7: Pesadilla de cera

—¡Martina! —exclamé apenas la vi asomarse por el hoyo que compartíamos.

Verla fue comprender que ella no había dejado de visitar ese espacio, de abrir su lado del portal con la esperanza de que algún día un orgulloso niño de ojos oscuros y cabello alborotado la recibiera con entusiasmo, tal cual sucedió.

—¿Terminaste el libro?

Fue todo lo que preguntó. Brillantina, que no podía faltar al reencuentro, se escurrió por el espacio que dejaba el cuello de la niña entre la ventana para subirse a su cabeza.

—No, todavía no —contesté a la vez que ponía los ojos en blanco—. Son muchos cuentos, tampoco soy una máquina.

—¿Quieres un respiro de Poe? —inquirió con entusiasmo—. Tengo otros libros.

—¿Quién podría querer un respiro de Poe? Te hablo cuando se me acaben los cuentos.

Ella asintió, solemne y orgullosa de su creación.

—¿Dónde está tu mamá? —indagó entonces en voz baja, del tipo que usas para preguntar «¿Escuchaste eso?» cuando estás cagado de miedo.

—Limpiando o cocinando. —Me encongí de hombros—. Nunca hace mucho más.

Martina suspiró de alivio y a partir de ahí sus preguntas empezaron a tornarse más curiosas ahora que no estaba intimidada por la posible aparición de mi madre.

—¿No lee?

—Aquí nadie leía antes de que aparecieras tú.

—Al rescate —añadió ella.

—Si tú lo dices. —ironicé alzando los ojos al cielo con fastidio—. ¿No me vas a felicitar?

—¿Ganaste algún premio?

—No.

—¿Te graduaste de algo?

—Tampoco. —Volví a negar, ya irritado y con el ceño fruncido.

—¿Tons?

—¿Tons? ¡Tons estoy cumpliendo años!

—¿Y eso es un logro tuyo?

Resoplé con resignación, ya no me sentiría culpable por no darle de mi pastel.

—Tu mamá es mala —declaró de improviso.

Me pareció la niña más imprudente del universo, y vaya que conocía pocas, pero con ella me bastaba. Tuve el impulso de tirarle un zapato a la cara, pero ya había comprobado que no podía vivir sin ella. ¿Quién entendía las amistades?

—Mi mamá no es mala —discutí de muy mala gana para que entendiera la indirecta—. Ella solo me protege.

—Todo el que oculta el conocimiento no está protegiendo, está haciendo un daño.

—¿Y eso tú dónde lo leíste? ¿Te crees más lista que mi mamá por haber leído muchos libros? —Bufé en medio de la frustración y un enojo que empezaba a superarme—. Tú no sabes nada de lo que es bueno para mí, todo lo que sabes son cosas que nunca han pasado más que en páginas que nadie conoce.

—¿No sé lo que es mejor para ti? No hay que ser muy inteligente para saber que un niño no debe estar solo. Yo tengo a Brillantina, a mamá, a Ánica el búho... ¿Y tú?

Fue cuando articulé la más diabólica de mis sonrisas, degustando el impacto que tendría mi declaración baja la manga.

—Yo ya tengo otro mejor amigo, ya no te necesito.

Ella no me creía, lo vi en la manera en que su gesto se torció con suficiencia, en la petulancia al pronunciar:

—Mientes.

—Que no, Martina. Mi mejor amigo sí existe, es mayor y muy inteligente. Y es hombre. Los niños tienen que tener amigos hombres.

La niña y la gata se miraron por unos segundos. Aunque estoy seguro de que es imposible, casi pude notar cómo el animal estaba a punto de soltar una carcajada secundada por su dueña. Al final la única que estalló en risas fue Martina, pero nunca se me pasó la sensación de que Brillantina, con su cara oculta en la maraña rojiza de la cabeza de la niña, también era partícipe de aquella burla.

La razón por la que Martina y yo nos hicimos tan buenos amigos tiene una explicación muy simple: yo tenía un don para decir cosas que no pensaba, y ella era más hábil en no creerlas. Nos complementábamos.

—¿Entonces niños con niños? —inquirió ella con su irritante todo de sabelotodo.

Asentí, dubitativo.

—¿Y por qué todavía lees?

—¿Qué?

—Sigues leyendo, detective Garfio. —Así solía llamarme cuando explorábamos mi casa—. Es obvio que influyo en tu vida, en tus gustos. Y que te hago feliz, porque te llevé a la lectura, y la lectura te hace feliz. Tu mamá hace mal al alejarte de alguien que te hace feliz, tú haces mal al fingir que como soy niña no te hago feliz.

—No solo eres niña, eres una niña fastidiosa.

En eso no estaba mintiendo. Pero en definitiva no me esperaba su respuesta.

—Y te encanto.

—¡¿Qué?!

Si me había sonrojado antes en mi vida, jamás lo supe. Solo esa vez fui consciente. Primero, porque sentía la vergüenza arder en mi cara y la imaginaba manifestándose en rubor, y luego porque la chiquilla diabólica no perdió tiempo en señalarlo.

—Te queda muy bien el rojo en los cachetes.

—¡Déjame, Martina!

Pero mi pena nerviosa solo parecía echar leña a su disfrute.

—Y las gafas también —añadió—. Te lucen bastante, te ves más como un detective misterioso.

—No, calla —pedí al voltear hacia otro lado por vergüenza, a ver si así me controlaba—. Y no les digas gafas a mis lentes. De donde vengo, «gafa» se le dice a una persona tonta y estúpida, y «gafo» es lo mismo pero en masculino.

—O sea que... ¿tú eres un gafo?

—Exacto —respondí con seguridad.

Demasiado tarde fui consciente de mi error. Para cuando pretendí enmendarlo,  Martina ya se estaba meando de la risa y su gata me veía como si confirmara mi declaración de que soy todo un gafo.

—Bueno, ya, dejémonos de «gafedades» —zanjó ella. Se veía a punto de volver a lanzarse a reír—. Tenía días esperando encontrarte y al fin apareces, así que hay que aprovechar.

—¿Aprovechar qué? ¿Qué tramas, Satanás?

No sé discernir entre si su siguiente sonrisa me inquietó o emocionó.

—Quiero proponerte algo adictivo —declaró—. Algo real. Un misterio, por supuesto.

Si Martina nunca hubiese pronunciado esas palabras muchas tragedias se habrían evitado.

—No te creo —discutí—. ¿Cómo vas a crear un misterio para mí?

—Yo no, gafo. —Marti acompañó sus palabras con un golpe seco de su mano a su frente—. El misterio está en tu casa. ¿Recuerdas el último escalón que revisamos antes de que tu mamá nos separara? Vuelve ahí y revisa las marcas. Las dejé ahí porque hay una tabla hueca.

—¿Qué?

—Es en serio, yo lo sentí.

—¿Está suelta?

—No, solo hueca. Todos los escalones tienen un sonido sólido y repetitivo, todos iguales. Ese no, no es sólido. Es hueco. Hay algo ahí.

—¿Por qué habría algo dentro de los escalones de mi casa? —Bufé—. Sí estás muy loca.

—¿No sabes nada del lugar donde vives, verdad?

Y ahí estaba de nuevo, haciendo gala de su habilidad para hacerme sentir ignorante y, gracias a su nuevo descubrimiento del vocabulario venezolano, todo un gafo.

—¡IVÁN ANDRÉS! ¿DÓNDE ESTÁS?

De indagar en su declaración tendría que hacerlo en otro momento: aunque estaba de cumpleaños, si mamá me conseguía hablando con la vecina luego de su prohibición, tal vez no llegaría a cumplir los catorce.

Cerré la ventana redonda, con el corazón martillando en mi garganta, y volví a mi puesto en el escritorio para fingir que escribía. Para cuando mamá entró el escenario de inocencia era bastante convincente.

Se detuvo en el umbral de la pequeña puerta, observó el desastre de los calcetines y luego mi obra turbia y de ambigua interpretación recién terminada sobre el escritorio. No estoy seguro de si se veía molesta o intrigada, su rostro parecía carente de expresiones, siempre el mismo gesto sin importar qué pensamientos cruzaran por su cabeza.

—¿Qué tiene este lugar que te gusta tanto?

Me encogí de hombros por toda respuesta.

Tuvo que agacharse para entrar por la puerta, y caminar encorvada para no pegar del techo, pero logró llegar a la vela del fondo y apagarla. La vi dejar que la cera caliente le chorreara por los dedos, absorta en su calor, mirando el cuerpo ya apagado como si todavía pudiera recordar su llama.

Antes de eso nunca la había visto tan cerca de una vela. Con el tiempo en Larem, descubrí que era algo que ella disfrutaba: hallaba placer en su calor e hipnosis en su llama, se perdía en ellas por segundos enteros que contenían años difusos.

Ojalá le hubiese prestado más atención a eso, habría comprendido que Larem y ella se conocían con anterioridad, y que cada vez que se perdía frente a una de sus luces realmente viajaba con sus recuerdos.

—No sabía que tenías un diario —opinó de pronto, logrando consternarme por unos segundos hasta que el comentario hizo clic en mi cabeza.

—Esto no es un diario. Es un cuaderno donde anoto todos mis descubrimientos de... de las exploraciones —mentí.

Si mamá leía las atrocidades surgidas de mi cabeza me devolvería con la abuela más rápido de lo que tardaban las mejillas de Martina en ruborizarse.

—¿Y vienes aquí a sentarte y anotar tus descubrimientos? ¿No los anotas mientras los descubres?

—No lo entenderías. No sabes nada de exploraciones.

Esto, contra todo pronóstico, la hizo sonreír.

—Yo solía ser toda una exploradora en mi infancia...

—¿Y qué pasó?

—Crecí.

—Qué aburrido —bufé—, yo nunca voy a crecer.

Mi inocente comentario ensombreció su mirada como una gruesa nube cargada de una agria tormenta. Me arrepentí de inmediato de lo que dije, pero ni siquiera fui capaz de comprender el porqué.

—¿Mamá...?

—No vuelvas a decir eso —zanjó sin dejar paso a protestas—. Vas a crecer, como todos los niños normales. Jamás... ¡¡Iván escúchame!!

Yo solo me había volteado un poco para tocar mi cuaderno, pero ella reaccionó con histeria. Su comportamiento escapaba de toda mi capacidad de comprensión, mas no por eso le iba a llevar la contraria, no en el estado que se encontraba: con sus manos poseídas por un temblor frenético y sus rostro tan rojo que ardía de solo mirarlo.

Un pavor salvaje usurpó su mirada. Y yo fui el detonante, sin siquiera saber cómo.

—No vuelvas a desear no crecer nunca, ¿me escuchaste?

—P-perfectamente, mamá.

—Sal de aquí, tu padre llegó con el pastel.

Quise tomar el cuaderno antes de irme, pero ella me lo arrancó de las manos y lo arrojó como a un cadáver putrefacto al otro lado de la pequeña habitación. Me repitió la orden de salir, y mientras obedecía yo solo rogaba que no se decidiera a leer mi cuento.

♧♧●♧♧

Amaba los cumpleaños, era una fecha solo para mí, para que las personas, incluso las que no me soportaban, me dijeran cosas bonitas. Era el día perfecto para recibir regalos que no merecía solo por el hecho de seguir existiendo.

Menos ese, el número trece. Ese día fue cuando comencé a odiarlos.

Primero, mi mamá y su rabieta traumática. No podía sacarme de la cabeza aquella escena mientras cantábamos el «ay que noche tan preciosa...». Con el rostro muy cerca de las velas del pastel no podía dejar de verla a ella con las manos bañadas de cera, la piel roja como un demonio y los ojos como un láser. Mi tarta se transformó en el rostro de ella, incendiado; las voces a mi alrededor, mal entonadas, empezaban a parecer un remolino de secretos y mentiras que me gritaban al oído y me arañaban las tripas.

Luego estaba la decepción, el más grande de mis miedos escenificado en mi día especial. Mi supuesto nuevo mejor amigo no había aparecido por ningún lado, y gracias a que yo no sabía dónde quedaba su casa no pudimos ir a buscarlo.

Me sentía tan solo que le habría abierto la puerta a Brillantina solo para ahogar el pesar que me encogía.

—Hijo, ¿te encuentras bien?

Mi padre se quitó el sombrero que usaba para trabajar, borgoña con los bordes dorados, y lo dejó descansar en la mesa junto a su trozo de torta. Así, el cabello se le veía más despeinado que nunca, como el mío: mojado en la lluvia y secado al natural.

—Papá...

Eché un vistazo en todas direcciones para asegurarme de que mamá no aparecía, y él lo notó.

—Se fue a dormir —reveló para tranquilizarme—. Cuando entra a su cuarto no hay quien la saque de ahí. ¿Qué pasó?

—Es sobre mi amiga de al lado. Ella no me habría dejado plantado, pero gracias a mamá ya no puede venir.

—No puedo hacer nada al respecto, Iván, tu mamá sabe lo que hace. Además... —Suspiró. Supe que iba a decir algo que iba a dolerme porque de inmediato se acomodó los lentes de forma compulsiva—. Seguro que pensabas que ese otro niño tampoco te iba a dejar plantado.

—No es así, de él sí lo esperaba.

Mentía, por supuesto, y fue mi padre el que me explicó la razón.

—Iván, te dolió. Es lo que pasa con las decepciones, solo pueden venir de alguien en quien confías.

Sentí que iba a echarme a llorar. Necesité de la abuela y sus apretones en las mejillas, incluso de sus historias. Quise encerrarme en la alacena bajo el cobijo de un cuento que me sacara de aquel lugar. Quise tantas cosas y solo pude quedarme ahí, inmóvil, con el pequeño corazón fragmentado.

—Muchas más personas van a decepcionarte, Iván. En mi trabajo he descubierto que incluso las buenas personas hacen cosas terribles.

—¿Mamá también?

—¿Qué?

La consternación de mi padre fue genuina, incluso se quitó los lentes para apretar sus lagrimales, un signo de que la cabeza comenzaba a dolerle o de que el tema de conversación era demasiado para él.

—¿Mamá puede ser buena persona a pesar de hacer cosas horribles?

Por la manera en que suspiraba antes de responder, supe que se lo estaba poniendo difícil con mis preguntas.

—Iván, tu mamá es la mejor persona que he conocido en mi vida. Ha pasado por mucho.

—¿Y por qué no quiere que sea feliz?

—Hijo... tu idea de la felicidad te pone en peligro, tu mamá prefiere que seas infeliz a que te hagas daño. —Él comenzó a gesticular en busca de la mejor manera de proseguir—. Es una decisión horrible, pero alguien tenía que tomarla.

«Me habría gustado que la tomaras tú», quise decirle, pero las palabras eran tan pesadas que no me subían por la garganta.

—Es hora de abrir tu regalo.

No me entusiasmaba la idea de ningún obsequio en ese instante, lo cual decía mucho sobre mi pésimo estado anímico.

Mi padre se removió en su asiento y buscó debajo, un sitio donde yo nunca habría sospechado, para luego subir un paquete grande cuyo peso le hizo tensar los músculos de sus brazos.

Solo con esa imagen comprendí dos cosas: aquel hombre estaba cansado. Trabajaba día y noche, sin pausas, con sueños interrumpidos por llamadas repentinas y pensamientos invadidos en todo momento por hilos que le conducían a pistas, presuntos culpables y posibles resoluciones. Lo segundo que entendí fue: me amaba. Podría haber estado durmiendo, o en la comisaría, pero fue incapaz de faltar a mi cumpleaños y de desaparecer luego de que se apagaron las velas.

Estaba ahí, por mí y para mí, a pesar de que era un niño gruñón y egoísta. No necesitaba más regalo que ese.

—¿Es caro? —pregunté de pronto.

—¿Qué cosa?

Él me observó, con los lentes intactos a punto de ser enderezados por costumbre y en el rostro una expresión meditabunda.

—El obsequio —expliqué—. ¿Es costoso?

Mi padre dejó salir algo de aire a modo de risa, y me regaló una curva de diversión en sus labios.

—Bueno, hijo... ¿Tú qué crees? Pesa más que mi consciencia.

—Entonces no lo quiero.

Con el ceño fruncido, dijo:

—¿Qué?

—Que no lo quiero. Eres un papá con dinero porque eres un papá que trabaja mucho. Puedes comprarme lo que sea.

Esto lo tomó desprevenido. Su cuerpo quedó casi al borde de la silla, y me miraba como si una garrapata me bailara en la frente, con la boca entreabierta y los ojos como un agujero negro. Vi la mano alborotando su cabello incluso antes de que su cerebro ordenara el gesto, porque lo conocía, y esas cosas eran las que hacía cuando algo lo sacaba de lugar.

—Iván... ¿qué estás diciendo?

—¿Tú me amas?

—¡Con mi vida!

Sé que la pregunta debió recibirla como una bofetada, pero no pude prescindir de hacerla.

—Entonces quiero algo no material —finalicé—. Algo que no compre el dinero.

—Vaya, Iván... —expresó con un silbido de sorpresa—. No soy muy bueno con las manualidades pero si eso es lo que quieres...

—No, no te pido algo hecho a mano, papá. Quiero una conversación.

Dejó caer su espalda sobre el respaldo de la silla con el mismo alivio con que el aire escapaba de sus pulmones en un prolongado suspiro.

—De acuerdo, hijo. ¿De qué quieres hablar?

—Háblame de tu trabajo.

—Si quieres que te hable del caso, no puedo. De verdad que no, la ley me lo prohíbe.

—Bien. —Me crucé de brazos y dejé que pasaran unos segundos así hasta que otra idea se me ocurrió—. Entonces dime quién es Peter Pan.

Esperé una muestra más emotiva en su rostro, el celaje del miedo pasando por su mirada, una variación en su manera de respirar o el más ligero signo de sorpresa, pero la calma que recibí en su lugar me hizo comprender que él ya esperaba mi pregunta.

Mi madre lo hubiera callado, preparando mi aislamiento hasta estar segura de que nadie podría hacerme conocedor de los terrores que acechaban donde sus brazos no podían protegerme. Aquel hombre, no. Él entendía que si no hablaba, lo haría otro, que era cuestión de tiempo para que la información me llegara y que en sus manos estaba el poder de entregármela con mayor suavidad.

—No puedo contarte mucho —empezó a decir—, pero te diré aquello que no está relacionado con el caso. Todos los niños crecen, Iván. Menos uno. Peter Pan es un hombre enfermo. Ha vivido algunos años más que yo y tu madre, pero tiene una mente incluso más joven que la tuya. Solo no te acerques a él, hijo, por mucha curiosidad que tengas en el futuro.

El error fue la vaguedad de su respuesta. De haber sido más claro, las preguntas habrían terminado ahí. Con lo poco que me dio a conocer, mi héroe solo había conseguido intrigarme. La obsesión apenas comenzaba.

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Este capítulo va dedicado a @Rulsset por el edit de Iván y Martina tan precioso (no sé por qué coño no me deja etiquetarla), y a Papitafritauwu2 por el fanart a continuación:


Y un meme:

Aquí tienen una pequeña introducción a Peter Pan, ¿qué piensan de estos cambios?

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