla con la noticia de que solo había basura.

Pero esa conversación tenía que esperar, arriba se escuchaban pasos. Habrían sido imposibles de detectar si no fuesen tan apresurados, si las pisadas no fuesen tan atemorizantes; pesadas no por la contextura de la persona sino por su determinación.

Tenía que esconder todo pronto, pero no iba a arriesgarme a que mi basura recién descubierta, esa que tanto me costó adquirir, volviera a sepultarse lejos del alcance de mi curiosidad, esta vez para siempre.

Preferí ocupar el bolsillo interno de la gabardina, que robé del guardarropas de la juventud de mi padre, con mi reciente hallazgo que con las armas que me incriminaban. En la vida a veces hay que tomar decisiones difíciles y apresuradas, donde con todas las opciones se pierde algo. Ese es el momento de poner a prueba las prioridades. Ahí, solo con la proximidad del peligro, descubrí que era un detective de pies a cabeza, una que prefería perder cosas banales, enfrentarse a cualquier castigo, antes que poner en riesgo sus descubrimientos.

-¿Qué haces aquí abajo, Iván?

-Máma, yo... Estem...

-Sube, tu padre y yo tenemos que hablar contigo.

♧♧●♧♧

Pocas veces en la vida mis padres llegaban al acuerdo de hablar en unidad conmigo, y ninguna de ellas conllevaba ratos agradables.

Lo hicieron el día que me avisaron que dejábamos la ciudad, la xbox, la escuela, el internet y todo rastro de tecnología para adentrarnos al pueblo más peculiar y menospreciado de toda Venezuela. En aquel entonces me parecía una tragedia, luego no estaría tan seguro de que mi drama fuese justificado pero el recuerdo de la conversación, los gritos, las imposiciones y mi rabieta no eran en absoluto gratos.

Esa vez, al verlos a los dos reunidos en la sala, a mi madre de pie, caminando de un lado a otro con los brazos cruzados y la mirada perdida, casi como si le pidiera indicaciones a papá de cómo preceder; y a él, en su sillón con los labios apretados, el sombrero sobre el reposabrazos y su mano yendo y viniendo de los lentes a su regazo, supe que lo que se avecinaba no iba a gustarme, que debía ser muy malo.

-Iván... ¿cómo estás? -preguntó mi padre. Comprendí lo que intentaba. Ya no era papá, era el interrogador. Buscaba crear una conexión conmigo, sacarme la verdad a su gusto sin que yo me diera cuenta ni de mi respiración. En ese momento era un estratega, tal vez porque lo ameritaba o porque yo me lo merecía.

-Asustado -respondí, siguiéndole el juego.

Siempre era mejor hablar con el Capitán Garfio en momentos como esos que con papá. Con el último me sentía vulnerable, ante el primero estaba a su merced, casi como si él hablara por mí.

-Ya lo imagino, esta no es una situación común, ni cómoda. Para ninguno. -Al decir esto vio de reojo a mi madre que ahora estaba en un mismo sitio, pero sin descruzar los brazos y con sus pies moviéndose de forma automática-. Quiero hacerte unas preguntas... van a ser muy fáciles, ¿sí, Iván?

Asentí.

-Pues, bien. ¿Recuerdas cómo era el amigo del que nos hablaste anoche? ¿El que vendría para tu cumpleaños?

-¿Claxon? -dije con la voz seca. No era capaz de imaginar, ni por asomo, qué hacía él en nuestra conversación familiar.

-¿Estás seguro de que ese es su nombre? ¿Muy, muy seguro?

Papá estudiaba cada uno de mis gestos faciales. No solo estaba interrogándome como hijo con tácticas de Capitán. No, esto iba mucho más allá.

-Sí, se llama Claxon. Al menos eso me dijo. Y no paraba de repetir que tendría una juguetería. «Juguetería Claxon».

-Así que... ¿a ese amigo tuyo le gustaban los juguetes?

-Los inventaba. Era inventor. Y su familia lo apoyaba tanto que anualmente hacen un... una feria, de experimentos. Todos los niños van.

Mis padres intercambiaron una mirada de circunstancias. Él le susurró «Es él», a lo que mi madre asintió, abstraída.

-¿Qué... qué hizo Claxon?

Los miraba a los dos, anhelando que esta vez no esquivaran mi pregunta, que se enfrentaran a mí con la información que demandaba al menos como agradecimiento a lo que les había dicho. Me sentí desolado, a punto de echarme a llorar por la frustración, cuando mi padre decidió que la conversación no había acabado.

-Iván, ¿qué hacía ese chico en La locomotora?

-Construir -respondí tan brusco que esperaba que la cara de mi interlocutor lo recibiera como un puño. Herví de rabia.

-¿Seguro que solo hacía eso? ¿Todos los días?

-Solo eso y cada día. Se sentaba con una caja de herramientas inventada por él. Estaba haciendo un microvisor.

Sí, dije el nombre inventado por Claxon, porque en en ese momento me sentí muy cercano a él. No tengo las razones claras, pero supe que debía ser su aliado, que él me lo agradecería.

-¿Y no lo viste nunca... ni una sola vez... alejarse? -Mi padre se acomodó los lentes, fue como si esa acción le sugiriera una mejor manera de atacar-. Mejor dicho... ¿nunca lo viste acercarse a un sendero que hay más allá de la vieja locomotora?

El sendero. El sendero que llevaba a Nunca Jamás. Tenía que descubrir qué ocurría, por qué todo lo bueno y lo malo que me pasaba en Larem, incluso lo sencillo, parecía estar relacionado con lo que había al otro lado del bosque.

-¿Me vas a decir qué está pasando? -ataqué, esperando una reprimenda pero asumiéndola antes de que llegara. Era momento de plantar resistencia, si no iban a decirme nada más yo tampoco lo haría.

Mi papá desvió su mirada hacia mi madre. Había una variación de pesar en sus ojos al conectarlos con los de ella, como si le pidiera disculpas. Vi el horror en mamá al reaccionar, pero ya era demasiado tarde. El Capitán Garfio había tomado su decisión.

-Le voy a contar.

-¡Ni se te ocurra, James!

-¡No tenemos opción! Aislarlo solo hará que quiera entrar.

-No lo hará, conozco a mi hijo.

-Por favor, Wendy, si lo conocieras sabrías que mientras más lo alejes de la verdad más acercas sus pasos a querer descubrirla por sí mismo. ¡¿No ves que ya prácticamente tiene un pie allá dentro?!

-Si lo haces...

Pero mi padre no terminó de escuchar su amenaza y se giró hacia mí.

-Iván -llamó. Mi corazón estaba más excitado que nunca, en ese momento no me importó mi madre y sus sentimientos, yo solo quería la verdad-. Te lo voy a decir solo para que te alejes de todo lo que tenga que ver con Nunca Jamás, ¿está bien?

-¡No te atrevas, Garfio!

De nuevo, la ignoró. Solo tenía ojos para mí y yo para sus respuestas.

-Tu amigo, Claxon. Entró a Nunca Jamás y ahora es uno de los Niños Perdidos.

🧚‍♂️🧚‍♂️💫🧚‍♂️🧚‍♂️

¿Me dirían qué sintieron en esto capítulo? Porque las escenas requerían un nivel de tensión alto que no sé si fui capaz de generar, aunque hice lo mejor que pude. ¿Ustedes qué piensan?

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